Por un
instante, Madrid dejó de sonar. Las aceras se volvieron menos punk, los
bares de Malasaña más silenciosos. Murió Iñaki Fernández, el alma
provocadora de Glutamato Ye-Yé, y con él, algo más que una voz: se fue
un símbolo de libertad. Se fue el grito que se reía del sistema.
Fue en
aquellos años ochenta en los que España intentaba averiguar qué demonios era la
democracia, cuando un grupo de chavales se atrevió a desafiar los códigos no
con pancartas ni manifiestos, sino con algo más efectivo: el humor absurdo, el
ruido pop, el surrealismo como dinamita. Glutamato Ye-Yé era un grito de
guerra disfrazado de chiste, y su general era Iñaki, ese tipo con bigote
hitleriano que tenía más de Groucho que de Adolf, y que convertía cada
actuación en una performance entre lo punk y lo dadaísta.
¿Qué era
Iñaki Fernández? Era
un bufón en el sentido más noble de la palabra: el único al que se le permite
decir la verdad mientras hace reír. Su humor no era un chiste fácil; era una
crítica disfrazada. Con canciones como “Todos los negritos tienen hambre y
frío” desmontaba los eufemismos del colonialismo. Con “Un hombre en mi
nevera” nos recordaba lo ridículo del miedo y lo hermoso del sinsentido. Su
estética, sus letras, su forma de escupir las palabras sobre el escenario eran
el espejo deformante de una España que aún se sacudía el pasado a zarpazos.
Glutamato
Ye-Yé no solo fue un grupo; fue un experimento libertario con guitarras. Y Iñaki, el alquimista que
transformaba la provocación en poesía bastarda. Nunca buscó el aplauso fácil,
ni el canon, ni el éxito enlatado. Se reía de la industria musical mientras la
obligaba a escucharle.
Y ahora que
se ha ido, uno siente que ha muerto una forma de estar en el mundo. Ya no
quedan muchos como él: tipos que se subían al escenario no para cantar, sino
para recordarnos que se puede vivir sin pedir permiso. Que se puede desafiar
sin odio. Que se puede ser libre incluso en un país que aún colea entre
censuras suaves y nostalgias peligrosas.
Iñaki
Fernández fue un soplo de aire fresco, no porque dijera lo que queríamos oír, sino porque nos
obligaba a escuchar lo que nadie se atrevía a decir. Y lo hacía con una risa.
Con un bigote. Con una canción de tres acordes.
Hoy, esa
risa se ha apagado.
Pero su eco sigue flotando en los garitos donde aún suenan vinilos de verdad,
en los recuerdos de quienes lo vieron en directo y no sabían si estaban ante un
cantante o un iluminado. Era las dos cosas. Y era, sobre todo, un hombre libre.
Descansa en
paz, Iñaki. Y que allá donde vayas, el sistema tiemble.
Sergio Calle Llorens
No hay comentarios:
Publicar un comentario