miércoles, 25 de noviembre de 2020

¡JUNTO A LA MAR!

 



Hoy se ha levantado un día brumoso que empapa con su humedad las casitas blancas del pueblo mediterráneo donde habito. Poco a poco, una neblina azulada va trepando desde la mar alcanzando mi balconada que me hace de atalaya al alba. En mi mirada circundante observo una boira viscosa que, imagino, entorpecerá el avance de esos barquitos que prendían sus luces en la mar allá por la madrugada.  Hace un frío de alambique en casa.

Sí, la mañana se ha levantado con cielos plúmbeos y brumas trepadoras. Yo, por cierto, me acuesto de nuevo. No estoy cansado. De hecho, he descansado bien pero no quisiera importunar demasiado los negocios y quehaceres habituales de los lugareños. A lo lejos, aúlla un perro como en una letanía punzante. Lo oigo, pero, insisto, yo ya sólo me guío por la llamada de los pliegues de mi cama. Mi paseo por los acantilados de Rincón de la Victoria se demorará el tiempo justo para que esta gente me monte las calles.

El sol aparece tímido tras la persistente niebla que en Málaga llamamos el taró. Un término fenicio. Avanzo por estos caminos hasta alcanzar la playa. Pero la mar ha desaparecido. La calima lo cubre todo. Escucho el arrullo del mar con sus olas rizadas llegando fielmente a la orilla. Oigo la bocina de un barco a escasos metros de la Playa de los Rubios que debe su nombre a unos náufragos escandinavos que terminaron esposándose con las chicas del pueblo. Unas hembras rollizas de pechos nutricios y miradas arrebatadoras. Espero que la niebla no termine arrebatando la vida a los pescadores que hacen sonar sus bocinas alertando de su presencia a otras embarcaciones. Creo advertir desde la orilla una popa, pero de nuevo la neblina lo engulle todo. Sencillamente la escena me parece una ilusión y hasta la banda sonora de las gaviotas se me antoja amenazadora.

Después de una tregua vuelve la bruma al Rincón de la Victoria. En esta húmeda estación el viento empuja la hojarasca hacia todos los rincones de este singular pueblo. Un lugar en cuyas calles no se observa el paso del tiempo y todo queda detenido. Por momentos siento que esta población sigue anclada en 1988 y, como aquella película del día de la marmota, sus habitantes repiten sus quehaceres y hasta las conversaciones hasta el final de los tiempos. Nada cambia y todo permanece inmutable; hasta las opiniones. Lo que más valoro de este lugar es el silencio que reina. Especialmente en el invierno en cuyas noches enmudecen hasta las ilusiones de sus moradores. En los jardines sólo se oyen la oración de los jazmines que aguardan la finalización de la estación. La yedra, por su parte, abraza a las enredaderas con la fe del converso. Yo también me entretengo con la observación de la madrugada. Me alegra estar lejos del tórrido verano. El frío, después de todo, civiliza mi espíritu. La calma se incrementa por los rescoldos del fuego. El jardín de sombras de mi vida es ajeno a la luz que ahora reina en mi alma bañada por el mar y regada por generaciones de moscatel. Sueño con la lluvia purificadora. La senda del cansancio inicia su escalada hacia mis ojos que comienzan a entornarse.

