miércoles, 28 de mayo de 2025

¡MONICA BELLUCCI!

 




Se mai una Dea ha camminato fra noi mortali, lo ha fatto in tacchi Louboutin, con uno sguardo che fonde i ghiacciai alpini e un sorriso che farebbe firmare a Dante Alighieri un nuovo canto della Divina Commedia. Il suo nome? Monica Bellucci.

¡Sì, proprio lei. Vergine di Modena e di Meraviglia!
Non è solo un’attrice: è una costellazione. Un miraggio su pellicola. Un respiro lungo quanto un bacio di Fellini sotto la pioggia. Monica è la risposta italiana a domande che nessuno osa fare.
Quegli occhi sono versi perduti, scritti a mano in inchiostro di giada. Quando ti guarda, ti senti nudo come Adamo nel giardino, ma con molto meno fogliame per coprirti. Non sai se inginocchiarti o offrile un gelato al pistacchio.
Quelle labbra non parlano: narrano. Sono pagine carnose di un libro proibito, dove ogni parola è sospirata e ogni bacio è una rivoluzione. Se mai venissero baciate da qualcuno senza poesia nel cuore, si scioglierebbero per indignazione.

Vergine del Rinascimento! Leonardo l’avrebbe inseguita con compasso e pennello. Botticelli avrebbe gettato la Venere nel mare per rifare tutto da capo. Il suo corpo non sfida le leggi della fisica: le riscrive. E con molto più stile.

In “Malèna”, Bellucci non recita: incanta. Cammina per le strade e il mondo si ferma. Persino i piccioni smettono di tubare. Vergine del silenzio che grida! La sua sola presenza è una sinfonia muta che attraversa la schiena come un brivido lirico.

Perché non è solo bella. È profonda. Come un bicchiere di Barolo bevuto sotto le stelle. In ogni intervista traspare quella miscela rara di intelligenza, sensibilità e ironia. Monica è il tipo di donna che ti guarda e capisce. Anche quello che non osi dire.

C’è chi la definisce inarrivabile, ma io penso che sia un sogno accessibile solo con un biglietto scritto a mano da qualche stregone gentile.
Vergine delle illusioni buone!
Quella che ti fa credere che anche tu, piccolo umano col cuore in tasca e le scarpe slacciate, potresti per un attimo danzare tra le ombre del cinema accanto a lei.

Monica Bellucci non è solo una donna. È un effetto speciale creato dalla Natura in un giorno di euforia artistica. Un sospiro italiano che ha fatto il giro del mondo.
Vergine dell’Eterna Bellezza, ti ringraziamo!
Perché in un mondo che scorre veloce, tu ci ricordi che la bellezza può ancora farci fermare. E sognare.

Sergio Calle Llorens

martes, 27 de mayo de 2025

¡NOT BEFORE SUNDOWN!

 



¿Y si las criaturas del bosque no se extinguieron… sino que aprendieron a esconderse en nuestras obsesiones más íntimas?

En el año 2000, Finlandia otorgó su máximo galardón literario, el Premio Finlandia, a una novela que rompió con todo: Not Before Sundown, de Johanna Sinisalo. Lo que parecía una obra menor sobre folklore y trols acabó revelándose como una bomba cultural. Porque esta historia no trata realmente sobre criaturas mágicas. Trata sobre el deseo como bestia salvaje. Sobre la otredad como espejo. Sobre el monstruo que se parece más a ti de lo que quisieras.

El protagonista —cuyo nombre nunca sabremos del todo— es un fotógrafo homosexual de éxito que, una noche cualquiera, encuentra un trol real: pequeño, herido, adorable. Lo lleva a su apartamento en Tampere, lo alimenta, lo cuida… y empieza a obsesionarse.

Pero el trol no es un animal. Es algo más antiguo, más astuto, más inquietante. Se comunica sin hablar, y afecta su entorno como un campo magnético. El protagonista empieza a tener sueños raros. Y su atracción por la criatura se torna íntima, incluso sexual.

