Carne
para Linda, de
Loquillo y los Trogloditas, fue una de esas canciones. En los años 80 no
hablábamos de vampiros con colmillos ni de monstruos digitales. Hablábamos de
chicas raras, nocturnas, peligrosamente bellas. Y Linda era eso y algo más.
Linda no
come carne cualquiera.
Linda solo consume carne de los muertos.
Eso no es
una metáfora. Es una declaración de intenciones.
Cuando
escuchaba esa canción, yo no veía un escenario ni luces de concierto. Yo veía
cementerios. Verjas oxidadas. Caminos de grava. La luna reflejada en lápidas
blancas. Veía a Linda caminando despacio, con tacones que no hacían ruido,
buscando su cena entre nombres borrados por el tiempo.
Linda no
corría.
Linda sabía esperar.
A veces la
imaginaba bailando con el muchacho más pálido. No en una discoteca, sino en
algún salón imposible entre tumbas, donde la música sonaba baja y nadie
respiraba. Un baile lento, elegante, casi educado. Porque Linda no era salvaje.
Era exquisita.
El rock
español de los 80 tenía eso: sabía hablar de la muerte sin solemnidad, del
deseo sin pedir perdón, del miedo sin efectos especiales. Linda era un mito
urbano, una criatura de canción que podía cruzarse contigo a la salida del
metro o desaparecer tras un ciprés.
Escuchar Carne
para Linda era aprender que la noche no era solo diversión. Era territorio. Y que algunos
personajes pertenecían a ella.
Por eso
encaja aquí. Porque Linda es familia del Guardián del Cementerio. Ella
también recorre los pasillos de lo que ya no vive. Ella también sabe que los
muertos no siempre descansan. Algunos alimentan historias.
Este aullido
no es solo un homenaje a Loquillo y a los Trogloditas. Es un saludo a una época
en la que la música te hacía imaginar mundos oscuros sin necesidad de verlos.
En la que una canción podía llevarte de la mano hasta un cementerio… y soltarte
allí, solo, con una sonrisa incómoda.
Linda sigue
saliendo de noche.
Sigue teniendo hambre.
Y algunos, cuando suena el rock adecuado, todavía la seguimos con la mirada.
Sergio Calle Llorens