Azulea la mañana dejando atrás la bruma y la turbiedad del alma. Mi desayuno se compone de panecillos untados de paté con champaña y zumo de naranja de Alhaurín. Refulge la mar que contemplo desde mi casa. De pronto mi vista se detiene en un cuadro de Mariscal. Un pintor de marinas cuyos restos mortales reposan en el coqueto camposanto de Rincón de la Victoria. La marina que admiro, tras dar otro bocado al panecillo, es una noche de tormenta. El cielo alcanza un zenit lumínico por los relámpagos que aparecen en la parte central del cuadro donde señorea el temporal. A la orilla arriba una ola con un empuje sin réplica. El pintor, seguramente, pudo captar el Mediterráneo con sus contrastes nocturnos en una noche pasada por agua. La pintura, por cierto, la heredé de mi padre y me devuelve a los años felices de mi infancia. La marina araña recuerdos perdidos de otros tiempos. La rueda desgobernada del pretérito es muy caprichosa.  Sé que el cuadro conecta, y muy bien, por cierto, con mis miedos infantiles que destronaban mi seguridad en el hogar familiar. Una fría madrugada en la que la inmensa patria salada arreciaba la playa con sus olas. La pintura es tan buena que a mi cabeza acude como un eco del pasado el sonido de los truenos. Tal vez también el pintor sintió ese terror atávico escuchando la tormenta en una larga noche de invierno. El pensamiento horada la calma chica que tanto anhelan los marineros. La pintura seguirá colgada en mi pared hasta que Dios me descuelgue de este mundo. Súbitamente un halo de tristeza me embarga. Busco un bálsamo para las heridas que refulgen en mi piel como esos relámpagos que tan maravillosamente pintó Mariscal.

Febrero ha traído una madrugada ventosa a estas orillas. Tiene la borrasca forma de mujer: Helena. No hay dos inviernos iguales, pero siempre es la misma sensación cuando la ventisca choca contra la ventana arrastrando con ella cientos de gotas de lluvia; pánico y desconfianza. Oigo, desde la seguridad de mi cama, caer dos tejas al suelo desde una casa cercana. Me acurruco bajo el nórdico porque la nórdica dormita a mi lado ajena a mi espanto. Me abandono a la desmedida lucha de los elementos. La mar parece tener la intención de recuperar sus zonas querenciosas. Me consuelo pensando que mañana tengo paseo campestre y que el Mediterráneo, en esta época del año, está frisado de almendros. Árboles con flor blanca o rosácea cuyos cuernos de caracol transforman nuestros campos en singulares estampas mágicas. Mañana, si Helena no decide quedarse, entre lloviznas y vientos huracanados, nadie podrá impedir que haga una escapada a los prados. Hasta entonces, la madrugada se viste con el traje infantil de las pesadillas que arrastran las corrientes marinas. Oigo unos pasos en la lejanía que se detienen a los pies de mi cama. Será la lluvia, supongo.

Los almendros se tiñen de rosa. El ambiente es fresco y límpido en las montañas que rodean la localidad. El silencio es rotundo y contumaz. El vino que saborea mi paladar es mágico. La cocina de Málaga sencillamente esconde una sensualidad en el arte de los fogones que bañan unas aguas siempre cercanas entre azules y turquesas.  Al margen de estas estampas que recojo, y como un poseo, en mi cuaderno de campo, vuelvo a la contemplación del paisaje y una idea cruza con celeridad por mi mente: “soy la nada en comparación a este mar”.

Estoy hechizado por estas aguas en cuyo fondo, cuentan los más viejos del lugar, yacen para siempre las esperanzas de los hombres del mar que perdieron la vida en sus aguas. Por eso camino, y a un palmo del mar, por los acantilados del Cantal empapados por los rayos de sol que refulgen en las aguas serenas. Para arribar aquí he pasado por los antiguos túneles del tranvía de la Costa. Máquina de hierro que vomitaba manchas de humo y hacía más ruido que un dragón. A ese trenecito le llamaban “la cochinita”. Ahora los únicos que transitan por estos lares son los caminantes que vienen a empaparse de cultura mediterránea o los corredores. Éstos últimos corren a todas horas sin que sepamos muy bien qué tipo de animal salvaje les persigue. En fin, la gente tiene derecho a elegir la forma en la que se quita la vida. Pero nos desviamos porque en esta pasarela junto al mar sobresalen unas rocas que los paisanos, también conocidos como rinconeros, llaman “la cama de los solteros”. Unas rocas cubiertas por unas coquetas sábanas de algas marinas que, dicho sea de paso, parece haber salido de la mente de un creativo de Ikea. En verdad he estado tentando varias veces en preguntar las causas por los que los naturales de este pueblo marinero bautizaron con este nombre a estas piedras. Pero reprimo mi curiosidad al recordar las pocas ganas que tienen siempre de intercambiar, no digo ya información, sino saludos con aquellos que no hemos nacido en el municipio. Y es que aunque llevo viviendo aquí más de una década, creo que no llega a la docena las ocasiones en la que no me han ignorado por la calle. Como valoro mucho el silencio, Rincón de la Victoria es el lugar perfecto para vivir.