Aquí, el horror no tiene colmillos ni sombras que saltan desde los armarios. Tiene formas más sutiles: el deseo que se vuelve posesión, la ternura que se vuelve hambre. El trol es el catalizador de todo lo que el protagonista ha querido reprimir: su necesidad de control, su trauma infantil, su aislamiento emocional.

La estructura de la novela es brillante: capítulos cortos, intercalados con fragmentos de noticias falsas, leyendas finlandesas, ensayos ficticios, citas científicas. Todo parece decirte: “Esto es real. Esto es posible. Esto fue olvidado.”

Y en esa mezcla entre modernidad urbana y mitología antigua, el lector empieza a sentir que quizás, sólo quizás, los trols existen… y siempre han estado aquí.

Uno de los aspectos más perturbadores del libro es la transformación psicológica del protagonista. Lo que comienza como una historia de rescate animal se convierte en una fábula oscura sobre la cosificación del otro, la belleza como peligro, y la disolución de la humanidad en la fascinación.

Hay escenas que hielan la sangre no por lo explícito, sino por lo simbólico. Una especialmente: el momento en que el protagonista, acariciando al trol mientras duerme, nota que su propia voz interior empieza a hablar en un idioma que no es el suyo.

Es como si el trol no sólo viviera con él… sino dentro de él.

Not Before Sundown no es un libro de miedo en el sentido tradicional. Es una novela perturbadora, elegante y venenosa, que te persigue lentamente. No hay héroes ni villanos. Sólo la pregunta eterna:
“¿Qué parte de mí he estado negando tanto tiempo… que al fin se ha encarnado en algo que no puedo controlar?”

Sergio Calle Llorens


domingo, 25 de mayo de 2025

¡MURIÓ IÑAKI|


 


Por un instante, Madrid dejó de sonar. Las aceras se volvieron menos punk, los bares de Malasaña más silenciosos. Murió Iñaki Fernández, el alma provocadora de Glutamato Ye-Yé, y con él, algo más que una voz: se fue un símbolo de libertad. Se fue el grito que se reía del sistema.

Fue en aquellos años ochenta en los que España intentaba averiguar qué demonios era la democracia, cuando un grupo de chavales se atrevió a desafiar los códigos no con pancartas ni manifiestos, sino con algo más efectivo: el humor absurdo, el ruido pop, el surrealismo como dinamita. Glutamato Ye-Yé era un grito de guerra disfrazado de chiste, y su general era Iñaki, ese tipo con bigote hitleriano que tenía más de Groucho que de Adolf, y que convertía cada actuación en una performance entre lo punk y lo dadaísta.

¿Qué era Iñaki Fernández? Era un bufón en el sentido más noble de la palabra: el único al que se le permite decir la verdad mientras hace reír. Su humor no era un chiste fácil; era una crítica disfrazada. Con canciones como “Todos los negritos tienen hambre y frío” desmontaba los eufemismos del colonialismo. Con “Un hombre en mi nevera” nos recordaba lo ridículo del miedo y lo hermoso del sinsentido. Su estética, sus letras, su forma de escupir las palabras sobre el escenario eran el espejo deformante de una España que aún se sacudía el pasado a zarpazos.

Glutamato Ye-Yé no solo fue un grupo; fue un experimento libertario con guitarras. Y Iñaki, el alquimista que transformaba la provocación en poesía bastarda. Nunca buscó el aplauso fácil, ni el canon, ni el éxito enlatado. Se reía de la industria musical mientras la obligaba a escucharle.

Y ahora que se ha ido, uno siente que ha muerto una forma de estar en el mundo. Ya no quedan muchos como él: tipos que se subían al escenario no para cantar, sino para recordarnos que se puede vivir sin pedir permiso. Que se puede desafiar sin odio. Que se puede ser libre incluso en un país que aún colea entre censuras suaves y nostalgias peligrosas.

Iñaki Fernández fue un soplo de aire fresco, no porque dijera lo que queríamos oír, sino porque nos obligaba a escuchar lo que nadie se atrevía a decir. Y lo hacía con una risa. Con un bigote. Con una canción de tres acordes.

