jueves, 4 de diciembre de 2025

¡THE TREMBLING LIGHT OF IAN CURTIS!

 



There are artists whose lives become inextricable from the shadows they tried to outrun, and Ian Curtis was one of them. To speak of him is to step into a half-lit room where melody, melancholy and fragile brilliance still tremble in the air. Leader of Joy Division, poet of desolation, accidental prophet of a music that would change the world, he left behind a body of work that continues to pulse with an uneasy, unforgettable clarity.

Curtis was not merely a singer; he was a writer of rare sensibility. His lyrics were not songs in the usual sense but private confessions written in a coded, trembling hand. In Shadowplay, Atmosphere or Love Will Tear Us Apart, he captured the internal landscapes of a man wrestling with forces far larger than himself. His words carried the weight of tectonic emotions: guilt, longing, detachment, the fierce desire to belong coupled with the unbearable feeling of being perpetually exiled from oneself. Where other lyricists adorned their lines, Curtis stripped his bare; he wrote as though telling the truth might burn him, yet lied by omission every time he tried to hide his pain.

He was, in life, a gentle contradiction. Shy yet commanding, distant yet desperately hungry for connection, he could charm a room and vanish from it emotionally in the same instant. There was a quiet seriousness in him, a sense that he was always somewhere else, listening to an inner radio that broadcast on frequencies no one else could tune into. His epilepsy only sharpened that impression. The seizures came unpredictably, carving fear into his days and guilt into his nights. On stage, they blurred the line between performance and collapse; his jerking, frenetic movements became a terrifying sort of choreography, a dance with an illness that seemed to haunt him even in the moments of greatest applause.

Amid all of this—his youth, his illness, his sudden fame—Curtis found himself trapped in a painful emotional triad. He loved his wife, Deborah, the girl who had known him before the myth, before the burden of genius. She represented normality, family, a world in which he could have been simply Ian. But he also fell deeply for Annik Honoré, the Belgian journalist whose quiet presence offered him an almost sacred tenderness. Annik was not merely a lover; she was a refuge, a confidante, someone who seemed to understand the loneliness that swelled inside him. The conflict between these two loves, each true in its way, tore him apart. His heart became a battlefield with no victor, only casualties.

Joy Division was his last lighthouse. With Bernard Sumner, Peter Hook and Stephen Morris, Curtis helped create a sound that felt like the industrial heartbeat of a new era. Their music was a cold flame—minimalist, haunting, yet alive with electricity. They took the ruins of punk and built something more introspective, more architectural, filled with echoing corridors and sudden bursts of violence. The band didn’t invent post-punk; they crystallized it. They gave it a vocabulary: metallic basslines that marched rather than danced, guitars that shimmered like broken glass, drums that hit with the precision of factory pistons. And at the center, Ian’s voice—baritone, distant, and impossibly human.

Their influence still reverberates. Every band that has tried to articulate the quiet despair of modern life owes something to Joy Division. Every singer who dares to reveal the cracks in his soul stands in the long shadow of Ian Curtis. He died at twenty-three, but his songs remain ageless, suspended in a kind of permanent twilight. They do not grow old; they simply continue.

To remember Ian Curtis is not only to mourn him, but to marvel at the gentleness and force that coexisted within him. He was a man who wrote like a prophet and lived like a wounded boy, who offered the world his darkness and in doing so illuminated something within all of us. His life was brief, but his light—trembling, flickering, unmistakably real—still reaches us, decades later, from the far side of the night.

Sergio Calle Llorens


lunes, 1 de diciembre de 2025

¡MR MERCEDES!


 


Señoras, señores… y criaturas que prefieren no revelar su nombre. Hoy, desde este despacho sombrío donde las sombras toman notas sin permiso, hablaremos de una serie que, sin necesidad de fantasmas, consigue que uno mire dos veces por la ventana: Mr. Mercedes, disponible en Netflix. Una adaptación de Stephen King que, por una vez, no se disfraza de terror, porque no lo necesita. Aquí el monstruo no viene del más allá. El monstruo está registrado en el censo.

Mr. Mercedes nos lanza de golpe a un crimen tan absurdo como devastador: un asesino anónimo irrumpe con un Mercedes y arrasa una cola de parados. Un gesto tan frío que, más que un acto, parece un diagnóstico de la sociedad. Años después, el caso sigue abierto en la mente de Bill Hodges, inspector jubilado, alcohólico en potencia y santo patrón de los hombres que no saben soltar.

Este Hodges tiene un rostro: el del irlandés Brendan Gleeson, un gigante interpretativo que podría leerse la guía telefónica y aun así transmitir tragedia. Aquí, su desgana es una forma de resistencia, su enojo un método para seguir vivo. Gleeson no interpreta: desgasta la pantalla como si arrastrara un alma que pesa demasiado.

En el lado oscuro del tablero está Brady Hartsfield, interpretado por Harry Treadaway, que borda a un villano silencioso, casi educado, que odia al mundo con la dedicación de un artesano. Nada de máscaras ni risas histéricas: el terror está en su normalidad, en lo bien que podría colarse en cualquier barrio sin que nadie sospechara que dentro lleva un huracán ácido dispuesto a estallar.

Pero si hablamos de brillo, de inteligencia, de luz rara entre tanta sombra, aparece ella: Justine Lupe, radiante, frágil, temblorosa, pero más incisiva que todos los policías del condado juntos. Su Holly Gibney no es un personaje, es una herida que aprende a hablar. Una joya en una serie que ya venía cargada de diamantes oscuros.

A su alrededor giran también Holland Taylor, que convierte el sarcasmo en un arma blanca; y Mary-Louise Parker, magnética, estimulante, imprevisible, como un relámpago que no necesita tormenta.

La dirección corre en gran parte a cargo de Jack Bender, veterano de Lost y Juego de Tronos, que adopta un estilo sobrio, de bisturí. Nada de efectismos: deja que el horror surja de los silencios, de la respiración entrecortada, del modo en que el mal se cuela por las grietas de lo cotidiano. Y todo ello con los guiones del infalible David E. Kelley, que adapta la novela de King con respeto, sí, pero también con inteligencia y ritmo propio.

Respecto a las diferencias con el libro, no te preocupes: no hay destripes. Solo diré que la serie ahonda más en algunas relaciones, pule el viaje emocional del villano y reorganiza ciertos momentos para que el duelo entre Hodges y Hartsfield sea un combate más íntimo y venenoso.
Es Stephen King sin los espectros… y sin necesitarlos.

