"El
problema de tener el corazón blando es que siempre acaba sangrando."
— Raymond Chandler
En la
confluencia de las líneas uno y dos del Metro de Málaga, contemplo a una joven pareja
apresurarse para subir al vagón en la estación de El Perchel. Ella es morena,
alta, de labios carnosos y con unos ojos negros tan hondos como la noche. Sus
piernas, largas como la cuesta de enero, completan el cuadro de Romero de
Torres. Él, en cambio, es anodino: cabello castaño, rostro sin relieve, un
chico corriente.
Al entrar,
se colocan frente a frente. El muchacho la mira embelesado, acariciando su
rostro con ternura, como si quisiera memorizar cada pliegue de su piel. Ella,
en cambio, sostiene la mirada triste, apagada, ausente. No hace falta ser
experto para entenderlo: cariño sí, amor ninguno. El lenguaje corporal lo
delata sin piedad.
Él habla;
ella calla, con los ojos perdidos, fijos solo cuando se cruza alguien más
atractivo que su novio. Al pobre le quedan dos telediarios para que lo envíen
al país de los corazones rotos, con billete de ida. Y yo, al observarlos,
siento un golpe de tristeza. También estuve en su lugar. También fui, alguna
vez, como esa muchacha.
Por un
momento deseo levantarme y advertirle al chico que ni a las jóvenes ni a las
maduras les gustan demasiado los muchachos buenos. Prefieren la incertidumbre,
el filo de la herida. No hay que decirles que las quieres, ni dejar que sepan
cuánto poder tienen sobre ti. Pero la voz metálica, en español e inglés,
anuncia la llegada a Carranque y me arrastra a mis propios recuerdos. No
mejores ni peores, simplemente pretéritos, cuando yo también creí que el primer
amor duraba para siempre.
El desamor
no es justo, pero tal vez sea necesario. Después de todo, un hombre no está
terminado hasta que no lo acaba una mujer. Y ese joven está a punto de
descubrirlo.
En la risa
del enamorado escucho el eco de los años futuros: perfumes que lo perseguirán,
canciones que lo arañarán, atardeceres que le recordarán lo perdido. Todo
evocará a la muchacha que lo dejará atrás.
Él vuelve a
besarla con ternura, ignorante del mundo que se le viene encima. Llegan a su
estación y se alejan. Quise levantarme y darle un abrazo, pero ya era demasiado
tarde. Para él… y para mí.
Porque los
últimos besos que merecieron la pena se quedan siempre en la memoria, como esas
escenas de cine que uno nunca olvida. “Siempre nos quedará París”, decía
Bogart en Casablanca. Solo que, para el muchacho del metro, su París
será cualquier rincón del recuerdo al que ella nunca regresará.
Sergio Calle Llorens
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