La lluvia
golpeaba con insistencia los cristales, como si quisiera entrar. Era una tarde
de esas en que el cielo parece a punto de caerse sobre la tierra, y uno solo
puede rendirse al cobijo de la melancolía. En la televisión, sin mucha
ceremonia, comenzó Super 8. Hacía más de una
década que no la veía. No recordaba cada escena, pero sí la sensación: la de
haber vivido algo importante. Y en esa tormenta, en la soledad cálida del
salón, volví a ser niño.
Ver Super
8 hoy es como abrir una caja de recuerdos que creíamos olvidada. Es encontrarse con una época no tan
lejana en años, pero remota en espíritu: cuando la aventura aún era posible y
el mundo no estaba contenido en pantallas diminutas. La película, escrita y
dirigida por J. J. Abrams y producida por Steven Spielberg, es más que
una historia de ciencia ficción con sabor a los años 70; es una carta de amor a
la infancia y al cine mismo.
La premisa
es sencilla, pero poderosa: un grupo de niños rueda una película de zombis con
una cámara Super 8 cuando presencia el descarrilamiento de un tren que libera a
una criatura desconocida. Pero Super 8 nunca fue, en el fondo, sobre el
monstruo. El verdadero corazón de la historia late en los ojos azules de
Elle Fanning, en el desconcierto dulce de Joel Courtney, y en la forma en
que la cámara mira el mundo como si todo, incluso el dolor, tuviera un
resplandor dorado.
Hay algo
profundamente honesto en la forma en que Super 8 retrata el primer amor:
ese enamoramiento silencioso, torpe y puro que no necesita ser nombrado. En
cada mirada entre Joe y Alice se esconde una verdad universal: todos hemos
sentido alguna vez que el mundo podía acabarse y que bastaba con tener a esa persona
cerca para que todo estuviera bien. Como en E.T., como en Cuenta
conmigo, la infancia se convierte en un territorio sagrado desde el que
observamos la pérdida, el duelo, la amistad y el paso irreversible del tiempo.
Las
referencias cinematográficas son evidentes, pero no impostadas. Abrams bebe
del Spielberg de Encuentros cercanos en la tercera fase y del Zemeckis
de Volver al futuro, pero también del alma de Los Goonies,
del corazón herido de The Iron Giant. Y sin embargo, Super 8 no
es un pastiche: es una sinfonía nostálgica hecha con los acordes de una
infancia que no volverá, pero que el cine mantiene viva, suspendida en
celuloide.
Verla hoy,
ya adultos, ya cansados, ya escépticos, es dejar que la película nos devuelva,
aunque sea por un rato, a ese momento en que fabricábamos historias con cartón
y pegamento, cuando creíamos que los trenes escondían secretos y que una
linterna podía salvarnos del mal. Es recordar que antes de las facturas, de las
ausencias, de los silencios dolorosos, hubo una bicicleta, un amigo, una
cámara, y el mundo entero por descubrir.
Super
8 es, en su
esencia, una película sobre lo que se pierde. Sobre un grupo de chicos que intenta entender la
muerte de una madre, la distancia de un padre, la fragilidad de lo que parecía
eterno. Y todo ello envuelto en luces titilantes, en planos de amanecer, en la
belleza imperfecta del formato Super 8. Verla es llorar un poco por lo que
fuimos, pero también agradecer que el cine nos lo devuelva.
Cuando
terminó la película, la tormenta ya se había ido. Quedaba el olor a tierra
mojada y una tristeza dulce, como si uno hubiera pasado por una estación
olvidada del alma. Super
8 no pretende explicar la vida, pero sí recordarnos cómo se sentía vivirla
por primera vez. Y en tardes como esta, con el mundo afuera en pausa, eso
basta. Eso salva.
Sergio Calle
Llorens
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