En un atardecer purpura la muchachada intenta cabalgar las olas. El sol, con su luz desmayada, ilumina tímidamente las tablas a las que se suben de un brinco. La escena encierra una metáfora de la vida porque mientras más se caen, menos tardan en levantarse. Rendirse no es una opción aquí. La operación requiere colocarse al albor de la corriente marina dando las brazadas que actúan como remos. Declina la atardecida en la Playa del Rincón de la Victoria, la más larga de la Costa del Sol con sus siete kilómetros que llegan hasta la Cala del Moral. A esta hora los lugareños y forasteros se sientan en las terrazas del extenso Paseo Marítimo, o en sus bancos, y hasta en el mirador, junto a la torre vigía de los acantilados del Cantal. Creo que al ver a estos muchachos cabalgando las olas rizadas me doy cuenta de la primera característica de mis paisanos; ir siempre a contracorriente. Prende una luz en el cielo y una jábega torna de su navegación. Entonces me asalta una duda; ¿cómo se puede vivir sin mar?

En la Playa del Rincón de la Victoria hay una pequeña hornacina tras la que reina la Virgen del Carmen, patrona de los hombres del mar, que sale en procesión el 16 de julio. Una tradición marinera que tiene su culmen cuando los hombres y mujeres transportan a la Señora a una embarcación para que bendiga las aguas. Para ir a presentar los respetos a la Virgen del mar hay que acceder por un coqueto camino empedrado protegido por vallas de madera. Allí acuden los peregrinos para rezar con la banda sonora de las olas haciendo compañía. A unos quinientos metros, y en alto, se encuentra la torre vigía que luce sus mejores galas de noche cuando prenden sus luces, vigilando eternamente los atardeceres cárdenos. Pero hoy no se ve un alma. Al parecer, existe el rumor que a estas horas no están puestas las playas. Sin embargo, en la fina arena descubro a un señor sentado en bañador pese a que todavía no pega con fuerza el Lorenzo. El tipo está leyendo un ejemplar del Diario Sur en alemán. Es rubianco, orondo y tiene la espalda cubierta de pecas. El tudesco parece ajeno a lo que sucede a su alrededor. Bien mirado, no pasa absolutamente nada, salvo la marea que ha comenzado a retirarse de la arena. El hombre jura en la lengua de Goethe contra la prensa. Quisiera decirle que el periodismo no es reportar que Fulanito dice que llueve y que Menganito afirme que hace sol, sino que consiste en sacar la cabeza por la puta ventana para determinar quién dice la verdad. Eso implica tomar riesgos y posicionarse del lado de los contribuyentes que no tocan poder. Algo que, en términos generales, el periodismo comarcal no está dispuesto a asumir. Hay articulistas y gacetilleros que no responden a los lectores que, un día sí y otro también, compran sus periódicos, sino a la publicidad institucional que contratan en sus medios aquellos responsables políticos a los que ellos deberían fiscalizar en el ejercicio del poder. El periodismo, por tanto, se ha transformado en un acto de relaciones públicas. Parece que una inmensa mayoría ha olvidado aquella columna que Walter Winchell escribió en 1930:

“¡Cuando un hombre quiere mantener algo fuera del papel es buena noticia. Cuando lo quiere publicar, es pura publicidad”!

Tal vez estos supuestos periodistas ni siquiera hayan oído hablar del bueno del señor Winchell. Es más, la frase anterior se la suelen atribuir a George Orwell. Por eso hoy las columnas de opinión, antes de fusilamiento, son de un infantilismo desordenado. Incluso en la crítica no se atreven a mover la pluma como la espada no vayan a herir la sensibilidad del lector y, muy especialmente, del que paga su hipoteca. Los periodistas hoy no sirven para ayudar a los ciudadanos a serlo, sino a convertirlos en miembros del rebaño de los desinformados. La pluma, que en otro tiempo llegaba donde el acero no alcanzaba, se ha quedado sin tinta y sus propietarios sin vergüenza. Sí, aquel periodista español tenía razón; “la indiferencia es el encefalograma plano del periodismo”, tan plano como el mar que ahora contempla el tudesco tras meter el periódico en su bolsa de playa. Tal vez la mejor utilidad de los noticieros sea el de colocarlos en el suelo para que el papel proteja de la pintura cuando encalamos nuestras viviendas. Y es que se nos antoja harto complicado encontrarles otra utilidad en los tiempos que corren.

