jueves, 30 de octubre de 2025

¡WEAPONS: LA MÚSICA SECRETA DEL MIEDO!

 



El horror, cuando se escribe con inteligencia, no necesita monstruos.
A veces basta con un silencio sostenido, una mirada que se quiebra, una puerta que no se cierra del todo.


Zach Cregger lo entendió mejor que nadie en Weapons, su regreso a las tinieblas después de Barbarian.
Pero esta vez no construye una casa, sino un espejo.
Y dentro del espejo, todos nosotros.

Hay en la película una belleza enferma, un ritmo que parece pertenecer al sueño —esa cadencia que se siente cuando uno sabe que algo va mal, pero no logra decir qué.


Cregger filma la cotidianidad como si fuera un ritual, con esa calma antinatural que antecede a la tormenta.
El horror surge de la repetición: los gestos, los hábitos, los ecos de una culpa que no encuentra redención.

Nada es gratuito: las desapariciones, los murmullos, los fragmentos de vidas rotas que se cruzan sin tocarse.
El director usa las armas —esas weapons— no como objetos, sino como metáforas: la violencia que llevamos en la piel, los recuerdos que disparamos contra nosotros mismos.
Cada personaje carga la suya, y la película nos obliga a mirar qué hemos hecho con la nuestra.

Visualmente, el film es un descenso.
Los colores se apagan poco a poco, las sombras ganan territorio.
Cregger convierte la luz en un animal que huye: cada plano parece devorado por una penumbra que se mueve con hambre.
Y en medio de esa oscuridad, Julia Garner levanta un personaje que respira dolor y lucidez, un alma que comprende demasiado tarde lo que el resto prefiere ignorar.

El terror de Weapons no reside en lo que vemos, sino en lo que comprendemos un segundo después. Como si alguien nos hablara al oído en un idioma que creemos reconocer, pero del que solo entendemos una palabra: culpa. Ese es su poder: recordarnos que la violencia no viene de fuera, que lo verdaderamente aterrador no es el monstruo… sino la mirada que decide no verlo.

Y cuando llegan los créditos finales, el silencio no es alivio.
Es sospecha. La sensación de que algo nos sigue observando desde el interior de la pantalla. De que lo que empezó como ficción ha cruzado el umbral y se ha sentado con nosotros en el sofá.

Porque Weapons no busca asustar.
Busca permanecer.

Sergio Calle Llorens

miércoles, 29 de octubre de 2025

¡WELCOME TO DERRY!

 



Derry vuelve a latir.
Su suelo húmedo respira secretos, su niebla huele a infancia perdida y a ecos de algo que nunca se marchó del todo. En sus calles vacías, uno puede oír el rumor del mal disfrazado de rutina, ese que se esconde detrás de las risas, bajo las tapas de alcantarilla, en la memoria de quienes intentaron olvidar. Welcome to Derry, la nueva joya de HBO, no es solo una precuela de It: es una invocación. Una llamada al terror más puro, el que no necesita gritar para quedarse contigo.

Desde el primer fotograma, la serie te envuelve en un clima denso, hipnótico, con una belleza enfermiza que solo el buen terror puede ofrecer. La dirección apuesta por la insinuación, no por el sobresalto. El miedo crece en los márgenes, se insinúa en un reflejo o en una sombra que parece moverse sola. Welcome to Derry no busca asustar: te observa, paciente, hasta que empiezas a dudar de ti mismo.

El reparto, simplemente magnífico, da vida a personajes que respiran verdad y tragedia. Ninguno es inocente, ninguno está a salvo. Los actores consiguen que creas en ellos, que sientas sus grietas y sus terrores personales. No actúan: parecen recordarlo todo, como si ya hubieran vivido antes en ese pueblo maldito. Esa es la magia del casting y la dirección: convertir a Derry en un personaje más, con voz, memoria y hambre.

La estética visual es otro acierto absoluto. La fotografía de tonos apagados, los colores que parecen filtrados por la melancolía, la música que vibra como un corazón herido… Todo contribuye a esa sensación de estar atrapado en un sueño del que no se puede despertar. Es una serie que no se ve: se respira, se padece, se recuerda.

