Soy el único
escritor de España al que echaron de una revista digital por criticar a VOX
en un artículo. Mucho ha llovido desde entonces. Solo mi legendaria modestia me
ha impedido hablar abiertamente del tema. Hasta hoy, claro. Porque en este día
me siento con fuerzas suficientes para comentar el ascenso innegable de la
formación de Santiago Abascal.
Los
socialistas pensaron, equivocadamente por supuesto, que hablando del peligro de
la ultraderecha y subvencionando bodrios del cine español estaba todo hecho. Al
contrario. Era la munición que necesitaba VOX. La gasolina para
alimentar la máquina.
A cada frase
e insulto dirigidos a los verdes, los jóvenes adolescentes comenzaban a sentir,
más que nada por sus compañeros de pupitre llegados del Magreb, que existe más
odio hacia cristianos, judíos, mujeres y homosexuales en una mezquita salafista
que en el ideario de VOX.
Para un
joven, apoyar a VOX es como ser punki en los felices años ochenta. Una
forma de rebeldía. Un corte de manga a las autoridades. Un grito descarnado en
la noche. Hacerle la peseta a esa profesora tan pesada que insistía en no
permitir la bandera de España cuando la selección jugaba la Eurocopa.
Para un
agricultor, en cambio, es un voto casi obligado por la locura de las
regulaciones de la Unión Europea aplicadas a sus productos: impuestos,
restricciones y todo tipo de putadas, mientras dejan pasar productos
marroquíes. De hecho, Abascal y los suyos solo han tenido que tocar esa
fibra y todo el campo extremeño es suyo. No es que crean que el líder del
partido al que votan sea la reencarnación de Santiago Apóstol, sino que
el tomate marroquí es uno de los jinetes del Apocalipsis.
Para un
autónomo sufridor o pequeño empresario, VOX no es la esperanza, sino un
voto protesta. Un desafío al PSOE, que los machacaba a impuestos
mientras el hermano de Pedro Sánchez argumentaba que vivía en Portugal
para no cumplir con sus obligaciones fiscales en España. Lo pudo hacer
con unas pruebas totalmente endebles y, pese a ello, la Hacienda de la señora
Montero no investigó ni cuestionó los datos presentados por el imputado
hermanísimo. La prensa amiga mira para otro lado, el autónomo se cisca en los
muertos de la secta del capullo y de los turiferarios del régimen. Así se
explica el auge de VOX, cuyo cohete parece ya imparable.
Sí, yo
critiqué mucho a VOX, pero les entiendo y les respeto más que a esa
secta del capullo que nos lleva siempre al desastre. La vida, después de todo,
es una continua elección. Y a veces erramos. Es como elegir a Joan Peñarroya
como entrenador principal del Partizan de Belgrado tras la marcha de Zeljko
Obradovic. Como cuando el productor te obliga a contratar a la infumable Anabel
Alonso para tu próxima película en sustitución de Jessica Chastain.
Dicho de
otra manera, los votantes de VOX lo tienen claro y diáfano: no pueden
comprarse una casa, no pueden hablar sin ser insultados, los matan a impuestos,
los venden y quieren que acepten el pulpo como animal de compañía. Pues va a
ser que no.
Además, es
que ni siquiera tienen que esforzarse mucho para crecer en la intención de
voto. Basta con ver la tele sanchista un rato: el hombre blanco heterosexual es
un violador en potencia, miles de votos. Pequeño Marlaska manda a la Guardia
Civil a luchar contra el narcotráfico en barcos obsoletos o sin chalecos
antibalas, más votos. Los inmigrantes llegan a nuestras costas de forma ilegal
y los alojan en hoteles de cuatro estrellas mientras los españoles no llegamos
a fin de mes, más votos. Tú, atrapado en un tren de cercanías cada mañana
mientras el ministro hace monerías en Twitter, más gasolina para VOX.
Y así, casi
sin quererlo, el monstruo crece. No porque sea hermoso, ni justo, ni siquiera
especialmente inteligente, sino porque nadie quiso mirarse al espejo cuando aún
estaba a tiempo. Porque era más cómodo señalar al votante que preguntarse por
qué vota. Más rentable moralmente insultar que escuchar. Más fácil llamar
fascista al descontento que asumir la propia responsabilidad en el naufragio.
No hace
falta ser licenciado en óptica para ver la realidad. Basta con abrir los ojos.
Y cuando un país prefiere cerrarlos, no debería sorprenderse de que otros
aprendan a mirar en la oscuridad.
Sergio Calle Llorens
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