Mr. Mercedes es una obra que late, que respira, que incomoda. Un thriller psicológico que recuerda que el mal, a veces, tiene cara de vecino. Y que los héroes pueden ser hombres cansados, gordos, tristes… pero con un último deber que cumplir.

Si la ves de noche, cierra la puerta. No porque vaya a entrar un fantasma, sino por si acaso el Mercedes vuelve a arrancar.

Sergio Calle Llorens

domingo, 30 de noviembre de 2025

¡JAQUE MATE!

 



A finales del siglo XIX, el pintor alemán Friedrich August Moritz Retzsch realizó una obra titulada "Checkmate". En ella representó a un joven jugador sentado frente al mismísimo diablo en un tablero de ajedrez. La expresión del muchacho es de derrota absoluta. Su alma está en juego y, según la posición del tablero, no le queda ni una sola jugada salvadora. O eso parecía.

Décadas más tarde, ya en el siglo XX, un grupo de visitantes recorría una galería en Nueva York donde se exhibía una copia de esta pintura. Entre ellos estaba un hombre tranquilo, de aspecto corriente, que observó el cuadro con más atención que los demás. No era un turista habitual: era un maestro de ajedrez, campeón retirado, acostumbrado a leer posiciones imposibles como quien lee un libro abierto.

Mientras los demás comentaban que el diablo había ganado la partida, el maestro frunció el ceño, se acercó y analizó cada pieza con cuidado. La leyenda decía que el joven estaba perdido. Que no había nada que hacer. Pero el ajedrecista vio algo que los demás no habían visto. Después de varios minutos, levantó la mano y dijo con calma:


“El cuadro está mal titulado. No es ‘Jaque mate’. Es ‘El Rey tiene todavía un movimiento’.”

Había descubierto que, según la disposición exacta de las piezas, el Rey del joven podía escapar, iniciar una secuencia improbable y darle la vuelta a la partida. El pintor había querido transmitir desesperación, pero en su composición había dejado, quizá sin quererlo, un resquicio de esperanza estratégica que solo un experto podía detectar.

La anécdota trascendió porque invertía la lógica del cuadro. Donde todos veían condena, él encontró una posibilidad. Donde otros miraban el gesto derrotado del chico, él miró el tablero. Lo fascinante es que el maestro no hizo nada sobrenatural: solo analizó. Pero el efecto fue tan poderoso que convirtió la obra en una metáfora sobre la percepción, el miedo y la capacidad humana de encontrar una salida cuando parece que no la hay.

Desde entonces, la historia ha sido contada por predicadores, profesores, psicólogos e historiadores del arte, pero su núcleo sigue siendo el mismo. A veces no hace falta luchar contra el diablo, basta con mover la pieza correcta.

Sergio Calle Llorens

domingo, 23 de noviembre de 2025

¡CONFESIÒN CREPUSCULAR!

 



Las lluvias han llegado fieles a su cita con la otoñada. La caída de las hojas cubre el suelo forestal en un manto tierno y mojado. La humedad de la noche sube desde el mar alcanzando todos los rincones del pueblecito mediterráneo donde me escondo del mundo. Hace frío y la luz de los faroles proyecta una imagen fantasmagórica. En estas, mis pasos resuenan amenazadores ante mí mismo. No es la primera vez que camino entre sombras en la madrugada. Recuerdo que, ya de jovencito, tenía esa querencia por la noche oscura y el nocturno completo. Siempre me gustaron esos cielos límpidos cubiertos de estrellas. Centinelas de mis caminatas. Mis ojos miran al frente. Mi mente, al pasado, y miren que intento no caer en la melancolía de los recuerdos. Pero llegan los relámpagos y, con ellos, los primeros truenos. Heraldos de la tormenta.

Al poco estoy empapado, pero feliz por alguna extraña razón que desconozco. Tal vez porque me tenga a mí mismo. Tal vez porque ya no me pueden hacer más daño. Tal vez por ninguna razón o por razones que se me escapan. La banda sonora de mi vida no sólo la componen acordes de viejas guitarras. También está hecha de climatología adversa o de noches de verano con la Dama de Noche y la sonata de los grillos. ¿A qué le tengo miedo ya? ¿Al destino? ¿A la soledad? ¿A las malas compañías, que son siempre las mejores? ¿A ser como un disco cuyos ecos no alcanzan ni a la vuelta de la esquina?

Necesito un vino. Tal vez dos. Así, mientras camino bajo la pertinaz lluvia, me imagino con una copa en la mano junto al eficiente fuego de la chimenea que proyecta sombras danzarinas en las paredes: azules, violetas, rojizas. De pronto, el aullido de un perro me saca de mi ensoñación y la lluvia arrecia como un viejo recuerdo inacabado, doloroso, impertérrito. La naturaleza, que tiene su propio lenguaje secreto, es la mejor forma de advertirnos de los peligros vitales. Y las estaciones del año son el mejor recordatorio de que todo termina en un invierno gélido.

¿Quién se acordará de mí cuando ya no esté? ¿Me echará alguien en falta? ¿Se borrará mi recuerdo en dos generaciones? ¿Transcenderé de alguna manera en el oscuro túnel del tiempo? A mi mente vienen más preguntas sin respuesta mientras camino por el peligroso sendero de mis últimos metros. Porque, al final, lo único que permanece es la sombra que dejamos atrás.

Sergio Calle Llorens


viernes, 21 de noviembre de 2025

¡SOY DELINCUENTE PORQUE SOY DEL PSOE"

 



Tras la condena al fiscal general del Estado, la secta del capullo debería cambiar su lema de campaña y pasar de “soy feminista porque soy socialista” a “soy delincuente porque soy del PSOE”. También me queda claro que los de Rosa Nostra siempre aplican el mismo modus operandi: niegan la mayor cuando uno de los suyos es pillado con las manos en la masa, apoyan al supuesto corrupto y, cuando es condenado —que es casi siempre—, lo acompañan a prisión, como ocurrió con Vera y Barrionuevo. Y la culpa es de cualquiera que no sean los Cerdán, García Ortiz, Ábalos, Chaves, Griñán o la madre que los parió a todos. Siempre hay una conspiración detrás de sus condenas. Y lo blanco es negro, y las niñas tienen pene, y RTVE es un ejemplo de “pluralidad” informativa.