Y, fiel al espíritu de Stephen King, Welcome to Derry es también una reflexión sobre el mal cotidiano. Sobre cómo los monstruos verdaderos suelen tener rostro humano. Bajo su apariencia sobrenatural, late la crítica social: la intolerancia, la culpa, el silencio cómplice. King siempre supo que el horror es un espejo, y HBO lo ha entendido con precisión quirúrgica.

El resultado es un regalo para los amantes del género. Un regreso al terror elegante, psicológico, que no se conforma con asustar, sino que te acompaña después del final, cuando apagas la luz y todavía sientes que alguien respira detrás de ti.

Welcome to Derry consigue lo que pocas series logran: renovar el miedo sin traicionar su origen. Es una obra construida con respeto, inteligencia y una devoción palpable por la historia del terror. Nos devuelve al lugar donde aprendimos que el miedo puede ser hermoso.

Y cuando el globo rojo aparece, flotando en silencio sobre una calle desierta, comprendemos que Derry no ha vuelto. Nunca se fue.

¡Que la disfruten!

Sergio Calle Llorens

domingo, 26 de octubre de 2025

¡LOS MINISTROS DEL ODIO!


 


Hay un tipo de resentimiento que se disfraza de revolución, una especie de furia moral que pretende salvar al mundo a base de despreciarlo. El odio, cuando se convierte en ideología, huele a moho, a sótano cerrado y a consigna vieja. Y en España, ese olor tiene hoy nombres propios y discursos en streaming.

Pablo Iglesias y Pablo Echenique son, en el fondo, dos sacerdotes del rencor. Ambos se nutren del odio como otros del incienso: lo inhalan, lo predican y lo reparten en dosis diarias a sus fieles digitales. Dicen luchar contra el poder, pero lo único que combaten es su propio reflejo. Y eso —ya lo decía Nietzsche— termina por deformar el alma: quien combate monstruos corre el riesgo de convertirse en uno de ellos.

Iglesias, que se autoproclamó heredero de Gramsci y acabó en los platós haciendo de sí mismo, habla de “reventar a la derecha” como quien invita a una cruzada moral. Echenique, por su parte, defiende dictaduras caribeñas con la alegría de quien no ha tenido que hacer cola para comprar pan. Ambos son hijos de una misma rabia estética: la del que no soporta que el mundo no encaje en su teoría.

El odio político tiene algo de cine malo: los buenos y los malos están definidos de antemano, la trama no admite matices y la emoción se confunde con el ruido. En su versión más reciente, el guion recuerda a V de Vendetta, pero sin máscara ni elegancia, solo con mucho Twitter.

Históricamente, el odio ha sido siempre el combustible de los mediocres. Lo usaron los jacobinos para justificar la guillotina, los fascistas para llenar los trenes, los comunistas para vaciar las cárceles. Todos creyeron que odiaban por una causa noble. Ninguno entendió que el odio solo destruye lo que toca, incluso a quien lo abraza.

En filosofía, Aristóteles decía que el odio no busca corrección, sino aniquilación. No quiere convencer, quiere borrar. Por eso el discurso del odio es tan adictivo: da sensación de poder, pero deja vacío el corazón. Lo sabía también Hannah Arendt cuando observó que los regímenes totalitarios no se construyen solo con miedo, sino con resentimiento. El odio organiza, da pertenencia, ofrece una identidad a quien no sabe quién es.

Iglesias y Echenique son, en el fondo, dos tristes. Dos hombres que han hecho del resentimiento un oficio. No odian por amor a la justicia, sino por necesidad de sentirse importantes. Les pasa lo que a Anakin Skywalker antes de ser Darth Vader: confunden la ira con la fuerza, la venganza con la justicia, el poder con la verdad. Y así terminan, respirando con dificultad bajo la máscara del héroe caído.