Hoy, esa risa se ha apagado. Pero su eco sigue flotando en los garitos donde aún suenan vinilos de verdad, en los recuerdos de quienes lo vieron en directo y no sabían si estaban ante un cantante o un iluminado. Era las dos cosas. Y era, sobre todo, un hombre libre.

Descansa en paz, Iñaki. Y que allá donde vayas, el sistema tiemble.

Sergio Calle Llorens

viernes, 23 de mayo de 2025

¡LOS OKUPAS!

 



 Cuando se alargan las sombras y llega la noche los okupas se adueñan de las terminales buscando seguridad. El tema está generando gran debate en la política española. Empero, en una sociedad que busca respuestas, lo ideal es hacerse las preguntas pertinentes. Especialmente entre los desnortados que siguen hablando del televoto del cochambroso Festival de Eurovisión. Que Israel estuviese a punto de ganar el certamen ha provocado más rabia en algunos sectores que el tema de que algunos no puedan pagarse- ni con un sueldo- una mísera habitación en las grandes ciudades. Entonces las preguntas son las siguientes: ¿Cómo es posible que cualquier inmigrante que llega a España sin recursos tenga dinero de bolsillo, habitación- algunas en hoteles de cuatro estrellas- comida, educadora social, abogada, psicóloga, monitora y hasta educadores, mientras los españoles malviven entre vuelos comerciales? ¿Cómo hemos llegado a esto? En verdad, no es posible entender que los españoles tengamos que arreglar las miserias y los fracasos del resto del mundo sin atender las necesidades de nuestros compatriotas. ¿A quién se le ha ocurrido semejante barbaridad? ¿Por qué tenemos que financiar con nuestros impuestos a todos los colectivos marginados mientras nuestros paisanos pasan estas penalidades? Sí, ya sé que el patán de turno me dirá que entre los okupas de los aeropuertos también hay inmigrantes, pero esos fueron traídos aquí por los nuevos negreros del siglo XXI. Y ellos deberían hacerse cargo de la factura.

 Evidentemente estamos ante un gran fracaso colectivo que bebe de las aguas infectadas por el buenismo. Una doctrina regada de papanatismo patrio que permite que un tipo que ha cotizado veinticinco años se vea relegado a ser ciudadano de tercera categoría por el país que contribuyó a levantar con tanto esfuerzo.

Ante esta vil situación no llegó a comprender que a nadie se le caiga la cara de vergüenza. Ante esta ignominia apenas queda la resignación y el apoyo a los partidos a los que llaman ultras. Ya ha ocurrido en Portugal y en otros países de nuestro entorno. La gente está harta y sólo hace falta echar la vista atrás para recordar que en un tiempo no demasiado lejano la clase media española, y el que lo niegue es un besugo, tenía vivienda propia y una casa para las vacaciones. Y ahora, ni un sueldo les da a algunos para vivir bajo techo. Lo digo de otro modo; o esto empieza a arreglarse o muchos van a entender que no van a seguir viviendo, y a costa de los demás, en modo avión.  

¡Vienen curvas!

Sergio Calle Llorens

miércoles, 21 de mayo de 2025

¡IBÁÑEZ!

 



Hay nombres que no necesitan presentación porque se han colado en nuestras vidas como si siempre hubieran estado allí, como si fueran parte del mobiliario emocional de nuestra infancia. Uno de esos nombres es, sin duda, Francisco Ibáñez Talavera. Pero si por alguna cruel jugarreta del destino alguien aún no lo conoce, bastaría con mencionar a sus dos criaturas más legendarias: Mortadelo y Filemón, esa pareja imposible de agentes secretos cuya torpeza ha salvado al mundo más veces que James Bond… aunque casi siempre por accidente.

Porque lo que hacía Ibáñez no era simplemente dibujar viñetas con humor: creaba mundos delirantes donde la lógica dormía la siesta y el absurdo tenía carnet de identidad. Y aún así, sus historias contenían una lucidez demoledora sobre la sociedad española de su tiempo. En un país que salía de la grisura del franquismo, Ibáñez ofrecía una válvula de escape, una carcajada rebelde, una invitación al disparate sin consecuencias.

