lunes, 29 de diciembre de 2025

¡CARNE PARA LINDA!


 


Carne para Linda, de Loquillo y los Trogloditas, fue una de esas canciones. En los años 80 no hablábamos de vampiros con colmillos ni de monstruos digitales. Hablábamos de chicas raras, nocturnas, peligrosamente bellas. Y Linda era eso y algo más.

Linda no come carne cualquiera.
Linda solo consume carne de los muertos.

Eso no es una metáfora. Es una declaración de intenciones.

Cuando escuchaba esa canción, yo no veía un escenario ni luces de concierto. Yo veía cementerios. Verjas oxidadas. Caminos de grava. La luna reflejada en lápidas blancas. Veía a Linda caminando despacio, con tacones que no hacían ruido, buscando su cena entre nombres borrados por el tiempo.

Linda no corría.
Linda sabía esperar.

A veces la imaginaba bailando con el muchacho más pálido. No en una discoteca, sino en algún salón imposible entre tumbas, donde la música sonaba baja y nadie respiraba. Un baile lento, elegante, casi educado. Porque Linda no era salvaje. Era exquisita.

El rock español de los 80 tenía eso: sabía hablar de la muerte sin solemnidad, del deseo sin pedir perdón, del miedo sin efectos especiales. Linda era un mito urbano, una criatura de canción que podía cruzarse contigo a la salida del metro o desaparecer tras un ciprés.

Escuchar Carne para Linda era aprender que la noche no era solo diversión. Era territorio. Y que algunos personajes pertenecían a ella.

Por eso encaja aquí. Porque Linda es familia del Guardián del Cementerio. Ella también recorre los pasillos de lo que ya no vive. Ella también sabe que los muertos no siempre descansan. Algunos alimentan historias.

Este aullido no es solo un homenaje a Loquillo y a los Trogloditas. Es un saludo a una época en la que la música te hacía imaginar mundos oscuros sin necesidad de verlos. En la que una canción podía llevarte de la mano hasta un cementerio… y soltarte allí, solo, con una sonrisa incómoda.

Linda sigue saliendo de noche.
Sigue teniendo hambre.
Y algunos, cuando suena el rock adecuado, todavía la seguimos con la mirada.

Sergio Calle Llorens

jueves, 18 de diciembre de 2025

¡FELIZ NAVIDAD!

 



¡Mi picha es una dicha y la de su marido, una desdicha! ¡Su hija se ha echado un novio que es tan horripilante como Vinicius! ¡No le hace caso ni la inteligencia artificial cuando le da instrucciones detalladas! ¡Su mujer no sabe que la lengua sirve para algo más que para hablar! ¡Su cuñado cree en Pedro Sánchez como el creador del universo! ¡Su yerno defiende firmemente que, en la Edad del Bronce, los hombres tenían una estructura como la de un gorila! ¡Su suegra, fea de cojones, afirma que los anfibios viven en manadas y que entre ellos se encuentran el boquerón, la ballena y el tifón! ¡La novia de su primo, experta en todo como Gonzalo Miró, concluye que los fenicios eran los únicos semitas navegables!

¡No sufra más! Sonría, que la Navidad está a la vuelta de la esquina. Es hora de brindar, de querernos y de disfrutar, aunque haya personas que cambian el saludo típico de Feliz Navidad por el de Felices Fiestas. Gentes que luego no paran de felicitar a los musulmanes que no conocen por Ramadán, como tampoco conocen la vergüenza.

Haga como un servidor: beber, reír y cachondearse de un mundo regido por los más idiotas de cada lugar. Porque mientras estemos aquí hay que dar gracias al cielo, incluso cuando los lerdos llegan a nuestras orillas en calidad de invitados. Sí, ya sé que es duro escuchar en Nochebuena al cuñado de turno afirmar que la Reconquista la comenzó Don Pelayo, que era hijo de Favilla, el del lobo, pero es lo que hay y tenemos que convivir con ello. Sin ir más lejos, recuerdo una Nochevieja en la que el novio de mi prima, experto en casi todo, me dijo que un ejemplo de pez volador era la rana. Aquella lejana noche fui yo quien pegó un salto volador hasta sentarme en el otro extremo de la mesa.

Llega la Navidad, y hay que celebrarla hasta que llegue la noche eterna y solitaria. Ya habrá tiempo entonces de acordarse, si es que nos dejan, de aquellos momentos en los que el patán de turno decía que los patos, al estar siempre en el agua, son como acuarios.