Pero el odio tiene fecha de caducidad. Se agota, como los discursos de mitin o las causas impostadas. Lo hermoso —y esto lo aprendimos de Chaplin en El Gran Dictador— es que la bondad siempre encuentra su camino. Entre tanto grito, alguien enciende una vela, escribe un poema o cuenta una historia verdadera. La esperanza, al fin y al cabo, también es una forma de resistencia.

Por eso no puedo odiarlos. Me dan pena. Pena sincera. Porque vivir odiando debe de ser un infierno más triste que todos los que Dante imaginó. Mientras ellos lanzan consignas como piedras, yo prefiero seguir creyendo en la risa, en el vino compartido, en el periodismo libre y en la palabra que consuela.

El odio es ruido. La libertad, en cambio, es música.
Y aunque ellos desafinen, algunos seguiremos tocando.

¡Won´t get fooled again!

Sergio Calle Llorens

viernes, 24 de octubre de 2025

¡EL PERIODISMO LIBRE NO SE ARRODILLA!

 



Hubo un tiempo —quizá el último instante en que la tinta olía a pólvora y no a notas de prensa— en que los periodistas eran buscadores de verdad, no community managers del poder. Aquellos hombres y mujeres, con gabardina, cigarro y una máquina de escribir como única trinchera, destaparon los sótanos del poder y obligaron a un presidente de Estados Unidos a renunciar entre las sombras del escándalo. Se llamaba Watergate, y sus héroes no llevaban corbata ministerial sino dignidad en los bolsillos.

Hoy, en cambio, el ministro de Justicia español pretende que el periodismo se arrodille. Que los cronistas bajen la voz, que los medios sean obedientes perros de compañía del Gobierno, que el oficio de contar lo que molesta se convierta en delito de lesa majestad. No hay mayor amenaza para la democracia que un político con complejo de censor y alergia a la libertad.

Mientras tanto, el presidente Sánchez intenta dar lecciones de ética desde su púlpito de espejos, hablando de regeneración moral mientras su partido sigue oliendo a EREs y subvenciones desviadas con la misma fragancia que una vieja caja fuerte andaluza. Y como si la historia fuera una comedia de enredos, sus familiares más próximos aparecen en titulares judiciales como si se tratara de figurantes de El Padrino, pero sin la elegancia de Coppola.

El ministro, ese sacerdote de la corrección, cree que puede dictar qué es periodismo y qué no. Ignora que la libertad de prensa es una fiera vieja y sabia, que ha sobrevivido a dictadores, inquisidores, censores y ministros con ínfulas de salvapatrias. Que por cada redactor amordazado, surgen cien con la pluma más afilada. Que los periódicos libres no necesitan subvenciones ni favores, solo lectores con memoria y coraje.

Porque el periodismo libre no se alquila ni se arrodilla. Se emborracha de verdad, aunque duela, y escribe lo que ve, no lo que conviene. Es hijo bastardo de la literatura y la desobediencia, primo hermano de la poesía y del desacato. No necesita credenciales ni bendiciones: le basta con una pregunta y una conciencia.

Recuerdo una escena de Todos los hombres del presidente: Hoffman y Redford en la penumbra de la redacción, escribiendo bajo la amenaza del poder, pero con la fe intacta en que la palabra puede derribar imperios. Aquel tecleo era el sonido de la libertad. Hoy, el ruido de los teclados digitales puede ser igual de subversivo, si se usa para decir lo que el poder quiere silenciar.

Así que, señor ministro, si usted cree que puede domesticar la prensa, no ha entendido nada. Somos los gatos de la democracia: nos alimentamos de la basura del poder y, aun así, caemos siempre de pie.

Y a usted, señor presidente, le propongo una tregua: deje de luchar contra su sombra. Si quiere limpiar su partido, empiece por abrir las ventanas, no por cerrar las bocas.

El periodismo libre no necesita permiso. Solo necesita una chispa. Y créame, ya huele a pólvora.

Y mientras el ministro prepara nuevas leyes para domar la verdad, los periodistas seguiremos escribiendo, riendo, publicando, brindando con vino barato y creyendo que la palabra sigue siendo el último refugio de los libres. Porque, al final, siempre gana la tinta.