Desde mi atalaya contemplo el Mediterráneo que está la mar de bonito. Unas aguas tranquilas y sosegadas. Ni rastro del intenso turquesa del día anterior en las playas del municipio. El sol, arriba, brilla tenuemente. En la mar veo una jábega cuyos remeros parecen haber desayunado fuerte a tenor del ritmo que marcan. Junto a la embarcación fenicia se levantan unas espumas blanquecinas. De pronto, el vuelo de un pájaro dibujando elipsis me hace volver la vista hacia los prados cuyo color es el verde por las frías lluvias del otoño. No escucho el arrullo del mar sino los cantos de las aves que se mezclan con los gritos de los niños jugando en el patio de un colegio cercano. Ni en la matanza de un cochino había oído alaridos tan fuertes. De pronto, a mi mente la cruza un pensamiento cargado de angustia; ¿Cuántas de estas criaturas terminarán en tristes trabajos el día de mañana? Cajeras de supermercado, tenderos de barrios, abogados. ¿Cuántos de ellos serán moderadamente felices? ¿Cuántos abrazarán el mal camino porque, tal vez, no hallarán nunca el bueno? Creo que la mayoría tendrá que enfrentarse al peso de las injustas leyes que hacen los hombres. Sólo de pensarlo se me encoge el corazón. Quizás todos estos niños tornen sus ojos a este día dichoso en que jugaban felices en un patio de colegio, y un servidor contemplaba la escena con un mar bello y sosegado al abrigo de la brisa marina. La jornada en la que la melancolía me empujaba a olvidar la bruma violeta que cubría estas orillas cuando mis seres queridos se fueron para siempre, por aquello de que siguen cayendo las hojas del calendario. 

!Año de reflexiones!

Sergio Calle Llorens

martes, 17 de noviembre de 2020

¡LA SENDA LITORAL!



Málaga cuenta con 180 kilómetros de senda litoral. Un paseo unido por pasarelas de maderas junto al Mediterráneo que parecen mecer al viandante al ritmo de las olas rizadas.  Pueblo a pueblo el caminante conoce mágicos lugares entre las doscientas nacionalidades que conviven en la provincia.  Y todo a través de estas puentes que van desde el Balcón de Europa en Nerja hasta el castillo de la Duquesa en Manilva. Suelo caminar mucho por los senderos de esta simpática senda. A veces en esta ruta andarina me topo con muchos escandinavos corriendo, vaya usted a saber por que.  La vigorexia, en todo caso, merece un capítulo aparte. Hoy, sin embargo, además de con escandinavos me he tropezado con una estantería repleta de libros escritos en diferentes lenguas. Como soy del gremio de escribidores no he podido reprimirme y, sin dejar de mirar de soslayo a la mar, he ojeado las páginas de mis colegas de profesión.

 El primero que cae en mis manos es un ejemplar sorprendente de Aarne Haapakuskei. Un escritor fines cuyos restos mortales descansan en el cementerio inglés de Málaga. Estamos ante un autor de novela de ciencia ficción que creó un robot llamado Atorox. En la actualidad, el premio finlandés lleva el nombre del robot. Dicen que todas sus creaciones literarias las firmó con el seudónimo de The outsider. Al hojear este libro escrito en finlandés me viene a la memoria el hecho de que no hay ninguna obra suya traducida a la lengua de Cervantes. Ni siquiera las aventuras de su detective Klaus Karma Karin. A mi mente cruza la idea de llamar a mi editor para que se anime y le haga justicia a mi compinche del norte sacando una versión en español. La idea se desvanece tan pronto como ha venido. Ahora mi atención está centrada en la obra Tikaria, libro que quedó finalista en el Premio de Novela Nórdica de detectives de 1938 y publicada en 1941. Esta aventura dio lugar a dieciocho títulos más. ¿Quién habrá tenido el detalle de colocar estos libros en esta estantería de la senda litoral?