Para esta gente, el Estado de derecho es sagrado… cuando beneficia al PSOE. El sanchismo indulta, amnistía y reescribe el Código Penal a conveniencia, y, si un juez aplica la ley —aunque solo sea una vez—, entonces hay que reformarlo. La crítica a su corrupción es odio. La oposición es fascismo. La prensa que no les succiona el miembro es la máquina del fango. En sus estatutos, la libertad de expresión existe si sirve para amplificar su relato de partido progresista. Pero el progresismo, para esta mafia, consiste en pactar con quien quiere romper España y en llamar bloqueo a que la oposición no trague con sus imposiciones ideológicas.

Ya lo hemos visto todo y, entre nosotros y el abismo —quién me lo hubiera dicho hace tres años—, apenas tenemos una docena de jueces valientes. Gente que impide que se haga realidad el sueño de la segunda república: que solo puedan gobernar los partidos de izquierda. Sanchescu está en eso, y nosotros en impedírselo. Porque si ellos avanzan un paso más, España retrocede un siglo.

Sergio Calle Llorens

domingo, 16 de noviembre de 2025

¡EL ECO DE UNA CANCIÓN!


 


Él no creía en las segundas oportunidades, pero la vida —esa vieja bromista— le tendió una cita que había quedado pendiente muchos años atrás. Se reencontraron una tarde de otoño, sin saber muy bien si eran los mismos o dos fantasmas de quienes fueron. Ella seguía sonriendo igual, con esa naturalidad que desarmaba a cualquiera. Él, en cambio, llevaba décadas perfeccionando el arte de fingir que nada le dolía.

Se miraron, hablaron, rieron. Fue hermoso. Tan hermoso que dolía. Porque había algo en el aire, en los gestos, en las pausas entre frase y frase, que olía a final antes siquiera de empezar. Duró lo que dura un helado a la puerta de un colegio, pero bastó para que él recordara lo que era sentirse vivo.

A veces, cuando las noches son largas y las canciones suenan demasiado cerca del alma, él repite mentalmente aquella frase de una vieja película:
“I was born when she kissed me.
I died when she left me. I lived for a few weeks while she loved me.”

Y entonces sonríe, con esa mezcla de ternura y derrota que solo tienen los que han amado de verdad.
Porque hay heridas que no sangran: suenan. Y cada vez que escucha ciertas guitarras, ciertas voces, ciertos acordes, sabe que no la ha olvidado. Ni podrá hacerlo.
Pero tampoco quiere.

Porque, después de todo, hay amores que no terminan: solo se convierten en música.

Sergio Calle Llorens


jueves, 13 de noviembre de 2025

MIX TAPE: LA NOSTALGIA CONVERTIDA EN ARTE!


 


Mix Tape es un cohete supersónico británico que acaba de aterrizar en tierras españolas. Una serie que viene a decirnos que los viejos amores, ni las canciones que los acompañaron, nunca mueren. A veces solo se necesita estar en el lugar correcto y en la década adecuada para crear las escenas perfectas. Los ochenta fueron un vergel creativo que murió en la orilla de los infumables años noventa.

Daniel y Alison, que lo compartieron todo a los 16 años, ya no comparten ni espacio; ella vive en Sídney y él en Sheffield, que —para los no iniciados— es un shithole sin parangón. Pero los miles de kilómetros de distancia no son suficientes para mantener los recuerdos alejados. Ali se fue dejando un pozo de misterio en cuya oscuridad no llegaba nunca la luz de las respuestas.

Daniel sigue bebiendo sus pintas en el pub mientras trabaja como periodista freelance en la revista Rolling Stone. Su profesión también lo iguala a su antigua novia, porque ella es una escritora de renombre. Ambos están casados y con hijos que vuelan lejos o a están a  punto de abandonar el nido. Es ahora o nunca, o eso parece. Después de todo, lo que el ritmo de las guitarras unió no puede separarlo nadie.

Veinte años no son nada —que dice la canción— y tal vez no lo sean en esta miniserie: temas y acordes que arañan el alma, como ese Love Will Tear Us Apart de Joy Division que me sigue haciendo sangrar el corazón. Doscientos cuarenta meses parecen mucho o nada —esto no lo dice ningún cagalástimas de cantautor, sino un servidor— para que la pareja comience a recordar aquella gran historia de amor inacabada, hasta que, al final de la serie, que tan solo tiene cuatro impresionantes capítulos —lo bueno, si breve, dos veces bueno—, suene el Lovesong de la banda The Cure.

Un guiño para los ochenteros que suspiramos con la forma en que Daniel mira a Alison y ella le devuelve, embelesada, la mirada. En verdad no sé si los actores jóvenes que los interpretan o los adultos son más convincentes en la interpretación. Tal vez todos lo estén, en esta serie basada en la novela homónima de Jane Sanderson y adaptada por Jo Spain de forma sobresaliente.

Mix Tape combina nostalgia y pasión para hacernos reflexionar sobre las decisiones vitales que tomamos. Una invitación a comprar el ticket de ese tren llamado ilusión, que tal vez esta vez pase de largo por la triste estación del desamor, mientras habla ese personaje que es la música, que rodea esta historia de ida y vuelta.

Personalmente, esta historia —que, por cierto, se puede ver en Movistar Plus+— me ha llegado al alma por razones personales, pero también porque, gracias a que el puente aéreo Málaga-Londres siempre ha funcionado muy bien, los acordes de esas guitarras en Mix Tape me han hecho sentir joven otra vez. Y eso es muy grande, teniendo en cuenta que entro definitivamente en el otoño de mi vida.

Así que espero que me hagan caso por esta vez; porque ya que ni me compran los libros ni me escuchan en la radio, al menos, y sin que sirva de precedente, vean la serie, que es mitad irlandesa y mitad australiana. Porque tal vez decidan descolgar el teléfono para llamar a aquel antiguo amor de instituto. Después de todo, la vida es demasiado corta para malgastarla. Don’t you think?

Sergio Calle Llorens


viernes, 7 de noviembre de 2025

¡ENTRE DOMINGAS Y DELITOS!

 



La diferencia entre Messi y Cristiano Ronaldo era que los entrevistadores le decían al argentino que era el mejor de todos los tiempos, mientras que el portugués les decía a los entrevistadores que él era el mejor de todos los tiempos. Con el marido de Begoña Gómez pasa lo mismo. Pedro Sánchez, que tiene a media familia imputada, les dice a los entrevistadores que su gobierno es el más progresista de la historia —aquí no incluyo a los del Grupo Prisa por ser los succionadores oficiales del miembro presidencial—, cuando una gran mayoría de españoles ve en él un inmenso saco de mierda en el lodazal de la corrupción socialista.