Y si no lo creen, pregúntenle a Nixon. Está en el más allá, tomando café con los fantasmas de los que pensaron que podían silenciar a la prensa.

Sergio Calle Llorens


martes, 21 de octubre de 2025

¡MORIR COMO THELMA Y LOUISE!

 



A veces los recuerdos pesan como una mochila cargada de piedras. Recuerdos de madrugada. Nostalgia asegurada. Puede ser una canción sacada de la banda sonora vital que me ha ido acompañando. Otras veces es un perfume, o un rostro desdibujado en la lluvia. Siento y sufro. Recuerdo y suspiro. Mi voz es muda, mis gritos insonoros, mi pluma sin tinta. Soy un ser invisible, y para cuando me ven, vienen a hablarme de mi hermano difunto.

Cuando eso pasa, a mi mente llega su imagen en el porche de casa: el tocadiscos pinchando a Pink Floyd y su eterna cara de pillo. Vivió siendo fiel a su filosofía hedonista de vida, y eso es más de lo que se puede decir de cualquiera. Pero nunca discuto con quienes vienen a decirme que su existencia fue demasiado disoluta. Después de todo, cada uno elige su camino, y yo no soy nadie para fiscalizar la vida de los demás. Vivió, bebió, amó y se drogó todo lo que pudo. Yo solo recuerdo… y callo.

En verdad, juzgar es una cosa muy seria, y yo, cuando se trata de fiscalizar, prefiero hacerlo conmigo mismo. Entonces soy implacable y cruel. Siendo justo, no me equivocaría si afirmase —de hecho, lo afirmo— que soy la persona más imperfecta del mundo. Nunca he acertado en nada. Soy como esas nubes errabundas que pasan por el mundo inadvertidas. Un ser insignificante. Un personaje sacado de una película de serie B. Un esperpento andante.

Si a mi bautizo no vino casi nadie, a mi funeral vendrán aún menos personas. Ni he meritado ni he sido comprendido. Mi vida ha sido como entrar a un autobús y que una mujer se moleste cuando le cedo el asiento, y cuando no lo cedo, se me acuse de ser poco solidario.

Como empresario he sido un chiste malo de Canal Sur con sabor a explotador. Como autónomo, alguien al que machacar a impuestos. Sin derechos. Sin esperanza. Sin paro. Sin movimientos. La muerte en vida.

Me pregunto cuál sería el papel a interpretar en los últimos años de mi vida. En qué rol podría ser aceptado por mis iguales; todos mejores que yo. Más altos o más guapas. Más listos o más de todo. A mí no se me ocurre ninguno. Sin embargo, sé —y por experiencia propia— que Dios aprieta hasta que te deja sin aire.

En el asilo no me veo. En el cementerio tampoco, porque no vendría nunca nadie a poner flores en mi tumba. De fantasma, menos aún, porque sería un puto sátiro y no pararía de provocar poltergeist. En la cruz, como crucificado, ya tengo mucha experiencia. No sé… A mí lo que más me pone, lo que me la pone durísima como una piedra, es el papel de atracador de bancos.

Sería épico entrar en una sucursal y decir aquellas cosillas de Geena Davis en Thelma & Louise:

Good morning, we’re not giving you this money, so just hand it over, okay?
Alright, just stay cool, ladies and gentlemen, and nobody gets hurt!
I robbed the store! I was real polite, too! I said, “Thank you.”

Y ya puestos, si me lo permiten, quisiera terminar como las protagonistas de ese film. Porque no es una caída: es un vuelo. En el instante en que, acorralado por un mundo que juzga y persigue, elijo, como ellas, la única forma de ser verdaderamente libre: desafiar la gravedad y el destino.

El coche suspendido sobre el vacío no se precipita: se eleva como un pájaro hecho de polvo y gasolina, una metáfora ardiente del coraje y la amistad. En ese segundo eterno no muero: trasciendo.