¡Disfruten! ¡Y mientras ellos discuten si los anfibios viven en manadas, nosotros brindamos.
Sergio Calle Llorens


miércoles, 17 de diciembre de 2025

¡MARE OF EASTTOWN: CUANDO LA TRISTEZA TAMBIÉN INVESTIGA!


 

Hay series que se ven.
Y hay series que te miran.
Mare of Easttown pertenece peligrosamente al segundo grupo.

Porque esto no es solo una historia policial. Es un retrato minucioso de la culpa, del duelo enquistado, de los pueblos pequeños donde todos se conocen demasiado y nadie termina de salvarse. Un lugar donde el pasado no es un recuerdo, sino una condena con código postal.

La serie, disponible en HBO, nos sitúa en una pequeña comunidad de Pensilvania, un escenario gris, húmedo, cotidiano… y por eso mismo inquietante. Allí vive Mare Sheehan, detective de homicidios, mujer cansada, madre, exmujer, vecina, leyenda local venida a menos y, sobre todo, ser humano al borde del colapso funcional.

No diré más del argumento porque no hace falta. Mare of Easttown no avanza por giros espectaculares, sino por acumulación de silencios. Aquí el crimen es importante, sí, pero lo verdaderamente devastador es todo lo que rodea al crimen: las miradas esquivas, las cocinas tristes, los bares con olor a resignación y esa sensación constante de que la vida pasó… y no avisó.

Y en el centro de todo está Kate Winslet, que no interpreta a Mare: la habita. Sin glamour, sin concesiones, sin miedo a resultar antipática, brusca o rota. Winslet, además de protagonista, es coproductora de la serie, y eso se nota: el personaje no está diseñado para gustar, sino para ser verdad. Camina mal, habla peor, se equivoca mucho y arrastra un dolor que no necesita subrayado musical.

Es una actuación absolutamente magistral, de las que no se olvidan, de las que hacen que el espectador se sienta un poco indiscreto, como si estuviera espiando la vida real de alguien que no pidió ser observado.

Entre los elementos menos conocidos de la serie hay varios detalles deliciosos:
– El uso deliberado del acento local, tan marcado que incluso algunos espectadores estadounidenses necesitaron subtítulos.
– La negativa consciente a embellecer el entorno: Easttown no es fotogénica, y no quiere serlo.
– Un guion que se permite el lujo de la pausa, del diálogo incómodo, del humor seco que aparece cuando menos lo esperas.
– Y una dirección que entiende que el terror más eficaz no siempre viene de lo sobrenatural, sino de lo cotidiano.

Mare of Easttown es una serie sobre un crimen, sí, pero sobre todo es una serie sobre lo que queda cuando el crimen ya ha ocurrido: las familias, las heridas abiertas, los errores que no prescriben y esa pregunta incómoda que flota durante todos los episodios:
¿qué hacemos con el dolor cuando ya no cabe dentro?

No es una serie para devorar alegremente. Es una serie para sentarse, mirar fijamente y aceptar que, a veces, la oscuridad no necesita fantasmas.

Y aun así, o precisamente por eso, es hermosa.

Una de esas historias que no se olvidan cuando aparecen los créditos.
Una serie que se queda contigo.
Como un pueblo pequeño.
Como un secreto.
Como una culpa.

Desde mi atalaya mediterránea, esta recomendación no es solo entusiasta:
es una invitación a sufrir con estilo.

Sergio Calle Llorens

martes, 9 de diciembre de 2025

¡ACOSOS, BRAGUETAS Y SILENCIOS!

 



Del “Iré depilado por si tienes un desliz”,  que le escribía el concejal socialista de Torremolinos Antonio Navarro a una compañera, a los paseos de macho ibérico de Francisco Salazar por Moncloa con la bragueta abierta para que sus subordinadas le vieran el paquetillo. Intentos de empotramiento, baboseo, conductas obscenas y grave acoso sexual han tenido una misma respuesta en Pedro Sánchez: “Tranquilas, yo estoy bien y ya he comido”.