Como ven, a veces la elección es fácil. Otras, en cambio, no tanto: tortilla de patatas sin cebolla o con ella; emborracharte con tus colegas de toda la vida, aun sabiendo que vas a estar para el arrastre al día siguiente, o quedarte en casa viendo una serie en Netflix. Incluso hay gente que quiere que nos decantemos por el carísimo programa de La Revuelta o por El Hormiguero, que es como pedirnos que votemos por Falete o por los infumables Romeros de la Puebla para representarnos en Eurovisión. No tiene sentido alguno. Lo mismo pasa con ponerse del lado del fiscal general del Estado o del novio de Ayuso. Después de todo, es posible que ambos sean culpables. También podría ser que el acusado de delito fiscal fuese declarado inocente de fraude, como le ocurrió al actual entrenador del Real Madrid. Incluso García Ortiz podría ser percibido como un ser de luz que nunca ha roto un plato.

Además, esto es una guerra entre dos facciones y los ciudadanos no tenemos nada que ver con sus cuitas. Por otra parte, las elecciones son siempre complicadas y, a tenor del aumento del número de divorcios en el viejo reino de España, no creo que estemos para sacar mucho pecho. Y hablando de pechos, mi amigo José diría que, ante la duda, la más tetuda; pero como esto no va de domingas, sino de hechos que se analizan muchas veces con el color político de cada cual.

Mi legendaria modestia me impide destacar las veces que he acertado en mis elecciones vitales. Sin embargo, podría subrayar algunos éxitos notables en ese sentido: cualquier cerveza por encima de la Cruzcampo; el rock and roll ante la patética música actual; la literatura por encima de cualquier pr ograma de televisión; o no saludar a aquellos idiotas que siguen usando el término Latinoamérica. Dicho de otro modo, pertenezco a una minoría cuyas elecciones se basan en bibliotecas y en las certezas que arrastran las olas mediterráneas. Después de todo, la democracia es un abuso de la estadística.

Sergio Calle Llorens


miércoles, 5 de noviembre de 2025

¡GORRIONES FORNICANTES Y UN FISCAL DESTERNILLANTE!

 



Una de mis aficiones menos conocidas es la observación de los gorriones fornicantes. Me encantan sus trinos a media mañana, sus tímidos saltitos, sus rostros de granujas, su manera especial de asearme cada mañana. Siempre que puedo, les doy alguna migaja de pan a la hora del aperitivo. Incluso estoy alerta por si aparecen sus rivales por el alimento: esas aves tan pesadas que tienen el mismo color que el archienemigo de Spiderman. Si de mí dependiera, hace tiempo que habría exterminado a esos loros tan inquietantes. Todo por el bienestar de mis amigos alados. Son más majos.

Al margen del placer que me produce la contemplación de los Passer domesticus, hay un pájaro de mal agüero que también me da satisfacción: el Avius corruptus socialistus caminando hacia los juzgados patrios. Qué belleza de imagen. Qué ricura de movimientos: esas papadas que delatan la manera en que tragan saliva. Están asustados. Claro. Porque el miedo ha cambiado de bando. Cada día es uno distinto, pero siempre es el mismo modus operandi: el latrocinio institucionalizado, las mordidas y el abuso de poder. Las cosas claras: al pan, pan; y a los del PSOE, un puticlub.

Sin embargo, hay un ave que me tiene confundido: el fiscal general del Estado. Un tipo acusado de revelar información confidencial de un ciudadano sabiendo que no podía hacerlo. De ser condenado, la justicia le cortaría las alas y solo podría revolotear en el patio de la cárcel. Y me tiene confundido porque, en vez de sentarse en el banquillo de los acusados, el Avis opportunista se coloca junto a los otros fiscales para lanzar un mensaje de autoridad. Verlo allí, con esa capa negra, me trae a la memoria la imagen de un cuervo. Incluso la mirada se asemeja al Corvus corax. No hay que ser licenciado en óptica para ver que García Ortiz se la saca en pleno juicio para decir, como el personaje de La vida de Brian: “¡Ojito conmigo, que soy Pijus Magnificus y la tengo más grande que nadie!”. Ya veremos si la injusticia española se deja amedrentar.

Lo más divertido es que cada día veo revolotear a estos pájaros. Un día es el Ala rubra corrupta, una tarde el Psittacus marxianus y, por la noche, sobrevuela mi atalaya el Passer subventionis. Todos ellos tienen el mismo destino. Yo sonrío al verles posarse en la misma rama de un árbol que está a punto de romperse.

Les juro que la observación de aves, desde los gorriones fornicantes hasta el fiscal desternillante, es una afición de lo más placentera. Para los no iniciados, les dejo una ficha zoológica para que los árboles no les impidan ver el bosque donde se esconden el tipo más común de ave. 

Volatilis socialistus 

Clasificación
Reino: Animalia subvencionis
Filo: Vertebrata incoherens
Clase: Aves parlanchinas
Orden: Clientelaris
Familia: Subsidii dependientes
Género: Volatilis
Especie: Volatilis socialistus corruptus

Descripción
Ave de plumaje rojo desteñido, con reflejos dorados en el pico adquiridos tras años de contacto con el dinero público. Posee un canto monótono, casi hipnótico, compuesto de consignas vacías y viejas promesas electorales. Suele repetir frases como “todo por el pueblo” mientras revolotea hacia su nido en algún consejo de administración.

Hábitat
Prefiere zonas urbanas densamente subvencionadas, aunque también puede encontrarse en despachos climatizados, sedes sindicales o en las inmediaciones de ministerios con presupuestos generosos. Se alimenta de dietas institucionales, fondos europeos y contratos a dedo.

Comportamiento
El Volatilis socialistus es gregario y clientelar: nunca vuela solo. Forma bandadas llamadas “agrupaciones”, que migran cada cuatro años hacia los lugares donde sopla el viento del poder. Durante la época de elecciones despliega sus alas y promete volar hacia el progreso; sin embargo, tras la victoria suele anidar cómodamente en sillones de cuero.

Reproducción
El cortejo se basa en la distribución ritual de cargos, favores y sobres cerrados. Los machos y hembras cantan al unísono el clásico “¡No pasarán!” mientras pasan discretamente el sobre. Las crías aprenden pronto el arte de vivir del erario.

Depredadores naturales
La transparencia, la prensa libre y los votantes con memoria. Aun así, el Volatilis socialistus ha desarrollado una notable resistencia a todos ellos mediante el camuflaje discursivo y el vuelo en círculos.

Estado de conservación
En auge. Clasificada como especie “políticamente protegida” en varios países del sur de Europa.

