Es el
espectáculo de élite, dicen. La máxima competición de clubes del planeta,
afirman. La Champions League: ese teatro de luces y cámaras donde supuestamente
el mérito deportivo debería gobernar. Pero debajo del barniz de marketing,
himnos gloriosos y gestos de fair play, la UEFA mantiene en pie una maquinaria
podrida que no solo tuerce partidos: destruye ilusiones con precisión
quirúrgica. Y lo hace con árbitros que parecen más marionetas de despacho que
jueces imparciales.
Lo ocurrido
en el partido de vuelta entre el FC Barcelona y el Inter de Milán en 2025 ha
sido el último insulto a la inteligencia colectiva de millones de espectadores.
El árbitro polaco, Szymon Marciniak, ofreció una clase magistral de cómo
aniquilar la justicia deportiva en 120 minutos. Penaltis no pitados, manos
invisibles, tarjetas que no llegan, faltas que se inventan... Todo en favor del
equipo italiano, todo en contra de un Barcelona que, guste o no, estaba ganando
con fútbol lo que se le negó desde el silbato.
Pero esto
no es nuevo. No es un error aislado. Esto es doctrina UEFA. ¿Alguien recuerda
al Málaga CF en 2013? Aquella noche infame en Dortmund cuando el equipo de
Pellegrini, con la
humildad de quien sabe que juega contra gigantes, se defendió con el alma y
ganó con merecimiento... hasta que el árbitro decidió lo contrario. Dos goles
del Borussia Dortmund en el descuento, uno de ellos en flagrante fuera de
juego, otro precedido de una falta. Ni VAR, ni justicia, ni vergüenza. La UEFA,
por supuesto, jamás pidió disculpas. Ni una revisión. Ni una sanción al
árbitro. Porque el escándalo ya había cumplido su función: sacar al modesto y
mantener viva la narrativa del poderoso.
La lista
sigue ¿El Real Madrid – Bayern de Múnich en 2017? Expulsiones ridículas, goles
en fuera de juego y una prórroga que parecía escrita en la sala de reuniones de
Nyon. Y en todos
estos casos, una constante: los errores no son aleatorios. Favorecen siempre al
club con más peso político, con más ingresos potenciales, con más audiencia
detrás.
La UEFA,
en lugar de ser el garante de la limpieza competitiva, actúa como empresa de
entretenimiento donde los resultados se escoran según la conveniencia del
espectáculo. El VAR, en teoría nacido para corregir injusticias, se ha
convertido en un instrumento selectivo, que aparece y desaparece como por arte
de magia, dependiendo de la camiseta.
Y cuando
los clubes modestos sueñan, cuando un Málaga, un Atalanta o un Shakhtar se
acercan demasiado al trono reservado a los de siempre, alguien sopla un silbato y los
devuelve a su sitio. No se trata solo de errores humanos: se trata de un
sistema que premia a los poderosos y castiga al que se atreve a desafiar el
orden establecido. La Champions no es una competición deportiva. Es una coreografía
de poder donde los árbitros juegan el papel de verdugos disfrazados de
imparciales.
Hoy le ha
tocado al Barcelona, y antes al Málaga, pero mañana puede ser cualquier otro
que no sea el Real Madrid, se entiende. Porque el problema no son los clubes, ni siquiera los
árbitros concretos: es la UEFA misma, su opacidad, su falta de rendición de
cuentas, su red de intereses disfrazada de fútbol europeo.
Hasta que no
se exija una limpieza real, hasta que no haya jueces independientes, hasta que
el VAR no sea gestionado por un ente ajeno a la UEFA, lo que veremos cada
temporada no será fútbol. Será una parodia. Una tragedia. Un crimen con
público.
Y lo peor es
que nos lo siguen vendiendo como un sueño.
Sergio Calle
Llorens
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