miércoles, 21 de mayo de 2025

¡IBÁÑEZ!

 



Hay nombres que no necesitan presentación porque se han colado en nuestras vidas como si siempre hubieran estado allí, como si fueran parte del mobiliario emocional de nuestra infancia. Uno de esos nombres es, sin duda, Francisco Ibáñez Talavera. Pero si por alguna cruel jugarreta del destino alguien aún no lo conoce, bastaría con mencionar a sus dos criaturas más legendarias: Mortadelo y Filemón, esa pareja imposible de agentes secretos cuya torpeza ha salvado al mundo más veces que James Bond… aunque casi siempre por accidente.

Porque lo que hacía Ibáñez no era simplemente dibujar viñetas con humor: creaba mundos delirantes donde la lógica dormía la siesta y el absurdo tenía carnet de identidad. Y aún así, sus historias contenían una lucidez demoledora sobre la sociedad española de su tiempo. En un país que salía de la grisura del franquismo, Ibáñez ofrecía una válvula de escape, una carcajada rebelde, una invitación al disparate sin consecuencias.

Mortadelo, calvo, alto, especialista en disfraces imposibles y huidas absurdas, es el alma del caos. Filemón, bajito, malhumorado, con esa raya al lado y vocación de líder frustrado, es el eterno pagador de platos rotos. Juntos, forman el núcleo neurálgico de la T.I.A. (Técnicos de Investigación Aeroterráquea), una parodia irreverente de la CIA en versión ibérica, en la que los espías llevan gabardina, gafas de culo de vaso y tienen menos éxito que un vendedor de calefactores en el Sáhara.

Pero, atención: lo que parece simple, es una coreografía de lo absurdo meticulosamente diseñada. Cada viñeta es un estallido de imaginación, una bomba de gags visuales, referencias escondidas, humor físico al estilo de los Hermanos Marx, y crítica social camuflada entre explosiones y caídas.

Ibáñez fue un dibujante compulsivo, un trabajador incansable, de los que nacen una vez cada siglo. Se levantaba temprano y dibujaba hasta que el brazo se rendía. Creó miles de páginas a mano, con un estilo que parecía fácil pero que era un prodigio de economía expresiva y eficacia cómica. En su época dorada, llegó a dibujar más de 50 páginas al mes, sin ayuda, sin IA, sin Photoshop. Solo tinta, papel, y un cerebro funcionando a 300 chistes por hora.

Pocos saben que al principio no firmaba sus obras, ya que la editorial Bruguera se quedaba con todos los derechos y lo trataba como a un obrero de fábrica. Fue durante años un esclavo creativo sin nombre en sus propias páginas. Y aun así, siguió dibujando. Porque amaba lo que hacía, y porque —como él decía— “el humor es la mejor forma de decir lo que no te dejan decir en serio”.

Mortadelo y Filemón nacieron en 1958, como parodia de Sherlock Holmes y el doctor Watson, aunque enseguida cobraron vida propia. Desde entonces, han pasado por dictaduras, transiciones, el boom del ladrillo, la burbuja de internet y hasta la pandemia. Se enfrentaron a villanos como El Profesor Bacterio, la entrañable y aterradora secretaria Ofelia, o el Súper, siempre al borde del colapso nervioso.

Lo más asombroso es que las aventuras de Ibáñez predijeron, sin quererlo, muchas realidades futuras. En una historieta de los años 80 llamada El atasco de influencias, retrató el nepotismo y la corrupción con una clarividencia que haría palidecer a cualquier editorial de actualidad. En otra, parodió el caos burocrático de la administración pública con una precisión quirúrgica que muchos funcionarios aún no han perdonado.

Lo que quizás no sabías…

  • Ibáñez hablaba alemán y leía a Kafka. De hecho, su humor —aunque popular— tiene trazas del absurdo kafkiano, con personajes que deambulan sin rumbo en un sistema ilógico.
  • A pesar de su estilo hiperactivo, no tomaba café. Su energía venía del entusiasmo puro.
  • En los años 70, su éxito fue tal que en Alemania vendía más que Asterix. Mortadelo se llamaba “Clever” y Filemón, “Smart”.
  • Durante años, recibió cartas de lectores pensando que Mortadelo era un nombre real. Algunos incluso escribían a la T.I.A. pidiendo ayuda para resolver crímenes.
  • Cuando Bruguera fue absorbida, Ibáñez luchó judicialmente por recuperar los derechos de sus personajes, y lo consiguió. Una batalla digna de ser dibujada en sus propias páginas.

Ibáñez se fue en 2023, pero no se ha ido. Cada carcajada que arranca una relectura, cada niño que descubre a Mortadelo por primera vez, es un pedacito de Ibáñez reencarnado. Fue un cómico, un dibujante, un escritor, pero, sobre todo, fue un fabricante de alegría. Y eso, en un mundo tan necesitado de sonrisas, es casi un acto revolucionario.

A veces lo olvidamos, pero reírse es un acto profundamente humano, profundamente necesario. Y en ese arte, Ibáñez fue un maestro. Un Quijote de la carcajada montado en su pluma estilográfica, dispuesto a lanzarse contra los molinos de la mediocridad, con el disfraz de dragón de Mortadelo ondeando al viento.

Gracias, maestro. Por las risas, por las locuras, por los personajes que siguen tan vivos como siempre.
Porque mientras exista alguien capaz de reírse con un chiste tonto pero perfecto, Ibáñez vivirá.

Sergio Calle Llorens

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