Mortadelo, calvo, alto, especialista en disfraces imposibles y huidas absurdas, es el alma del caos. Filemón, bajito, malhumorado, con esa raya al lado y vocación de líder frustrado, es el eterno pagador de platos rotos. Juntos, forman el núcleo neurálgico de la T.I.A. (Técnicos de Investigación Aeroterráquea), una parodia irreverente de la CIA en versión ibérica, en la que los espías llevan gabardina, gafas de culo de vaso y tienen menos éxito que un vendedor de calefactores en el Sáhara.

Pero, atención: lo que parece simple, es una coreografía de lo absurdo meticulosamente diseñada. Cada viñeta es un estallido de imaginación, una bomba de gags visuales, referencias escondidas, humor físico al estilo de los Hermanos Marx, y crítica social camuflada entre explosiones y caídas.

Ibáñez fue un dibujante compulsivo, un trabajador incansable, de los que nacen una vez cada siglo. Se levantaba temprano y dibujaba hasta que el brazo se rendía. Creó miles de páginas a mano, con un estilo que parecía fácil pero que era un prodigio de economía expresiva y eficacia cómica. En su época dorada, llegó a dibujar más de 50 páginas al mes, sin ayuda, sin IA, sin Photoshop. Solo tinta, papel, y un cerebro funcionando a 300 chistes por hora.

Pocos saben que al principio no firmaba sus obras, ya que la editorial Bruguera se quedaba con todos los derechos y lo trataba como a un obrero de fábrica. Fue durante años un esclavo creativo sin nombre en sus propias páginas. Y aun así, siguió dibujando. Porque amaba lo que hacía, y porque —como él decía— “el humor es la mejor forma de decir lo que no te dejan decir en serio”.

Mortadelo y Filemón nacieron en 1958, como parodia de Sherlock Holmes y el doctor Watson, aunque enseguida cobraron vida propia. Desde entonces, han pasado por dictaduras, transiciones, el boom del ladrillo, la burbuja de internet y hasta la pandemia. Se enfrentaron a villanos como El Profesor Bacterio, la entrañable y aterradora secretaria Ofelia, o el Súper, siempre al borde del colapso nervioso.

Lo más asombroso es que las aventuras de Ibáñez predijeron, sin quererlo, muchas realidades futuras. En una historieta de los años 80 llamada El atasco de influencias, retrató el nepotismo y la corrupción con una clarividencia que haría palidecer a cualquier editorial de actualidad. En otra, parodió el caos burocrático de la administración pública con una precisión quirúrgica que muchos funcionarios aún no han perdonado.

Lo que quizás no sabías…

  • Ibáñez hablaba alemán y leía a Kafka. De hecho, su humor —aunque popular— tiene trazas del absurdo kafkiano, con personajes que deambulan sin rumbo en un sistema ilógico.
  • A pesar de su estilo hiperactivo, no tomaba café. Su energía venía del entusiasmo puro.
  • En los años 70, su éxito fue tal que en Alemania vendía más que Asterix. Mortadelo se llamaba “Clever” y Filemón, “Smart”.
  • Durante años, recibió cartas de lectores pensando que Mortadelo era un nombre real. Algunos incluso escribían a la T.I.A. pidiendo ayuda para resolver crímenes.
  • Cuando Bruguera fue absorbida, Ibáñez luchó judicialmente por recuperar los derechos de sus personajes, y lo consiguió. Una batalla digna de ser dibujada en sus propias páginas.

Ibáñez se fue en 2023, pero no se ha ido. Cada carcajada que arranca una relectura, cada niño que descubre a Mortadelo por primera vez, es un pedacito de Ibáñez reencarnado. Fue un cómico, un dibujante, un escritor, pero, sobre todo, fue un fabricante de alegría. Y eso, en un mundo tan necesitado de sonrisas, es casi un acto revolucionario.