Observaciones del naturalista
Resulta fácil confundir al Volatilis socialistus con el Conservator vulgaris o el Liberal opportunistum, aunque este último suele volar con la cartera más ligera y el discurso menos encendido.

Coda: Entre gorriones lúbricos y fiscales emplumados, uno acaba dudando de si observa pájaros o políticos. La ornitología, a fin de cuentas, también sirve para estudiar la fauna del poder.

Sergio Calle Llorens

lunes, 3 de noviembre de 2025

¡RÉQUIEM POR UN PRÓFUGO CON BARRETINA!

 



Los irlandeses se levantaron en armas varias veces contra la dominación británica. Los de Puigdemont declararon la independencia y, a los ocho segundos, la suspendieron. Los de la isla verde luchaban y morían por una Irlanda libre. El jefe de los independentistas catalanes salió huyendo en el maletero de un coche. Sé que las comparaciones son odiosas, especialmente si uno de los comparados sale tan mal parado, pero son necesarias.

Particularmente, me da igual si el exalcalde de Gerona se queda a vivir en el Estado fallido de Bélgica o vuelve a España para posar en el balcón de su casa con una zanahoria por el culo. Sin embargo, el tipo va a conseguir que su formación política termine desapareciendo y, por supuesto, es lo que muchos deseamos. Por pesados. Por golpistas. Por trileros. Por palurdos.

Hay que ser muy patán para confundir tu mundo con el mundo y luego, claro está, no te tome en serio ni el tendero de la esquina. Convergència, y ahora Junts, son ya parte del pasado y hemos de celebrarlo. El futuro se escribe en letras doradas, y yo me pregunto qué habría escrito mi admirado Josep Pla al respecto, de haber coincidido en espacio y tiempo con esta pandilla de garrulos con barretina.

Desgraciadamente, el genio de Palafrugell ya no está entre nosotros y su mundo ha desaparecido por completo. Nada queda ya más que sus libros… que no son poco. Especialmente para quienes consideramos su literatura un faro en la noche. Dicen que el duelo empieza justo después del silencio. Pues callemos después del entierro de Puigdemont, que, aunque no lo sabe, está más muerto que el autor del Cuaderno gris. En treinta años nadie se acordará del tipo de Waterloo, y los libros de Pla seguirán brillando en la noche mediterránea.

Sergio Calle Llorens

jueves, 30 de octubre de 2025

¡WEAPONS: LA MÚSICA SECRETA DEL MIEDO!

 



El horror, cuando se escribe con inteligencia, no necesita monstruos.
A veces basta con un silencio sostenido, una mirada que se quiebra, una puerta que no se cierra del todo.


Zach Cregger lo entendió mejor que nadie en Weapons, su regreso a las tinieblas después de Barbarian.
Pero esta vez no construye una casa, sino un espejo.
Y dentro del espejo, todos nosotros.

Hay en la película una belleza enferma, un ritmo que parece pertenecer al sueño —esa cadencia que se siente cuando uno sabe que algo va mal, pero no logra decir qué.


Cregger filma la cotidianidad como si fuera un ritual, con esa calma antinatural que antecede a la tormenta.
El horror surge de la repetición: los gestos, los hábitos, los ecos de una culpa que no encuentra redención.

Nada es gratuito: las desapariciones, los murmullos, los fragmentos de vidas rotas que se cruzan sin tocarse.
El director usa las armas —esas weapons— no como objetos, sino como metáforas: la violencia que llevamos en la piel, los recuerdos que disparamos contra nosotros mismos.
Cada personaje carga la suya, y la película nos obliga a mirar qué hemos hecho con la nuestra.

Visualmente, el film es un descenso.
Los colores se apagan poco a poco, las sombras ganan territorio.
Cregger convierte la luz en un animal que huye: cada plano parece devorado por una penumbra que se mueve con hambre.
Y en medio de esa oscuridad, Julia Garner levanta un personaje que respira dolor y lucidez, un alma que comprende demasiado tarde lo que el resto prefiere ignorar.

El terror de Weapons no reside en lo que vemos, sino en lo que comprendemos un segundo después. Como si alguien nos hablara al oído en un idioma que creemos reconocer, pero del que solo entendemos una palabra: culpa. Ese es su poder: recordarnos que la violencia no viene de fuera, que lo verdaderamente aterrador no es el monstruo… sino la mirada que decide no verlo.

Y cuando llegan los créditos finales, el silencio no es alivio.
Es sospecha. La sensación de que algo nos sigue observando desde el interior de la pantalla. De que lo que empezó como ficción ha cruzado el umbral y se ha sentado con nosotros en el sofá.

Porque Weapons no busca asustar.
Busca permanecer.

Sergio Calle Llorens

miércoles, 29 de octubre de 2025

¡WELCOME TO DERRY!

 



Derry vuelve a latir.
Su suelo húmedo respira secretos, su niebla huele a infancia perdida y a ecos de algo que nunca se marchó del todo. En sus calles vacías, uno puede oír el rumor del mal disfrazado de rutina, ese que se esconde detrás de las risas, bajo las tapas de alcantarilla, en la memoria de quienes intentaron olvidar. Welcome to Derry, la nueva joya de HBO, no es solo una precuela de It: es una invocación. Una llamada al terror más puro, el que no necesita gritar para quedarse contigo.

Desde el primer fotograma, la serie te envuelve en un clima denso, hipnótico, con una belleza enfermiza que solo el buen terror puede ofrecer. La dirección apuesta por la insinuación, no por el sobresalto. El miedo crece en los márgenes, se insinúa en un reflejo o en una sombra que parece moverse sola. Welcome to Derry no busca asustar: te observa, paciente, hasta que empiezas a dudar de ti mismo.

El reparto, simplemente magnífico, da vida a personajes que respiran verdad y tragedia. Ninguno es inocente, ninguno está a salvo. Los actores consiguen que creas en ellos, que sientas sus grietas y sus terrores personales. No actúan: parecen recordarlo todo, como si ya hubieran vivido antes en ese pueblo maldito. Esa es la magia del casting y la dirección: convertir a Derry en un personaje más, con voz, memoria y hambre.

La estética visual es otro acierto absoluto. La fotografía de tonos apagados, los colores que parecen filtrados por la melancolía, la música que vibra como un corazón herido… Todo contribuye a esa sensación de estar atrapado en un sueño del que no se puede despertar. Es una serie que no se ve: se respira, se padece, se recuerda.

Y, fiel al espíritu de Stephen King, Welcome to Derry es también una reflexión sobre el mal cotidiano. Sobre cómo los monstruos verdaderos suelen tener rostro humano. Bajo su apariencia sobrenatural, late la crítica social: la intolerancia, la culpa, el silencio cómplice. King siempre supo que el horror es un espejo, y HBO lo ha entendido con precisión quirúrgica.

