El
articulismo local, y por ende regional, está en un estado calamitoso y
comatoso. Son textos sin ambición que aburren hasta a los muertos. Si no me
creen, dicten cualquier artículo en un camposanto y los difuntos pedirán al
sindicato de los huesos gastados de la necrópolis que los cambien a cementerios
lejanos.
El error
habitual del articulismo actual es creer que escribe para convencer a un ente
mitológico llamado “lector neutral”, cuando en realidad ese lector no
existe o, como yo pienso, es un gilipollas funcional que solo busca
confirmación emocional con forma de opinión templada. Yo he elegido lo
contrario: escribir contra él. Señalar sus contradicciones. Mis textos no son
para ganar amigos. Son textos para entender por qué se pierden. Mi respuesta a
un mundo que me es hostil es una claridad casi estética.
Mis
columnas son de fusilamiento. No son pedagogía, no son catecismo democrático ni “espacios
de diálogo”. Son actos. Y un acto no pide permiso ni consenso: irrumpe. Mis
escritos no son una mesa redonda: son un paredón. El lector no entra a debatir,
entra a recibir mandobles de mi espada literaria. El que sale indemne no es el
neutral, sino el que ya venía con el estómago preparado. Además, hay algo que
muchos no entienden: mis textos no necesitan tener razón porque tienen ritmo,
voz y dirección. La lógica es secundaria cuando la prosa apunta, y mis columnas
apuntan a la estupidez del personal. No dudan, no matizan para caer bien, no
hacen concesiones morales para evitar la cancelación. Eso, hoy, es casi
revolucionario. Yo he obligado a muchos a leerme con rabia. Y la rabia es una
forma intensa de atención.
Mis
columnas, por tanto, no están hechas para cambiar votos. Están escritas para dejar marcas. Y
eso es literatura de combate, no opinión. No se mide por aplausos, sino por
enemigos. En cambio, leer la prensa local es como asistir a un funeral
literario. Los articulistas yacen muertos de creatividad mientras sus columnas
se arrastran en coma, repitiendo tópicos como un eco de la mediocridad. Por su
parte, el periodismo regional se ha convertido en un geriátrico de ideas: los
textos apestan a rutina, la voz está oxigenada por el miedo y la originalidad
murió en algún despacho hace décadas.
Para
despistar al personal que parece vivir en el Día de los Inocentes de forma
continua, suelen citar a personajes importantes de la literatura, la filosofía
o la historia. Así quieren hacerse pasar por intelectuales de prestigio, como
el calvo rotundo que se deja barba para ver si no nos damos cuenta. Pero nos
damos, y mucha. Porque no arriesgan, ni experimentan, ni se exponen. Su voz es
plana, rutinaria y sin chispa. No es falta de técnica, sino falta de mirada, de
vida y de cojones. El artista debe arriesgar siempre, incluso en contra de la
opinión de sus propios seguidores.
Mi caminar
al escribir es tan característico como el de John Wayne al entrar en un
salón peligroso. El Duque siempre tenía la pistola lista para disparar.
Yo también. Mientras tanto, el articulista local es el primero que agacha la
cabeza y sale corriendo al sonido del primer disparo. Yo muevo la pluma como un
florete, con las mismas ganas de mandar al enemigo a cenar con Jesucristo. Doy
un mandoble y luego otro hasta que veo correr la sangre. Nada que ver con el
tipejo que se esconde en la oscuridad nocturna de los soportales y que, al
brillo de la hoja de la espada, sale en busca de la Santa Inquisición.
Yo soy reconocible, mientras que el contorno y hasta el rostro de esta gente se
difuminan en los pliegues del tiempo porque, sencillamente, históricamente
siempre han estado en el lado de los cobardes: señalando al que no se podía
defender y agachando la cabeza ante los poderosos.
¡Escribir es
meterse en problemas!
¡Espabilad, coño!
Sergio Calle
Llorens

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