Hay nombres
que no necesitan presentación porque se han colado en nuestras vidas como si
siempre hubieran estado allí, como si fueran parte del mobiliario emocional de
nuestra infancia. Uno de esos nombres es, sin duda, Francisco Ibáñez
Talavera. Pero si por alguna cruel jugarreta del destino alguien aún no lo
conoce, bastaría con mencionar a sus dos criaturas más legendarias: Mortadelo
y Filemón, esa pareja imposible de agentes secretos cuya torpeza ha salvado
al mundo más veces que James Bond… aunque casi siempre por accidente.
Porque lo
que hacía Ibáñez no era simplemente dibujar viñetas con humor: creaba mundos
delirantes donde la lógica dormía la siesta y el absurdo tenía carnet de
identidad. Y aún así, sus historias contenían una lucidez demoledora sobre
la sociedad española de su tiempo. En un país que salía de la grisura del
franquismo, Ibáñez ofrecía una válvula de escape, una carcajada rebelde, una
invitación al disparate sin consecuencias.
Mortadelo, calvo, alto, especialista en
disfraces imposibles y huidas absurdas, es el alma del caos. Filemón,
bajito, malhumorado, con esa raya al lado y vocación de líder frustrado, es el
eterno pagador de platos rotos. Juntos, forman el núcleo neurálgico de la T.I.A.
(Técnicos de Investigación Aeroterráquea), una parodia irreverente de la
CIA en versión ibérica, en la que los espías llevan gabardina, gafas de culo de
vaso y tienen menos éxito que un vendedor de calefactores en el Sáhara.
Pero,
atención: lo que parece simple, es una coreografía de lo absurdo
meticulosamente diseñada. Cada viñeta es un estallido de imaginación, una
bomba de gags visuales, referencias escondidas, humor físico al estilo de los
Hermanos Marx, y crítica social camuflada entre explosiones y caídas.
Ibáñez fue un
dibujante compulsivo, un trabajador incansable, de los que nacen una vez
cada siglo. Se levantaba temprano y dibujaba hasta que el brazo se rendía. Creó
miles de páginas a mano, con un estilo que parecía fácil pero que era un
prodigio de economía expresiva y eficacia cómica. En su época dorada, llegó
a dibujar más de 50 páginas al mes, sin ayuda, sin IA, sin Photoshop.
Solo tinta, papel, y un cerebro funcionando a 300 chistes por hora.
Pocos saben
que al principio no firmaba sus obras, ya que la editorial Bruguera se
quedaba con todos los derechos y lo trataba como a un obrero de fábrica. Fue
durante años un esclavo creativo sin nombre en sus propias páginas. Y aun así,
siguió dibujando. Porque amaba lo que hacía, y porque —como él decía— “el humor
es la mejor forma de decir lo que no te dejan decir en serio”.
Mortadelo y
Filemón nacieron en 1958, como parodia de Sherlock Holmes y el doctor
Watson, aunque enseguida cobraron vida propia. Desde entonces, han pasado por
dictaduras, transiciones, el boom del ladrillo, la burbuja de internet y hasta
la pandemia. Se enfrentaron a villanos como El Profesor Bacterio, la entrañable
y aterradora secretaria Ofelia, o el Súper, siempre al borde del colapso
nervioso.
Lo más
asombroso es que las aventuras de Ibáñez predijeron, sin quererlo, muchas
realidades futuras. En una historieta de los años 80 llamada El atasco
de influencias, retrató el nepotismo y la corrupción con una clarividencia
que haría palidecer a cualquier editorial de actualidad. En otra, parodió el
caos burocrático de la administración pública con una precisión quirúrgica que
muchos funcionarios aún no han perdonado.
Lo que
quizás no sabías…
- Ibáñez hablaba alemán y leía a Kafka. De hecho, su
humor —aunque popular— tiene trazas del absurdo kafkiano, con
personajes que deambulan sin rumbo en un sistema ilógico.
- A pesar de su estilo
hiperactivo, no tomaba café. Su energía venía del entusiasmo puro.
- En los años 70, su éxito fue tal
que en Alemania vendía más que Asterix. Mortadelo se llamaba
“Clever” y Filemón, “Smart”.
- Durante años, recibió cartas
de lectores pensando que Mortadelo era un nombre real. Algunos incluso
escribían a la T.I.A. pidiendo ayuda para resolver crímenes.
- Cuando Bruguera fue absorbida,
Ibáñez luchó judicialmente por recuperar los derechos de sus personajes,
y lo consiguió. Una batalla digna de ser dibujada en sus propias páginas.
Ibáñez se
fue en 2023, pero no se ha ido. Cada carcajada que arranca una relectura,
cada niño que descubre a Mortadelo por primera vez, es un pedacito de Ibáñez
reencarnado. Fue un cómico, un dibujante, un escritor, pero, sobre todo,
fue un fabricante de alegría. Y eso, en un mundo tan necesitado de
sonrisas, es casi un acto revolucionario.
A veces lo
olvidamos, pero reírse es un acto profundamente humano, profundamente
necesario. Y en ese arte, Ibáñez fue un maestro. Un Quijote de la carcajada
montado en su pluma estilográfica, dispuesto a lanzarse contra los molinos de
la mediocridad, con el disfraz de dragón de Mortadelo ondeando al viento.
Gracias,
maestro. Por las risas, por las locuras, por los personajes que siguen tan
vivos como siempre.
Porque mientras exista alguien capaz de reírse con un chiste tonto pero
perfecto, Ibáñez vivirá.
Sergio Calle
Llorens