El resultado es un regalo para los amantes del género. Un regreso al terror elegante, psicológico, que no se conforma con asustar, sino que te acompaña después del final, cuando apagas la luz y todavía sientes que alguien respira detrás de ti.

Welcome to Derry consigue lo que pocas series logran: renovar el miedo sin traicionar su origen. Es una obra construida con respeto, inteligencia y una devoción palpable por la historia del terror. Nos devuelve al lugar donde aprendimos que el miedo puede ser hermoso.

Y cuando el globo rojo aparece, flotando en silencio sobre una calle desierta, comprendemos que Derry no ha vuelto. Nunca se fue.

¡Que la disfruten!

Sergio Calle Llorens

domingo, 26 de octubre de 2025

¡LOS MINISTROS DEL ODIO!


 


Hay un tipo de resentimiento que se disfraza de revolución, una especie de furia moral que pretende salvar al mundo a base de despreciarlo. El odio, cuando se convierte en ideología, huele a moho, a sótano cerrado y a consigna vieja. Y en España, ese olor tiene hoy nombres propios y discursos en streaming.

Pablo Iglesias y Pablo Echenique son, en el fondo, dos sacerdotes del rencor. Ambos se nutren del odio como otros del incienso: lo inhalan, lo predican y lo reparten en dosis diarias a sus fieles digitales. Dicen luchar contra el poder, pero lo único que combaten es su propio reflejo. Y eso —ya lo decía Nietzsche— termina por deformar el alma: quien combate monstruos corre el riesgo de convertirse en uno de ellos.

Iglesias, que se autoproclamó heredero de Gramsci y acabó en los platós haciendo de sí mismo, habla de “reventar a la derecha” como quien invita a una cruzada moral. Echenique, por su parte, defiende dictaduras caribeñas con la alegría de quien no ha tenido que hacer cola para comprar pan. Ambos son hijos de una misma rabia estética: la del que no soporta que el mundo no encaje en su teoría.

El odio político tiene algo de cine malo: los buenos y los malos están definidos de antemano, la trama no admite matices y la emoción se confunde con el ruido. En su versión más reciente, el guion recuerda a V de Vendetta, pero sin máscara ni elegancia, solo con mucho Twitter.

Históricamente, el odio ha sido siempre el combustible de los mediocres. Lo usaron los jacobinos para justificar la guillotina, los fascistas para llenar los trenes, los comunistas para vaciar las cárceles. Todos creyeron que odiaban por una causa noble. Ninguno entendió que el odio solo destruye lo que toca, incluso a quien lo abraza.

En filosofía, Aristóteles decía que el odio no busca corrección, sino aniquilación. No quiere convencer, quiere borrar. Por eso el discurso del odio es tan adictivo: da sensación de poder, pero deja vacío el corazón. Lo sabía también Hannah Arendt cuando observó que los regímenes totalitarios no se construyen solo con miedo, sino con resentimiento. El odio organiza, da pertenencia, ofrece una identidad a quien no sabe quién es.

Iglesias y Echenique son, en el fondo, dos tristes. Dos hombres que han hecho del resentimiento un oficio. No odian por amor a la justicia, sino por necesidad de sentirse importantes. Les pasa lo que a Anakin Skywalker antes de ser Darth Vader: confunden la ira con la fuerza, la venganza con la justicia, el poder con la verdad. Y así terminan, respirando con dificultad bajo la máscara del héroe caído.

Pero el odio tiene fecha de caducidad. Se agota, como los discursos de mitin o las causas impostadas. Lo hermoso —y esto lo aprendimos de Chaplin en El Gran Dictador— es que la bondad siempre encuentra su camino. Entre tanto grito, alguien enciende una vela, escribe un poema o cuenta una historia verdadera. La esperanza, al fin y al cabo, también es una forma de resistencia.

Por eso no puedo odiarlos. Me dan pena. Pena sincera. Porque vivir odiando debe de ser un infierno más triste que todos los que Dante imaginó. Mientras ellos lanzan consignas como piedras, yo prefiero seguir creyendo en la risa, en el vino compartido, en el periodismo libre y en la palabra que consuela.

El odio es ruido. La libertad, en cambio, es música.
Y aunque ellos desafinen, algunos seguiremos tocando.

¡Won´t get fooled again!

Sergio Calle Llorens

viernes, 24 de octubre de 2025

¡EL PERIODISMO LIBRE NO SE ARRODILLA!

 



Hubo un tiempo —quizá el último instante en que la tinta olía a pólvora y no a notas de prensa— en que los periodistas eran buscadores de verdad, no community managers del poder. Aquellos hombres y mujeres, con gabardina, cigarro y una máquina de escribir como única trinchera, destaparon los sótanos del poder y obligaron a un presidente de Estados Unidos a renunciar entre las sombras del escándalo. Se llamaba Watergate, y sus héroes no llevaban corbata ministerial sino dignidad en los bolsillos.

Hoy, en cambio, el ministro de Justicia español pretende que el periodismo se arrodille. Que los cronistas bajen la voz, que los medios sean obedientes perros de compañía del Gobierno, que el oficio de contar lo que molesta se convierta en delito de lesa majestad. No hay mayor amenaza para la democracia que un político con complejo de censor y alergia a la libertad.

Mientras tanto, el presidente Sánchez intenta dar lecciones de ética desde su púlpito de espejos, hablando de regeneración moral mientras su partido sigue oliendo a EREs y subvenciones desviadas con la misma fragancia que una vieja caja fuerte andaluza. Y como si la historia fuera una comedia de enredos, sus familiares más próximos aparecen en titulares judiciales como si se tratara de figurantes de El Padrino, pero sin la elegancia de Coppola.

El ministro, ese sacerdote de la corrección, cree que puede dictar qué es periodismo y qué no. Ignora que la libertad de prensa es una fiera vieja y sabia, que ha sobrevivido a dictadores, inquisidores, censores y ministros con ínfulas de salvapatrias. Que por cada redactor amordazado, surgen cien con la pluma más afilada. Que los periódicos libres no necesitan subvenciones ni favores, solo lectores con memoria y coraje.

Porque el periodismo libre no se alquila ni se arrodilla. Se emborracha de verdad, aunque duela, y escribe lo que ve, no lo que conviene. Es hijo bastardo de la literatura y la desobediencia, primo hermano de la poesía y del desacato. No necesita credenciales ni bendiciones: le basta con una pregunta y una conciencia.

