Dice una
amiga que yo he vivido, luchado y corrido más peligros en los últimos cuarenta
años que la mayoría de mis iguales en una docena de vidas. Después de todo, afirma, yo he sido escritor maldito
de libros proscritos. Poeta satírico y burlesco. Espadachín de lances
oscuros en Castilla la Nueva. Azote de los corruptos de la secta del
capullo. Cronista de lo imposible. Testigo de la caída del muro de Berlín.
Aventurero que huía en Rumanía tras la ejecución sumarísima de los Ceausescu
o cómo coño se escriba el apellido de esos dos hijos de la grandísima puta. Amante de lenguas muertas y de mujeres vivas.
Presidente de la Orden maldita de los Caballeros de Alborán. Aprendiz de
todo y experto de nada en Escandinavia. Soñador en Italia. Bardo
en Irlanda. Pirata en el Mediterráneo.
Naufrago en las ciudades sin mar. Enemigo del Estado del malestar. Emprendedor
que hizo propio la máxima de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo.
Detective que seguía el rastro de Jack el Destripador por las calles de Whitechapel.
Caballero español con mujeres de ojos rasgados que me acompañaron desde el
oriente hasta mi ocaso. Políglota al que le fue esquivo el lenguaje del amor. Guardián
del Cementerio a la hora del crepúsculo. El mío. Centinela del legado de Buddy
Holly y del Rock and Roll más canónico. Rebelde con causa y sin ella.
Le contesto
afirmativamente con una ligera sonrisa mientras mi mirada se pierde en un mar dominado
por el viento de poniente. Estoy agotado. Tengo el cuerpo destrozado y el corazón hecho añicos, pero no digo nada. Simplemente
echo la vista atrás sin echarme en los brazos de esa dama llamada melancolía.
Un rato después, que a mí me parecen segundos fugaces, me pregunta a qué época
de mi vida me gustaría volver. Le respondo qué a ninguna, aunque es una mentira
tan grande como la cabeza alienígena del periodista de cuyo nombre no quiero
acordarme. En verdad, si hubiera una maquina del tiempo volvería una y otra vez
a la dulzura de 1986 para pasear por las calles de Pedregalejo y disfrutar
por última vez de sus garitos con sus fiestas, sus tribus urbanas y sus locuras. Sólo
sería una noche. Poco para una década,
pero todo para un servidor que conoció las mieles de amor a dos cañas del mar.
Imposible olvidar. Imposible olvidarla.
Sergio Calle
Llorens