A veces lo olvidamos, pero reírse es un acto profundamente humano, profundamente necesario. Y en ese arte, Ibáñez fue un maestro. Un Quijote de la carcajada montado en su pluma estilográfica, dispuesto a lanzarse contra los molinos de la mediocridad, con el disfraz de dragón de Mortadelo ondeando al viento.

Gracias, maestro. Por las risas, por las locuras, por los personajes que siguen tan vivos como siempre.
Porque mientras exista alguien capaz de reírse con un chiste tonto pero perfecto, Ibáñez vivirá.

Sergio Calle Llorens

sábado, 17 de mayo de 2025

¡PABLETE: EL AMARGADO!

 




Pablo Bujalance, también conocido como el tristón de Carranque, podría haber comenzado su última columna de fusilamiento hablando del esplendoroso día que se había levantado en Málaga el pasado sábado. Incluso, digo yo, debería haber dedicado alguna línea sobre la ilusión de ver a Unicaja campeonando por segunda vez en la Champions basketball league- cómo ocurrió finalmente- alzando su décimo título de la historia del club tras ganar la Intercontinental, la Supercopa de España y la Copa de SM el Rey- derrotando al Real Madrid en los dos campeonatos nacionales. Poniéndonos exigentes, habríamos esperado alguna mención especial de su parte a Vodafone que convierte a Málaga en un nodo clave de la red de satélites que llevará internet a todos los rincones del planeta con el primer laboratorio de Europa centrado en esa tecnología. Pero no. Claro que no. Es más, nada bueno se puede esperar de un tipo cuyo concepto de la máxima aventura es sacar a su perrito a pasear.

La pregunta es obligada; ¿Qué le pasa a Don Negativo por la cabeza para escribir semejantes sandeces? La explicación es simple; Pablete tiene el alma llena de amargura y por eso nunca ha dedicado un solo halago a su tierra. Al pésimo articulista no le sale hablar de que más del cincuenta por ciento de las empresas que se crean en el sur tienen su sede en la provincia malagueña. Y sería mucho pedir que destacara que la Noche en Blanco del pasado sábado congregara a más de 250.000 personas en una tarde noche de cultura con el Mediterráneo como excusa. Porque su legendaria negatividad le da para criticar lo que hace, o deja de hacer, el ayuntamiento. Sin embargo, sus rabietas de niño mal criado no llegan nunca al gobierno de España que hace pagar a los malagueños por usar las autovías. Que otros territorios estén exentos en el pago de estas autopistas no le mueve en absoluto. Tampoco que Pedro Sánchez tenga imputado a su ex número uno, a su fiscal general del Estado, a su cuchicuchi y hasta a su hermanísimo le mueven a tomar su anémica pluma.  Lo suyo es ciscarse en aquellos que usamos el término fenicio, el taró, para designar a la niebla que arriba del mar. En ese caso, se sube por las paredes y echa espumas por la boca.

En verdad, a Pablete hay que entenderlo. Su vida ha sido dura. De niño nunca le escogían para jugar al fútbol, no porque fuera un manta- que lo era, sino por su fama de cenizo. Se cuenta que el equipo en el que caía, jornada tras jornada, perdía de goleada y sus compañeros terminaban en el hospital con algún hueso fracturado. Incluso cuando volvía a casa y pasaba junto a la pajarería de su barrio, los canarios caían muertos sin razón aparente. También se llegó a rumorear que las plantas de su casa se negaban a aceptar la fotosíntesis. Un suicidio floral sin precedentes en la historia del planeta. Y sólo porque era, y sigue siendo, inaguantable. Ni las plantas lo soportan.  

La gangrena, la peste negra y el tifus son cosas positivas comparadas con sus opiniones.  Incluso, si fuera un personaje de ficción, encarnaría a Gargamel con su odio eterno a los simpáticos pitufos cuyo azul recuerda al mar de Málaga. Y si interpretara- Dios no lo quiera- a una celebridad cinematográfica, bordaría el papel de un demonio babilónico a punto de poseer el cuerpo de una inocente niña.  No hace falta decir nada más.