El libro que hace de vecino al título de the outsider es el Diablo  en los ojos de Jaques Cazotte, que viene a ser una extraordinaria novelita acerca de los amores sobrenaturales del capitán español Don Álvaro y Blondetta. Un militar que se lanza, como una bella señorita en el mar que tengo a mi siniestra, en las aguas de lo sobrenatural cautivado por el espiritismo. Una trama rica en misterios en la que el autor juega con lo terrorífico sin llegar a abusar del mismo. Un texto cargado de simbolismo que antecede al género gótico. El Diablo en los ojos fue escrito en el siglo XVIII. Una centuria volcada en el esoterismo iluminista que fue creado, o eso leí en algún tomo de mi singular biblioteca, para que la luz y las tinieblas morasen juntas. Una fantasía prendida de la luz que luego imaginaron genios del terror como Lovercraft y Poe.

 Es curioso pero mirando estos libros, y junto al mar, me doy perfecta cuenta de que gracias al autor francés abracé a los clásicos anglosajones del género. De pronto mi reflexión se detiene al percatarme de lo que tengo entre mis manos; “Le diable amareux” que retoma la traducción de Luís Alberto de Cuenca publicada en 1981 con prólogo de Borges. Un libro realmente atractivo que coloco en mi mochila porque tengo la pretensión de hincarle el diento más  tarde. Recuerdo también las extraordinarias ilustraciones de Edouard de Beamont (1845) que nos transportan a ese mundo onírico de las oscuras calles venecianas y a los hechizados cortijos extremeños. En definitiva, una Italia de ensueño y una España espectral. Al sumar todos los elementos de esta novela logramos un volumen exquisito lleno de misterio que se nutre del combustible con el que se forjan este tipo de creaciones literarias. 

Yo, que siempre he sido un tipo de pocas aspiraciones, sólo ambiciono ser leído por millones. Mi afición por la literatura de misterio nació cuando, como el autor inglés MR James con los suyos, narraba historias de fantasmas a mis parientes y hallé el placer de ver el miedo reflejado en sus rostros. Pero ahora tengo varias preguntas y casi ninguna respuesta: ¿Cuántas noches soñé con escribir relatos de terror junto al Mediterráneo? ¿Cuántas madrugadas me zambullí en las páginas heladas de historias pelopínchicas? ¿Cuántas veces imité el estilo de este escritor victoriano llamado Montaigue Rhodes james? ¿Cuántos crepúsculos sentí el terror reptando por el suelo de mi habitación? Y mientras pienso en las noches vestidas de penumbra, la luz de la senda litoral me recuerda que ser malagueño significa ser ciudadano del mundo porque hemos bebido en las fuentes de las doscientas nacionalidades que conviven aquí. Por tanto,  al comprobar que el color de nuestra sangre es el mismo que el de la tinta vertida en estos libros colocados estratégicamente en una estantería de la senda litoral, uno encuentra algo parecido a una nacionalidad universal.

Sergio Calle Llorens


 

viernes, 13 de noviembre de 2020

¡REFLEXIONES MARINAS!

 



Contemplo la visión de la bahía malagueña con sus aguas quietas y cristalinas. A poniente se vislumbran dos imponentes cruceros que parecen cruzar miradas con los lugareños que contemplan la majestuosidad de esas embarcaciones que no paran de traer turistas a la Ciudad del Paraíso. Bajan de esos navíos los amantes de las visitas cortas y, por supuesto, suben los precios de los establecimientos que amablemente les atienden. A levante, ajenos a los cabreos de mis paisanos, los peces danzan bajo las aguas de color estaño. Obviamente, estos movimientos acuáticos sólo se perciben desde la cubierta del barco. Los pececitos, que suelen morir por la boca, no saben que, presumiblemente, terminen en las de los turistas que pasean ahora en busca de las delicias culinarias, y en la de los malagueños que tanto protestan por la subida del importe de la ración de boquerones. Aquí nunca llueve a gusto de todos. Lo único cierto es que los tres grupos señalados en líneas precedentes mueven mucho la boca: unos para no morir, otros para vivir muy bien y, los últimos porque afirman malvivir.