Cruzo el límite entre la tierra y el mito, entre la culpa y la eternidad, y me fundo con el horizonte como un relámpago de dignidad y belleza.
El abismo no me traga: me consagra. No encuentro otra forma mejor de irme de este mundo

Sergio Calle Llorens

viernes, 10 de octubre de 2025

¡OPERACIÓN MASAJE: CRÓNICA DEL PSOE HÚMEDO!

 



A veces me pregunto qué habrían pensado mis padres si yo les hubiera dicho que su futuro consuegro se dedicaba al negocio de las saunas. Ya saben; al estilo del padre de Begoña Gómez, cuyos negocios eran muy conocidos en la capital del Reino y, ahora, en toda España. En verdad, imagino el momento en el que “el amado líder” de la Cadena SER le confesó a sus progenitores:

—Papá, mamá, mi suegro se dedica al negocio más antiguo del mundo.

No sé yo, pero mi madre me habría preguntado si el tipo era chapero, y mi padre, por su parte, habría puesto el grito en el cielo.

También me gustaría saber qué habrían dicho mis hijos si hubiesen descubierto que su padre se gastaba el dinero público en mujeres de vida alegre. Ya saben, al estilo de Ábalos. Afortunadamente, mis vástagos no han tenido que pasar el bochorno de tener a un padre de esa calaña. A mí las pilinguis no me van, y mi vicio más secreto es el consumo de cerveza frente al Mediterráneo. Imagino que llegará el momento en que la descendencia del exministro de Transportes se cuestione la poquísima vergüenza de su padre.

—“Soy feminista porque soy socialista” —decía en un vídeo “el progresista” don José Luis Ábalos.

El otro día, cuatro personas hablaban en un bar sobre el tema mientras dos del PSOE se hacían los ofendidos.

Esta es la misma historia que ocurría con los de la secta del capullo en la taifa del sur: ese dinero gastado en cocaína y prostitución a cargo del contribuyente. Sorprendentemente, todos estos pájaros de mal agüero se ponen espléndidos a la hora de defender la ilegalización del oficio de aflautadoras de miembros. Sin embargo, yo encuentro que las señoras putas aportan más a nuestra sociedad que los votantes y políticos del PSOE. Al menos ellas hacen reales las fantasías sexuales de sus clientes. Sólo es cuestión de negociar el precio.

En cambio, los de la Rosa Nostra dan por culo al personal a todas horas y, encima o debajo, nunca negocian el precio. Ellos te penetran analmente sin vaselina, sin piedad, sin pedir permiso. Please, rush me to the burn unit.

Vivir bajo el yugo del PSOE es una violación que nadie —salvo los cuñaos ibéricos— quiere repetir por dolorosa, frustrante y cara.

A resultas de todo esto, pienso que los políticos de izquierda se rigen por la misma moralidad que en las saunas que regentaba Sabiniano Gómez Serrano. También considero que es una pena que el cuñado de Vergonya Gómez —hoy imputada por varios delitos gravísimos— haya tenido más talento para vivir del cuento que para componer una opereta llamada…

Opereta para putas y progres.

Sergio Calle Llorens

miércoles, 8 de octubre de 2025

¡VIAJE AL CENTRO DEL POSTUREO!

 



Si Julio Verne levantara la cabeza, probablemente se habría inscrito en la Flotilla española rumbo a Gaza. “Veinte mil leguas de postura en el mar”, habría titulado su diario de a bordo. Porque lo que salió de España no era un barco cargado de ayuda humanitaria, sino un flotador de ego inflado con aire de Instagram y buenas intenciones mal calibradas.

La escena tenía todos los ingredientes de una comedia absurda: personas con más pasión que planificación, líderes locales intentando hacerse héroes en la foto del desembarco, y voluntarios que parecían haber confundido la brújula con un filtro de Snapchat. Ada Colau y compañía aparecían como extras de los Hermanos Marx: uno se pregunta si la escena final consistirá en un número musical con sombreros imposibles y diálogos ingeniosamente contradictorios.