Hasta ahora todos habían estado callados como puertas, y he escrito puertas y no putas, no vaya a ser que, con la querencia que tienen los de la secta del capullo por las meretrices, terminen pasándoselas por la piedra a cargo de los presupuestos. Ya saben, queridos muñequitos del andamio, su modus operandi habitual. Toda precaución es poca con esta gente que, siendo feos y repugnantes de cojones, ligaban menos que los Teletubbies en su juventud y ahora usan su poder político para pillar cacho. Por eso, si usted tiene, además de querencia por este blog, un negocio entre las piernas, cósase la raja mientras uno raja del hecho, por otra parte indiscutible, de que esta gente es feminista cuando le interesa, ya que los acusados de actos poco decorosos sólo han sido apartados cuando las denuncias han llegado a la Fiscalía. Ese feo de Sevilla representando actos sexuales en el lugar de trabajo. Ese león de Borsalino acosando telefónicamente a una compañera. Y nadie ha dicho “yo sí te creo, hermana”.

La segunda respuesta ante el escándalo, tardía por supuesto, ha sido fiscalizar las redes sociales para que el malvado patriarcado no use términos como Charos o planchabragas. A eso lo llamo yo matar moscas a cañonazos, aunque con estas mosquitas muertas nunca se sabe, y puede que algún día despierten del sueño y vean que la única mujer a salvo con los miembros masculinos del PSOE es la imputada Begoña Gómez. Menos mal que se autodenominan feministas; si no, andarían todo el día como sátiros por ahí con la picha al aire.

Visto lo visto, habría que considerar crear puntos violetas seguros para las militantes socialistas y, ya de paso, facilitarles (no importa lo feas que sean) sprays de gas pimienta para repeler a los babosos de turno. También podríamos incluir en el kit antiacosadores el bromuro para que el chorra de Eduardo Casanova no le toque la churra a Broncano en horario de máxima audiencia.

¡Algo habrá que hacer!

Sergio Calle Llorens

jueves, 4 de diciembre de 2025

¡THE TREMBLING LIGHT OF IAN CURTIS!

 



There are artists whose lives become inextricable from the shadows they tried to outrun, and Ian Curtis was one of them. To speak of him is to step into a half-lit room where melody, melancholy and fragile brilliance still tremble in the air. Leader of Joy Division, poet of desolation, accidental prophet of a music that would change the world, he left behind a body of work that continues to pulse with an uneasy, unforgettable clarity.

Curtis was not merely a singer; he was a writer of rare sensibility. His lyrics were not songs in the usual sense but private confessions written in a coded, trembling hand. In Shadowplay, Atmosphere or Love Will Tear Us Apart, he captured the internal landscapes of a man wrestling with forces far larger than himself. His words carried the weight of tectonic emotions: guilt, longing, detachment, the fierce desire to belong coupled with the unbearable feeling of being perpetually exiled from oneself. Where other lyricists adorned their lines, Curtis stripped his bare; he wrote as though telling the truth might burn him, yet lied by omission every time he tried to hide his pain.

He was, in life, a gentle contradiction. Shy yet commanding, distant yet desperately hungry for connection, he could charm a room and vanish from it emotionally in the same instant. There was a quiet seriousness in him, a sense that he was always somewhere else, listening to an inner radio that broadcast on frequencies no one else could tune into. His epilepsy only sharpened that impression. The seizures came unpredictably, carving fear into his days and guilt into his nights. On stage, they blurred the line between performance and collapse; his jerking, frenetic movements became a terrifying sort of choreography, a dance with an illness that seemed to haunt him even in the moments of greatest applause.

Amid all of this—his youth, his illness, his sudden fame—Curtis found himself trapped in a painful emotional triad. He loved his wife, Deborah, the girl who had known him before the myth, before the burden of genius. She represented normality, family, a world in which he could have been simply Ian. But he also fell deeply for Annik Honoré, the Belgian journalist whose quiet presence offered him an almost sacred tenderness. Annik was not merely a lover; she was a refuge, a confidante, someone who seemed to understand the loneliness that swelled inside him. The conflict between these two loves, each true in its way, tore him apart. His heart became a battlefield with no victor, only casualties.

Joy Division was his last lighthouse. With Bernard Sumner, Peter Hook and Stephen Morris, Curtis helped create a sound that felt like the industrial heartbeat of a new era. Their music was a cold flame—minimalist, haunting, yet alive with electricity. They took the ruins of punk and built something more introspective, more architectural, filled with echoing corridors and sudden bursts of violence. The band didn’t invent post-punk; they crystallized it. They gave it a vocabulary: metallic basslines that marched rather than danced, guitars that shimmered like broken glass, drums that hit with the precision of factory pistons. And at the center, Ian’s voice—baritone, distant, and impossibly human.

