A veces los
recuerdos pesan como una mochila cargada de piedras. Recuerdos de madrugada.
Nostalgia asegurada. Puede ser una canción sacada de la banda sonora vital
que me ha ido acompañando. Otras veces es un perfume, o un rostro desdibujado
en la lluvia. Siento y sufro. Recuerdo y suspiro. Mi voz es muda, mis gritos
insonoros, mi pluma sin tinta. Soy un ser invisible, y para cuando me ven,
vienen a hablarme de mi hermano difunto.
Cuando eso
pasa, a mi mente llega su imagen en el porche de casa: el tocadiscos pinchando
a Pink Floyd y su eterna cara de pillo. Vivió siendo fiel a su filosofía
hedonista de vida, y eso es más de lo que se puede decir de cualquiera. Pero
nunca discuto con quienes vienen a decirme que su existencia fue demasiado
disoluta. Después de todo, cada uno elige su camino, y yo no soy nadie para
fiscalizar la vida de los demás. Vivió, bebió, amó y se drogó todo lo que pudo.
Yo solo recuerdo… y callo.
En verdad,
juzgar es una cosa muy seria, y yo, cuando se trata de fiscalizar, prefiero
hacerlo conmigo mismo. Entonces soy implacable y cruel. Siendo justo, no me
equivocaría si afirmase —de hecho, lo afirmo— que soy la persona más imperfecta
del mundo. Nunca he acertado en nada. Soy como esas nubes errabundas que pasan
por el mundo inadvertidas. Un ser insignificante. Un personaje sacado de una
película de serie B. Un esperpento andante.
Si a mi
bautizo no vino casi nadie, a mi funeral vendrán aún menos personas. Ni he
meritado ni he sido comprendido. Mi vida ha sido como entrar a un autobús y que
una mujer se moleste cuando le cedo el asiento, y cuando no lo cedo, se me
acuse de ser poco solidario.
Como
empresario he sido un chiste malo de Canal Sur con sabor a explotador.
Como autónomo, alguien al que machacar a impuestos. Sin derechos. Sin
esperanza. Sin paro. Sin movimientos. La muerte en vida.
Me pregunto
cuál sería el papel a interpretar en los últimos años de mi vida. En qué rol
podría ser aceptado por mis iguales; todos mejores que yo. Más altos o más
guapas. Más listos o más de todo. A mí no se me ocurre ninguno. Sin
embargo, sé —y por experiencia propia— que Dios aprieta hasta que te deja sin
aire.
En el asilo
no me veo. En el cementerio tampoco, porque no vendría nunca nadie a poner
flores en mi tumba. De fantasma, menos aún, porque sería un puto sátiro y no
pararía de provocar poltergeist. En la cruz, como crucificado, ya tengo
mucha experiencia. No sé… A mí lo que más me pone, lo que me la pone durísima
como una piedra, es el papel de atracador de bancos.
Sería épico
entrar en una sucursal y decir aquellas cosillas de Geena Davis en Thelma
& Louise:
Good morning, we’re not giving you this money, so
just hand it over, okay?
Alright, just stay cool, ladies and gentlemen, and nobody gets hurt!
I robbed the store! I was real polite, too! I said, “Thank you.”
Y ya
puestos, si me lo permiten, quisiera terminar como las protagonistas de ese
film. Porque no es una caída: es un vuelo. En el instante en que, acorralado
por un mundo que juzga y persigue, elijo, como ellas, la única forma de ser
verdaderamente libre: desafiar la gravedad y el destino.
El coche
suspendido sobre el vacío no se precipita: se eleva como un pájaro hecho de
polvo y gasolina, una metáfora ardiente del coraje y la amistad. En ese segundo
eterno no muero: trasciendo.
Cruzo el
límite entre la tierra y el mito, entre la culpa y la eternidad, y me fundo con
el horizonte como un relámpago de dignidad y belleza.
El abismo no me traga: me consagra. No encuentro otra forma mejor de irme de
este mundo
Sergio Calle Llorens
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