Los vuelos de regreso, pagados —oh ironía— por contribuyentes, confirmaron la sensación de que estábamos ante un híbrido entre Viaje al centro de la Tierra y La vida de Brian: un viaje épico en teoría, tragicómico en la práctica. Lo más sorprendente es que, a pesar de la ausencia de camiones de ayuda, la flotilla generó titulares gloriosos, debates en redes y memes para todos los gustos. Todo un festival de postureo internacional.

Si uno se detiene a pensar, incluso el cine de los años dorados tenía menos exageración. Imaginen a Humphrey Bogart y Peter Lorre intentando organizar cajas de ayuda mientras John Cleese les susurra chistes sobre logística humanitaria: la mezcla es tan surrealista que casi se agradece la poesía involuntaria de la escena.

Literariamente hablando, podríamos escribir páginas y páginas sobre este viaje: crónicas de buenas intenciones naufragando entre selfies, discursos pomposos y anuncios en redes sociales. Pero la moraleja es sencilla: cuando la realidad se disfraza de epopeya, el resultado a veces es un vodevil de tres actos, con banda sonora de aplausos y hashtags que nunca llegarán a puerto.

Y mientras el mundo mira, algunos héroes de pacotilla descubren que la verdadera ayuda empieza por no confundir la cámara con un salvavidas. Porque, como dijo Groucho Marx, “Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”.

Sergio Calle Llorens


miércoles, 1 de octubre de 2025

¡BESOS EN VÍA MUERTA!

 



"El problema de tener el corazón blando es que siempre acaba sangrando."
— Raymond Chandler

En la confluencia de las líneas uno y dos del Metro de Málaga, contemplo a una joven pareja apresurarse para subir al vagón en la estación de El Perchel. Ella es morena, alta, de labios carnosos y con unos ojos negros tan hondos como la noche. Sus piernas, largas como la cuesta de enero, completan el cuadro de Romero de Torres. Él, en cambio, es anodino: cabello castaño, rostro sin relieve, un chico corriente.

Al entrar, se colocan frente a frente. El muchacho la mira embelesado, acariciando su rostro con ternura, como si quisiera memorizar cada pliegue de su piel. Ella, en cambio, sostiene la mirada triste, apagada, ausente. No hace falta ser experto para entenderlo: cariño sí, amor ninguno. El lenguaje corporal lo delata sin piedad.

Él habla; ella calla, con los ojos perdidos, fijos solo cuando se cruza alguien más atractivo que su novio. Al pobre le quedan dos telediarios para que lo envíen al país de los corazones rotos, con billete de ida. Y yo, al observarlos, siento un golpe de tristeza. También estuve en su lugar. También fui, alguna vez, como esa muchacha.

Por un momento deseo levantarme y advertirle al chico que ni a las jóvenes ni a las maduras les gustan demasiado los muchachos buenos. Prefieren la incertidumbre, el filo de la herida. No hay que decirles que las quieres, ni dejar que sepan cuánto poder tienen sobre ti. Pero la voz metálica, en español e inglés, anuncia la llegada a Carranque y me arrastra a mis propios recuerdos. No mejores ni peores, simplemente pretéritos, cuando yo también creí que el primer amor duraba para siempre.

El desamor no es justo, pero tal vez sea necesario. Después de todo, un hombre no está terminado hasta que no lo acaba una mujer. Y ese joven está a punto de descubrirlo.

En la risa del enamorado escucho el eco de los años futuros: perfumes que lo perseguirán, canciones que lo arañarán, atardeceres que le recordarán lo perdido. Todo evocará a la muchacha que lo dejará atrás.

Él vuelve a besarla con ternura, ignorante del mundo que se le viene encima. Llegan a su estación y se alejan. Quise levantarme y darle un abrazo, pero ya era demasiado tarde. Para él… y para mí.

Porque los últimos besos que merecieron la pena se quedan siempre en la memoria, como esas escenas de cine que uno nunca olvida. “Siempre nos quedará París”, decía Bogart en Casablanca. Solo que, para el muchacho del metro, su París será cualquier rincón del recuerdo al que ella nunca regresará.

Sergio Calle Llorens