miércoles, 14 de mayo de 2025

¡SUPER 8!


 


La lluvia golpeaba con insistencia los cristales, como si quisiera entrar. Era una tarde de esas en que el cielo parece a punto de caerse sobre la tierra, y uno solo puede rendirse al cobijo de la melancolía. En la televisión, sin mucha ceremonia, comenzó Super 8. Hacía más de una década que no la veía. No recordaba cada escena, pero sí la sensación: la de haber vivido algo importante. Y en esa tormenta, en la soledad cálida del salón, volví a ser niño.

Ver Super 8 hoy es como abrir una caja de recuerdos que creíamos olvidada. Es encontrarse con una época no tan lejana en años, pero remota en espíritu: cuando la aventura aún era posible y el mundo no estaba contenido en pantallas diminutas. La película, escrita y dirigida por J. J. Abrams y producida por Steven Spielberg, es más que una historia de ciencia ficción con sabor a los años 70; es una carta de amor a la infancia y al cine mismo.

La premisa es sencilla, pero poderosa: un grupo de niños rueda una película de zombis con una cámara Super 8 cuando presencia el descarrilamiento de un tren que libera a una criatura desconocida. Pero Super 8 nunca fue, en el fondo, sobre el monstruo. El verdadero corazón de la historia late en los ojos azules de Elle Fanning, en el desconcierto dulce de Joel Courtney, y en la forma en que la cámara mira el mundo como si todo, incluso el dolor, tuviera un resplandor dorado.

Hay algo profundamente honesto en la forma en que Super 8 retrata el primer amor: ese enamoramiento silencioso, torpe y puro que no necesita ser nombrado. En cada mirada entre Joe y Alice se esconde una verdad universal: todos hemos sentido alguna vez que el mundo podía acabarse y que bastaba con tener a esa persona cerca para que todo estuviera bien. Como en E.T., como en Cuenta conmigo, la infancia se convierte en un territorio sagrado desde el que observamos la pérdida, el duelo, la amistad y el paso irreversible del tiempo.

Las referencias cinematográficas son evidentes, pero no impostadas. Abrams bebe del Spielberg de Encuentros cercanos en la tercera fase y del Zemeckis de Volver al futuro, pero también del alma de Los Goonies, del corazón herido de The Iron Giant. Y sin embargo, Super 8 no es un pastiche: es una sinfonía nostálgica hecha con los acordes de una infancia que no volverá, pero que el cine mantiene viva, suspendida en celuloide.

Verla hoy, ya adultos, ya cansados, ya escépticos, es dejar que la película nos devuelva, aunque sea por un rato, a ese momento en que fabricábamos historias con cartón y pegamento, cuando creíamos que los trenes escondían secretos y que una linterna podía salvarnos del mal. Es recordar que antes de las facturas, de las ausencias, de los silencios dolorosos, hubo una bicicleta, un amigo, una cámara, y el mundo entero por descubrir.

Super 8 es, en su esencia, una película sobre lo que se pierde. Sobre un grupo de chicos que intenta entender la muerte de una madre, la distancia de un padre, la fragilidad de lo que parecía eterno. Y todo ello envuelto en luces titilantes, en planos de amanecer, en la belleza imperfecta del formato Super 8. Verla es llorar un poco por lo que fuimos, pero también agradecer que el cine nos lo devuelva.

Cuando terminó la película, la tormenta ya se había ido. Quedaba el olor a tierra mojada y una tristeza dulce, como si uno hubiera pasado por una estación olvidada del alma. Super 8 no pretende explicar la vida, pero sí recordarnos cómo se sentía vivirla por primera vez. Y en tardes como esta, con el mundo afuera en pausa, eso basta. Eso salva.

Sergio Calle Llorens


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