En estas autopistas marinas, cuyos misterios conocen muy pocos, es habitual que las corrientes superficiales fluyan hacia el este, aportando aguas atlánticas al Mediterráneo mientras las corrientes submarinas fluyen con destino al oeste, llevando aguas mediterráneas más calientes y saladas hacia el atlántico. Con un dominio de los vientos superficiales, también conocido por los lugareños como de levante. Pero esta tarde corre una ligera brisa aterciopelada. De pronto se oye la campana de un barco y nuestro Capitán otea el horizonte con sumo interés. En estas aguas, por cierto, han ocurrido muchos desastres navales pero la superstición de hablar de  estas cosas nunca he llegado a superarla. Se prende otra luz en el cielo y a mí se me apaga la valentía. La noche busca la madrugada.

Tumbado en la cubierta de este modesto barco contemplo la luna a la que los fundadores de Málaga, los fenicios, llamaban Noctiluca. Los celtas, otro pueblo sabio y peculiar, tenían una casta sacerdotal conocida como los druidas que, dicho sea de paso, conocemos por las barbaridades que les dedicó Julio César en su “Bellum Gallí”. Estos versados de la naturaleza, al parecer, creían firmemente en el poder de las palabras por lo que prohibieron poner su saber por escrito. Así, todo su conocimiento, o el que se les presupone, fue trasmitido de forma oral. El caso es que hasta la época cristiana, que es cuando se empezó a escribirse de los nombres de los astros, la gente solía referirse a ellos con eufemismos. Así que cuando aparecieron las palabras extranjeras, los celtas se decantaron por los nuevos vocablos que no estaban en su tradición. La prohibición del uso de los nombres de los cuerpos celestes puede ser demostrada en la percepción gaélica de la luna.  Hay palabras para referirse a nuestro satélite en las lenguas celtas. Hoy día, gealadh es la palabra más usada para referirse al sitio donde aterrizó el Apolo XI. También existían otras en irlandés antiguo como ésca y la palabra que todavía existe en manés; easyt. Utilizando el irlandés como ejemplo de una lengua celta que fue menos influida por el latín como su prima la galesa, podemos observar la supervivencia de una longeva tradición nativa. Así encontramos vocablos gaélicos para cénit (buaic), niebla (neal), penumbra (leathscail), orbe (meail). Pero la expresión que más me gustan en gaélico irlandés, al menos en relación con las estrellas, es réaltas eljais (estrella del conocimiento) que es como bautizaron a la estrella polar. Reflexionando sobre esta nomenclatura, observo como la luna derrama sus rayos de plata sobre el Mediterráneo y, de golpe, me arrodillo para elevar una vieja plegaria al Altísimo.

Sea para ti la paz profunda de la ola del movimiento.

Sea para ti la paz profunda del aire que fluye.

Sea para ti la paz profunda de la tierra serena.

Sea para ti la paz profunda de la noche apacible.

Sea para ti la paz profunda de las brillantes estrellas.

Que los astros y la luna viertan su luz sanadora sobre ti.

Como ven, ser de Málaga es entrar en la bahía de Málaga para terminar amarrando en un puerto de la ciudad de Galway. Nosotros a esta forma de ser la llamamos cosmopolitismo. Por ello, consagro a las luces del alba mi copa de vino alumbrada junto a una dama de noche en primavera. Aquí bebemos para olvidar que el manto perpetuo de la noche siempre alcanza. Y al pensarlo, un escalofrío recorre mi espalda. Tal vez el peso de la soledad que viene me encoge el alma.  Seguimos navegando en una madrugada en la que, percibo, un servidor necesita tanto una copa como la luna al mar. Ese Mediterráneo desde donde vemos recortarse las figuras de la costa como una fantasmagoría. De nuevo se oye la campana del barco. Luego deviene el silencio sobre las olas pintadas de plata.