Leerle es entender que a la luz le sigue la penumbra. Esta tierra es la luz divina y Pablito encarna lo más tenebroso y oscuro del alma humana.  Un muerto viviente sin alma, sin amor, sin cariño y sin esperanza. Porque miren que hay cosas que criticar, pero escribir que las bellas jacarandas son inútiles, es sobrepasar todos los límites de la idiocia.  En este punto quiero mandar un recuerdo emocionado a los inventores del “tiene menos luces que el dormitorio de un topo”.

 Unas últimas advertencias: Si usted se cruza con él en la calle, no lo dude, cambie de acera. Si, por el contrario, se lo topa en un avión, abandone la nave rápidamente porque es más gafe que Tomás Roncero. La negatividad, queridos niños, es contagiosa.

Sergio Calle Llorens

miércoles, 14 de mayo de 2025

¡SUPER 8!


 


La lluvia golpeaba con insistencia los cristales, como si quisiera entrar. Era una tarde de esas en que el cielo parece a punto de caerse sobre la tierra, y uno solo puede rendirse al cobijo de la melancolía. En la televisión, sin mucha ceremonia, comenzó Super 8. Hacía más de una década que no la veía. No recordaba cada escena, pero sí la sensación: la de haber vivido algo importante. Y en esa tormenta, en la soledad cálida del salón, volví a ser niño.

Ver Super 8 hoy es como abrir una caja de recuerdos que creíamos olvidada. Es encontrarse con una época no tan lejana en años, pero remota en espíritu: cuando la aventura aún era posible y el mundo no estaba contenido en pantallas diminutas. La película, escrita y dirigida por J. J. Abrams y producida por Steven Spielberg, es más que una historia de ciencia ficción con sabor a los años 70; es una carta de amor a la infancia y al cine mismo.

La premisa es sencilla, pero poderosa: un grupo de niños rueda una película de zombis con una cámara Super 8 cuando presencia el descarrilamiento de un tren que libera a una criatura desconocida. Pero Super 8 nunca fue, en el fondo, sobre el monstruo. El verdadero corazón de la historia late en los ojos azules de Elle Fanning, en el desconcierto dulce de Joel Courtney, y en la forma en que la cámara mira el mundo como si todo, incluso el dolor, tuviera un resplandor dorado.

Hay algo profundamente honesto en la forma en que Super 8 retrata el primer amor: ese enamoramiento silencioso, torpe y puro que no necesita ser nombrado. En cada mirada entre Joe y Alice se esconde una verdad universal: todos hemos sentido alguna vez que el mundo podía acabarse y que bastaba con tener a esa persona cerca para que todo estuviera bien. Como en E.T., como en Cuenta conmigo, la infancia se convierte en un territorio sagrado desde el que observamos la pérdida, el duelo, la amistad y el paso irreversible del tiempo.

Las referencias cinematográficas son evidentes, pero no impostadas. Abrams bebe del Spielberg de Encuentros cercanos en la tercera fase y del Zemeckis de Volver al futuro, pero también del alma de Los Goonies, del corazón herido de The Iron Giant. Y sin embargo, Super 8 no es un pastiche: es una sinfonía nostálgica hecha con los acordes de una infancia que no volverá, pero que el cine mantiene viva, suspendida en celuloide.

Verla hoy, ya adultos, ya cansados, ya escépticos, es dejar que la película nos devuelva, aunque sea por un rato, a ese momento en que fabricábamos historias con cartón y pegamento, cuando creíamos que los trenes escondían secretos y que una linterna podía salvarnos del mal. Es recordar que antes de las facturas, de las ausencias, de los silencios dolorosos, hubo una bicicleta, un amigo, una cámara, y el mundo entero por descubrir.

Super 8 es, en su esencia, una película sobre lo que se pierde. Sobre un grupo de chicos que intenta entender la muerte de una madre, la distancia de un padre, la fragilidad de lo que parecía eterno. Y todo ello envuelto en luces titilantes, en planos de amanecer, en la belleza imperfecta del formato Super 8. Verla es llorar un poco por lo que fuimos, pero también agradecer que el cine nos lo devuelva.