Their influence still reverberates. Every band that has tried to articulate the quiet despair of modern life owes something to Joy Division. Every singer who dares to reveal the cracks in his soul stands in the long shadow of Ian Curtis. He died at twenty-three, but his songs remain ageless, suspended in a kind of permanent twilight. They do not grow old; they simply continue.

To remember Ian Curtis is not only to mourn him, but to marvel at the gentleness and force that coexisted within him. He was a man who wrote like a prophet and lived like a wounded boy, who offered the world his darkness and in doing so illuminated something within all of us. His life was brief, but his light—trembling, flickering, unmistakably real—still reaches us, decades later, from the far side of the night.

Sergio Calle Llorens


lunes, 1 de diciembre de 2025

¡MR MERCEDES!


 


Señoras, señores… y criaturas que prefieren no revelar su nombre. Hoy, desde este despacho sombrío donde las sombras toman notas sin permiso, hablaremos de una serie que, sin necesidad de fantasmas, consigue que uno mire dos veces por la ventana: Mr. Mercedes, disponible en Netflix. Una adaptación de Stephen King que, por una vez, no se disfraza de terror, porque no lo necesita. Aquí el monstruo no viene del más allá. El monstruo está registrado en el censo.

Mr. Mercedes nos lanza de golpe a un crimen tan absurdo como devastador: un asesino anónimo irrumpe con un Mercedes y arrasa una cola de parados. Un gesto tan frío que, más que un acto, parece un diagnóstico de la sociedad. Años después, el caso sigue abierto en la mente de Bill Hodges, inspector jubilado, alcohólico en potencia y santo patrón de los hombres que no saben soltar.

Este Hodges tiene un rostro: el del irlandés Brendan Gleeson, un gigante interpretativo que podría leerse la guía telefónica y aun así transmitir tragedia. Aquí, su desgana es una forma de resistencia, su enojo un método para seguir vivo. Gleeson no interpreta: desgasta la pantalla como si arrastrara un alma que pesa demasiado.

En el lado oscuro del tablero está Brady Hartsfield, interpretado por Harry Treadaway, que borda a un villano silencioso, casi educado, que odia al mundo con la dedicación de un artesano. Nada de máscaras ni risas histéricas: el terror está en su normalidad, en lo bien que podría colarse en cualquier barrio sin que nadie sospechara que dentro lleva un huracán ácido dispuesto a estallar.

Pero si hablamos de brillo, de inteligencia, de luz rara entre tanta sombra, aparece ella: Justine Lupe, radiante, frágil, temblorosa, pero más incisiva que todos los policías del condado juntos. Su Holly Gibney no es un personaje, es una herida que aprende a hablar. Una joya en una serie que ya venía cargada de diamantes oscuros.

A su alrededor giran también Holland Taylor, que convierte el sarcasmo en un arma blanca; y Mary-Louise Parker, magnética, estimulante, imprevisible, como un relámpago que no necesita tormenta.

La dirección corre en gran parte a cargo de Jack Bender, veterano de Lost y Juego de Tronos, que adopta un estilo sobrio, de bisturí. Nada de efectismos: deja que el horror surja de los silencios, de la respiración entrecortada, del modo en que el mal se cuela por las grietas de lo cotidiano. Y todo ello con los guiones del infalible David E. Kelley, que adapta la novela de King con respeto, sí, pero también con inteligencia y ritmo propio.

Respecto a las diferencias con el libro, no te preocupes: no hay destripes. Solo diré que la serie ahonda más en algunas relaciones, pule el viaje emocional del villano y reorganiza ciertos momentos para que el duelo entre Hodges y Hartsfield sea un combate más íntimo y venenoso.
Es Stephen King sin los espectros… y sin necesitarlos.

Mr. Mercedes es una obra que late, que respira, que incomoda. Un thriller psicológico que recuerda que el mal, a veces, tiene cara de vecino. Y que los héroes pueden ser hombres cansados, gordos, tristes… pero con un último deber que cumplir.

Si la ves de noche, cierra la puerta. No porque vaya a entrar un fantasma, sino por si acaso el Mercedes vuelve a arrancar.

Sergio Calle Llorens