* Artículo de principios de año

Sergio Calle Llorens

¡NUUK!

A mí me pasa con mi mascota lo que a muchos hombres con sus mujeres; que siempre prefieren la de los demás. Esta es una forma dulce de describir mi profunda animadversión hacia mi perro. Sé que no debería sentir nada malo hacia él, pero Nuuk, que así se llama el animalito, me trae por la calle de la amargura.  Todo comenzó cuando se quedó paralítico de las patas de atrás por beberse el agua del cubo de la fregona. Tuve que pagarle un carísimo tratamiento, pero volvió a caminar, aunque no recuperó del todo el control de sus patas de atrás. Yo quería utilizarlo para participar en carreras de trineos, pero él no es un perro de tiro y soy yo el que va tirando del animalito a todas partes. Dicha de otra manera, no me sirve para correr, pero me entran unas ganas locas de correrlo a gorrazos, no porque no le vayan las carreras sino porque la única que gana es la de ponerme de los nervios en pases de mañana, tarde o noche. Al alba porque no dejar dormir. Aúlla y lloriquea, aunque lo haya sacado dos horas antes. A la hora del crepúsculo porque no sabe interactuar con los de su especie. En la oscuridad porque roba cuan miembro de la secta del capullo.

Nuuk es tozudo. Nuuk es un pesado. Nuuk es infantil. Nuuk hace lo contrario de lo que quiero. Nuuk es mi perro, pero me gusta menos que un discurso de Pedro Sánchez. Sé que es difícil de explicar o puede que yo no sepa explicarme mejor. La gente me dice: “pero es tu perro” y yo siempre respondo: “al igual que hay personal que detesta a su hermano o a su suegra, yo no aguanto a mi mascota”. Además, por mucho que yo he intentado amarlo, no me ha salido.  Nuuk es, como decimos en inglés, “a pain in the ass”. El tipo que me saca de mis casillas. El supuesto ángel que saca el diablo que llevo dentro.

Sé que estaremos juntos hasta el final a pesar de que me jode a conciencia. También estoy convencido de que muchos se escandalizarán al leer estas líneas. Especialmente aquellos salvajes que valoran más la vida del perrito Excalibur que la del niño muerto hace dos semanas en Valencia por peritonitis.  Cosas de los recortes sanitarios. Sí esos de los que yo alertaba en el pasado. Cuestión de prioridades morales. 

Sólo me queda recordarles que Hitler decía que “mientras más conocía a los hombres, más le gustaba su perro”.  A mí, en cambio, me gusta repetir que mientras más conozco a mi mascota, menos me gustan sus defensores.

Sergio Calle Llorens

 




 

jueves, 12 de noviembre de 2020

¡LA ZORRA!

 


Soy el producto de un paisaje que produce hombres y mujeres un tanto aventajados en lo que se refiere a la creación artística. En estas orillas somos filósofos de salón de estar por casa. Tendemos a la poca concreción como esos amaneceres envueltos en brumas azuladas. Nos gusta discutir. Somos expertos en hacer diagnósticos pero, en pocas ocasiones aportamos soluciones a los problemas señalados que, casi siempre, encontramos gravísimos. Engorros creados por otros. Puede que esas olas acerquen certezas a las orillas, pero las alejan justo cuando nosotros nos aproximamos a la playa. En definitiva, somos amigos de lo teórico pero desconfiamos de las resoluciones  prácticas.