Recuerdo una escena de Todos los hombres del presidente: Hoffman y Redford en la penumbra de la redacción, escribiendo bajo la amenaza del poder, pero con la fe intacta en que la palabra puede derribar imperios. Aquel tecleo era el sonido de la libertad. Hoy, el ruido de los teclados digitales puede ser igual de subversivo, si se usa para decir lo que el poder quiere silenciar.

Así que, señor ministro, si usted cree que puede domesticar la prensa, no ha entendido nada. Somos los gatos de la democracia: nos alimentamos de la basura del poder y, aun así, caemos siempre de pie.

Y a usted, señor presidente, le propongo una tregua: deje de luchar contra su sombra. Si quiere limpiar su partido, empiece por abrir las ventanas, no por cerrar las bocas.

El periodismo libre no necesita permiso. Solo necesita una chispa. Y créame, ya huele a pólvora.

Y mientras el ministro prepara nuevas leyes para domar la verdad, los periodistas seguiremos escribiendo, riendo, publicando, brindando con vino barato y creyendo que la palabra sigue siendo el último refugio de los libres. Porque, al final, siempre gana la tinta.

Y si no lo creen, pregúntenle a Nixon. Está en el más allá, tomando café con los fantasmas de los que pensaron que podían silenciar a la prensa.

Sergio Calle Llorens


martes, 21 de octubre de 2025

¡MORIR COMO THELMA Y LOUISE!

 



A veces los recuerdos pesan como una mochila cargada de piedras. Recuerdos de madrugada. Nostalgia asegurada. Puede ser una canción sacada de la banda sonora vital que me ha ido acompañando. Otras veces es un perfume, o un rostro desdibujado en la lluvia. Siento y sufro. Recuerdo y suspiro. Mi voz es muda, mis gritos insonoros, mi pluma sin tinta. Soy un ser invisible, y para cuando me ven, vienen a hablarme de mi hermano difunto.

Cuando eso pasa, a mi mente llega su imagen en el porche de casa: el tocadiscos pinchando a Pink Floyd y su eterna cara de pillo. Vivió siendo fiel a su filosofía hedonista de vida, y eso es más de lo que se puede decir de cualquiera. Pero nunca discuto con quienes vienen a decirme que su existencia fue demasiado disoluta. Después de todo, cada uno elige su camino, y yo no soy nadie para fiscalizar la vida de los demás. Vivió, bebió, amó y se drogó todo lo que pudo. Yo solo recuerdo… y callo.

En verdad, juzgar es una cosa muy seria, y yo, cuando se trata de fiscalizar, prefiero hacerlo conmigo mismo. Entonces soy implacable y cruel. Siendo justo, no me equivocaría si afirmase —de hecho, lo afirmo— que soy la persona más imperfecta del mundo. Nunca he acertado en nada. Soy como esas nubes errabundas que pasan por el mundo inadvertidas. Un ser insignificante. Un personaje sacado de una película de serie B. Un esperpento andante.

Si a mi bautizo no vino casi nadie, a mi funeral vendrán aún menos personas. Ni he meritado ni he sido comprendido. Mi vida ha sido como entrar a un autobús y que una mujer se moleste cuando le cedo el asiento, y cuando no lo cedo, se me acuse de ser poco solidario.

Como empresario he sido un chiste malo de Canal Sur con sabor a explotador. Como autónomo, alguien al que machacar a impuestos. Sin derechos. Sin esperanza. Sin paro. Sin movimientos. La muerte en vida.

Me pregunto cuál sería el papel a interpretar en los últimos años de mi vida. En qué rol podría ser aceptado por mis iguales; todos mejores que yo. Más altos o más guapas. Más listos o más de todo. A mí no se me ocurre ninguno. Sin embargo, sé —y por experiencia propia— que Dios aprieta hasta que te deja sin aire.

En el asilo no me veo. En el cementerio tampoco, porque no vendría nunca nadie a poner flores en mi tumba. De fantasma, menos aún, porque sería un puto sátiro y no pararía de provocar poltergeist. En la cruz, como crucificado, ya tengo mucha experiencia. No sé… A mí lo que más me pone, lo que me la pone durísima como una piedra, es el papel de atracador de bancos.

Sería épico entrar en una sucursal y decir aquellas cosillas de Geena Davis en Thelma & Louise:

Good morning, we’re not giving you this money, so just hand it over, okay?
Alright, just stay cool, ladies and gentlemen, and nobody gets hurt!
I robbed the store! I was real polite, too! I said, “Thank you.”

Y ya puestos, si me lo permiten, quisiera terminar como las protagonistas de ese film. Porque no es una caída: es un vuelo. En el instante en que, acorralado por un mundo que juzga y persigue, elijo, como ellas, la única forma de ser verdaderamente libre: desafiar la gravedad y el destino.

El coche suspendido sobre el vacío no se precipita: se eleva como un pájaro hecho de polvo y gasolina, una metáfora ardiente del coraje y la amistad. En ese segundo eterno no muero: trasciendo.

Cruzo el límite entre la tierra y el mito, entre la culpa y la eternidad, y me fundo con el horizonte como un relámpago de dignidad y belleza.
El abismo no me traga: me consagra. No encuentro otra forma mejor de irme de este mundo

Sergio Calle Llorens

viernes, 10 de octubre de 2025

¡OPERACIÓN MASAJE: CRÓNICA DEL PSOE HÚMEDO!

 



A veces me pregunto qué habrían pensado mis padres si yo les hubiera dicho que su futuro consuegro se dedicaba al negocio de las saunas. Ya saben; al estilo del padre de Begoña Gómez, cuyos negocios eran muy conocidos en la capital del Reino y, ahora, en toda España. En verdad, imagino el momento en el que “el amado líder” de la Cadena SER le confesó a sus progenitores:

—Papá, mamá, mi suegro se dedica al negocio más antiguo del mundo.

No sé yo, pero mi madre me habría preguntado si el tipo era chapero, y mi padre, por su parte, habría puesto el grito en el cielo.

También me gustaría saber qué habrían dicho mis hijos si hubiesen descubierto que su padre se gastaba el dinero público en mujeres de vida alegre. Ya saben, al estilo de Ábalos. Afortunadamente, mis vástagos no han tenido que pasar el bochorno de tener a un padre de esa calaña. A mí las pilinguis no me van, y mi vicio más secreto es el consumo de cerveza frente al Mediterráneo. Imagino que llegará el momento en que la descendencia del exministro de Transportes se cuestione la poquísima vergüenza de su padre.