Cuando terminó la película, la tormenta ya se había ido. Quedaba el olor a tierra mojada y una tristeza dulce, como si uno hubiera pasado por una estación olvidada del alma. Super 8 no pretende explicar la vida, pero sí recordarnos cómo se sentía vivirla por primera vez. Y en tardes como esta, con el mundo afuera en pausa, eso basta. Eso salva.

Sergio Calle Llorens


jueves, 8 de mayo de 2025

¡LA UEFA ES CULPABLE!

 



Es el espectáculo de élite, dicen. La máxima competición de clubes del planeta, afirman. La Champions League: ese teatro de luces y cámaras donde supuestamente el mérito deportivo debería gobernar. Pero debajo del barniz de marketing, himnos gloriosos y gestos de fair play, la UEFA mantiene en pie una maquinaria podrida que no solo tuerce partidos: destruye ilusiones con precisión quirúrgica. Y lo hace con árbitros que parecen más marionetas de despacho que jueces imparciales.

Lo ocurrido en el partido de vuelta entre el FC Barcelona y el Inter de Milán en 2025 ha sido el último insulto a la inteligencia colectiva de millones de espectadores. El árbitro polaco, Szymon Marciniak, ofreció una clase magistral de cómo aniquilar la justicia deportiva en 120 minutos. Penaltis no pitados, manos invisibles, tarjetas que no llegan, faltas que se inventan... Todo en favor del equipo italiano, todo en contra de un Barcelona que, guste o no, estaba ganando con fútbol lo que se le negó desde el silbato.

Pero esto no es nuevo. No es un error aislado. Esto es doctrina UEFA. ¿Alguien recuerda al Málaga CF en 2013? Aquella noche infame en Dortmund cuando el equipo de Pellegrini, con la humildad de quien sabe que juega contra gigantes, se defendió con el alma y ganó con merecimiento... hasta que el árbitro decidió lo contrario. Dos goles del Borussia Dortmund en el descuento, uno de ellos en flagrante fuera de juego, otro precedido de una falta. Ni VAR, ni justicia, ni vergüenza. La UEFA, por supuesto, jamás pidió disculpas. Ni una revisión. Ni una sanción al árbitro. Porque el escándalo ya había cumplido su función: sacar al modesto y mantener viva la narrativa del poderoso.

La lista sigue ¿El Real Madrid – Bayern de Múnich en 2017? Expulsiones ridículas, goles en fuera de juego y una prórroga que parecía escrita en la sala de reuniones de Nyon. Y en todos estos casos, una constante: los errores no son aleatorios. Favorecen siempre al club con más peso político, con más ingresos potenciales, con más audiencia detrás.

La UEFA, en lugar de ser el garante de la limpieza competitiva, actúa como empresa de entretenimiento donde los resultados se escoran según la conveniencia del espectáculo. El VAR, en teoría nacido para corregir injusticias, se ha convertido en un instrumento selectivo, que aparece y desaparece como por arte de magia, dependiendo de la camiseta.

Y cuando los clubes modestos sueñan, cuando un Málaga, un Atalanta o un Shakhtar se acercan demasiado al trono reservado a los de siempre, alguien sopla un silbato y los devuelve a su sitio. No se trata solo de errores humanos: se trata de un sistema que premia a los poderosos y castiga al que se atreve a desafiar el orden establecido. La Champions no es una competición deportiva. Es una coreografía de poder donde los árbitros juegan el papel de verdugos disfrazados de imparciales.

Hoy le ha tocado al Barcelona, y antes al Málaga, pero mañana puede ser cualquier otro que no sea el Real Madrid, se entiende. Porque el problema no son los clubes, ni siquiera los árbitros concretos: es la UEFA misma, su opacidad, su falta de rendición de cuentas, su red de intereses disfrazada de fútbol europeo.

Hasta que no se exija una limpieza real, hasta que no haya jueces independientes, hasta que el VAR no sea gestionado por un ente ajeno a la UEFA, lo que veremos cada temporada no será fútbol. Será una parodia. Una tragedia. Un crimen con público.

Y lo peor es que nos lo siguen vendiendo como un sueño.

Sergio Calle Llorens