Pertenezco, además, a una familia muy andarina que tiene su origen en tierras valencianas. De ella me viene el gusto por el nocturno completo. Esas mágicas noches sin luna en la que uno puede contemplar esos cielos límpidos tan agradables. Anoche, sin ir más lejos, anduve por los bosques cercanos. Olía a hierba fresca y a tomillo. Pero claro, estaba tan oscuro que terminé tropezando con una raposa en la foresta. Curioso animal el zorro. A ésta, precisamente, la conozco porque la he alimentado varias veces. Al parecer, el animalito se ha ido encariñado, no conmigo, que a mí no me ha tenido nunca nadie afecto, sino con las viandas que tan generosamente he compartido con ella. Una vez, incluso, me presentó oficialmente a su prole. Tal vez, pienso yo, con la esperanza de que, viéndolos tan delgaditos como estaban, aportase más comida a la escasa dieta familiar. Una madre, después de todo, siempre es una madre por muy zorra que sea. Ésta lo es, y mucho. La escena de los cachorros me ablandó mi duro corazón y les traje una cesta llena de obsequios alimentarios. Pero de aquel generoso gesto mío ya ha pasado un invierno. Me alegré, en cualquier caso, de ver a la raposa con vida y con ganas de saludarme. Por mi parte correspondí con una leve inclinación de cabeza que acompañé con otro presente en forma de carne. Los ojos de mi amiga resplandecieron en la oscura noche más, si cabe, que esos barquitos cuyas luces señalan el lugar exacto de la pesca. Ajeno a la estampa marina, el cánido siguió engullendo su comida. Finalmente, dio un saltito y se metió tras unos matorrales tras los que se percibía su bella cola tupida. De pronto la noche se la tragó. A mi mente viene entonces aquella historia que me narró mi padrino en una noche junto a la lumbre en la pasada centuria. Al parecer, según su propia versión, el término zorra reemplazó a la palabra vulpeja que venía del latín vulpes. Y eso ocurrió por la repugnancia que sentía el campesino a llamar por su nombre a este animal supuestamente maléfico. Ese temor, en definitiva, condujo al hombre de campo a buscar nuevos nombres indirectos y figurados para llamarle. En francés le denominan repard y en danés raev.  Yo sencillamente la llamo amiga. Al fin y al cabo, es la única que tiene a bien acompañarme en mis paseos bajo el nocturno completo. Y eso, creo, tiene mucho mérito.´

Sergio Calle Llorens

viernes, 6 de noviembre de 2020

¡LA PAREJITA!

Bebemos champaña francés en un restaurante situado a dos cañas de la pequeña hornacina de la Virgen del Carmen, patrona de los rudos hombres de mar. El firmamento, poco a poco, se va poblando de pequeños luceros. Del túnel, otrora zona querenciosa de los tranvías, llega una joven pareja discutiendo a voz en grito. Ella llora y él, tal vez, azorado por algún sentimiento de culpa, la abraza tiernamente. A mis acompañantes les suelto una frase lapidaria: “los hombres deciden por una imagen si vale la pena tener una conversación con una mujer. Las mujeres, en cambio, deciden por una conversación si vale la pena conservar la imagen del hombre en el corazón. Mis amigos asienten tras pedir otra botella de champaña. The night is young and the moon is gold que cantaba Chuck Berry.  En el rompeolas la canción triste del mar funciona como la banda sonora de la reconciliación de la parejita de tortolitos. Bebemos por el amor o lo que sea que porten estos jóvenes en el corazón. De una cosa estoy convencido: la vida es un peligroso descenso alpino. Un comienzo sencillo y pausado. La velocidad tiene sus propias leyes y unas normas que hay que acatar, ya que sólo de esta manera se puede disfrutar y salir bien parado del descenso, pues no es posible dar la vuelta atrás o detenerse. Al alba le sigue la noche. A la fortuna la desgracia. A la vida la muerte. Y al amor el desamor. Estoy a punto de salir corriendo y contárselo a la pareja pero, como correr es de cobardes, tomo mi copa de champaña, le doy un sorbo y sonrío. Mi sonrisa se queda a media asta y lo dejo todo hasta mañana. Una vez más el lacerante recuerdo de una mujer hecha poesía cruza mi mente:


La China

 

La china se ha enfadado

Por razón desconocida

Apunta el amigo Braulio

Ciertamente descolocado

 

Habrá sido un choque cultural

Lo que le ha empujado

A darle siempre de lado

Provocándole un problema renal

 

Podría ser el maldito pecunio

Lo que ha podido motivar

Su oriental malestar

Y sus caritas de Demonio

 

Pero Braulio no se entera

Que ella tiene un mosqueo cúbico

Por llamar a su vello púbico

Mis rollitos de primavera


 Sergio Calle Llorens