—“Soy feminista porque soy socialista” —decía en un vídeo “el progresista” don José Luis Ábalos.

El otro día, cuatro personas hablaban en un bar sobre el tema mientras dos del PSOE se hacían los ofendidos.

Esta es la misma historia que ocurría con los de la secta del capullo en la taifa del sur: ese dinero gastado en cocaína y prostitución a cargo del contribuyente. Sorprendentemente, todos estos pájaros de mal agüero se ponen espléndidos a la hora de defender la ilegalización del oficio de aflautadoras de miembros. Sin embargo, yo encuentro que las señoras putas aportan más a nuestra sociedad que los votantes y políticos del PSOE. Al menos ellas hacen reales las fantasías sexuales de sus clientes. Sólo es cuestión de negociar el precio.

En cambio, los de la Rosa Nostra dan por culo al personal a todas horas y, encima o debajo, nunca negocian el precio. Ellos te penetran analmente sin vaselina, sin piedad, sin pedir permiso. Please, rush me to the burn unit.

Vivir bajo el yugo del PSOE es una violación que nadie —salvo los cuñaos ibéricos— quiere repetir por dolorosa, frustrante y cara.

A resultas de todo esto, pienso que los políticos de izquierda se rigen por la misma moralidad que en las saunas que regentaba Sabiniano Gómez Serrano. También considero que es una pena que el cuñado de Vergonya Gómez —hoy imputada por varios delitos gravísimos— haya tenido más talento para vivir del cuento que para componer una opereta llamada…

Opereta para putas y progres.

Sergio Calle Llorens

miércoles, 8 de octubre de 2025

¡VIAJE AL CENTRO DEL POSTUREO!

 



Si Julio Verne levantara la cabeza, probablemente se habría inscrito en la Flotilla española rumbo a Gaza. “Veinte mil leguas de postura en el mar”, habría titulado su diario de a bordo. Porque lo que salió de España no era un barco cargado de ayuda humanitaria, sino un flotador de ego inflado con aire de Instagram y buenas intenciones mal calibradas.

La escena tenía todos los ingredientes de una comedia absurda: personas con más pasión que planificación, líderes locales intentando hacerse héroes en la foto del desembarco, y voluntarios que parecían haber confundido la brújula con un filtro de Snapchat. Ada Colau y compañía aparecían como extras de los Hermanos Marx: uno se pregunta si la escena final consistirá en un número musical con sombreros imposibles y diálogos ingeniosamente contradictorios.

Los vuelos de regreso, pagados —oh ironía— por contribuyentes, confirmaron la sensación de que estábamos ante un híbrido entre Viaje al centro de la Tierra y La vida de Brian: un viaje épico en teoría, tragicómico en la práctica. Lo más sorprendente es que, a pesar de la ausencia de camiones de ayuda, la flotilla generó titulares gloriosos, debates en redes y memes para todos los gustos. Todo un festival de postureo internacional.

Si uno se detiene a pensar, incluso el cine de los años dorados tenía menos exageración. Imaginen a Humphrey Bogart y Peter Lorre intentando organizar cajas de ayuda mientras John Cleese les susurra chistes sobre logística humanitaria: la mezcla es tan surrealista que casi se agradece la poesía involuntaria de la escena.

Literariamente hablando, podríamos escribir páginas y páginas sobre este viaje: crónicas de buenas intenciones naufragando entre selfies, discursos pomposos y anuncios en redes sociales. Pero la moraleja es sencilla: cuando la realidad se disfraza de epopeya, el resultado a veces es un vodevil de tres actos, con banda sonora de aplausos y hashtags que nunca llegarán a puerto.

Y mientras el mundo mira, algunos héroes de pacotilla descubren que la verdadera ayuda empieza por no confundir la cámara con un salvavidas. Porque, como dijo Groucho Marx, “Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”.

Sergio Calle Llorens


miércoles, 1 de octubre de 2025

¡BESOS EN VÍA MUERTA!

 



"El problema de tener el corazón blando es que siempre acaba sangrando."
— Raymond Chandler

En la confluencia de las líneas uno y dos del Metro de Málaga, contemplo a una joven pareja apresurarse para subir al vagón en la estación de El Perchel. Ella es morena, alta, de labios carnosos y con unos ojos negros tan hondos como la noche. Sus piernas, largas como la cuesta de enero, completan el cuadro de Romero de Torres. Él, en cambio, es anodino: cabello castaño, rostro sin relieve, un chico corriente.

Al entrar, se colocan frente a frente. El muchacho la mira embelesado, acariciando su rostro con ternura, como si quisiera memorizar cada pliegue de su piel. Ella, en cambio, sostiene la mirada triste, apagada, ausente. No hace falta ser experto para entenderlo: cariño sí, amor ninguno. El lenguaje corporal lo delata sin piedad.

Él habla; ella calla, con los ojos perdidos, fijos solo cuando se cruza alguien más atractivo que su novio. Al pobre le quedan dos telediarios para que lo envíen al país de los corazones rotos, con billete de ida. Y yo, al observarlos, siento un golpe de tristeza. También estuve en su lugar. También fui, alguna vez, como esa muchacha.

Por un momento deseo levantarme y advertirle al chico que ni a las jóvenes ni a las maduras les gustan demasiado los muchachos buenos. Prefieren la incertidumbre, el filo de la herida. No hay que decirles que las quieres, ni dejar que sepan cuánto poder tienen sobre ti. Pero la voz metálica, en español e inglés, anuncia la llegada a Carranque y me arrastra a mis propios recuerdos. No mejores ni peores, simplemente pretéritos, cuando yo también creí que el primer amor duraba para siempre.

El desamor no es justo, pero tal vez sea necesario. Después de todo, un hombre no está terminado hasta que no lo acaba una mujer. Y ese joven está a punto de descubrirlo.

En la risa del enamorado escucho el eco de los años futuros: perfumes que lo perseguirán, canciones que lo arañarán, atardeceres que le recordarán lo perdido. Todo evocará a la muchacha que lo dejará atrás.

Él vuelve a besarla con ternura, ignorante del mundo que se le viene encima. Llegan a su estación y se alejan. Quise levantarme y darle un abrazo, pero ya era demasiado tarde. Para él… y para mí.

Porque los últimos besos que merecieron la pena se quedan siempre en la memoria, como esas escenas de cine que uno nunca olvida. “Siempre nos quedará París”, decía Bogart en Casablanca. Solo que, para el muchacho del metro, su París será cualquier rincón del recuerdo al que ella nunca regresará.

Sergio Calle Llorens