Hubo un
tiempo —quizá el último instante en que la tinta olía a pólvora y no a notas de
prensa— en que los periodistas eran buscadores de verdad, no community
managers del poder. Aquellos hombres y mujeres, con gabardina, cigarro y
una máquina de escribir como única trinchera, destaparon los sótanos del poder
y obligaron a un presidente de Estados Unidos a renunciar entre las
sombras del escándalo. Se llamaba Watergate, y sus héroes no
llevaban corbata ministerial sino dignidad en los bolsillos.
Hoy, en
cambio, el ministro de Justicia español pretende que el periodismo se
arrodille. Que los cronistas bajen la voz, que los medios sean obedientes
perros de compañía del Gobierno, que el oficio de contar lo que molesta se
convierta en delito de lesa majestad. No hay mayor amenaza para la democracia
que un político con complejo de censor y alergia a la libertad.
Mientras
tanto, el presidente Sánchez intenta dar lecciones de ética desde su
púlpito de espejos, hablando de regeneración moral mientras su partido sigue
oliendo a EREs y subvenciones desviadas con la misma fragancia que una
vieja caja fuerte andaluza. Y como si la historia fuera una comedia de enredos,
sus familiares más próximos aparecen en titulares judiciales como si se tratara
de figurantes de El Padrino, pero sin la elegancia de Coppola.
El
ministro, ese sacerdote de la corrección, cree que puede dictar qué es periodismo y qué no. Ignora
que la libertad de prensa es una fiera vieja y sabia, que ha sobrevivido a
dictadores, inquisidores, censores y ministros con ínfulas de salvapatrias. Que
por cada redactor amordazado, surgen cien con la pluma más afilada. Que los
periódicos libres no necesitan subvenciones ni favores, solo lectores con
memoria y coraje.
Porque el
periodismo libre no se alquila ni se arrodilla. Se emborracha de verdad, aunque
duela, y escribe lo que ve, no lo que conviene. Es hijo bastardo de la
literatura y la desobediencia, primo hermano de la poesía y del desacato. No
necesita credenciales ni bendiciones: le basta con una pregunta y una
conciencia.
Recuerdo
una escena de Todos los hombres del presidente: Hoffman y Redford en la
penumbra de la redacción, escribiendo bajo la amenaza del poder, pero con la fe intacta en que la
palabra puede derribar imperios. Aquel tecleo era el sonido de la libertad.
Hoy, el ruido de los teclados digitales puede ser igual de subversivo, si se
usa para decir lo que el poder quiere silenciar.
Así que,
señor ministro, si usted cree que puede domesticar la prensa, no ha entendido
nada. Somos los gatos de la democracia: nos alimentamos de la basura del poder
y, aun así, caemos siempre de pie.
Y a usted,
señor presidente, le propongo una tregua: deje de luchar contra su sombra.
Si quiere limpiar su partido, empiece por abrir las ventanas, no por cerrar las
bocas.
El
periodismo libre no necesita permiso. Solo necesita una chispa. Y créame, ya
huele a pólvora.
Y mientras
el ministro prepara nuevas leyes para domar la verdad, los periodistas
seguiremos escribiendo, riendo, publicando, brindando con vino barato y
creyendo que la palabra sigue siendo el último refugio de los libres. Porque,
al final, siempre gana la tinta.
Y si no lo
creen, pregúntenle a Nixon. Está en el más allá, tomando café con los
fantasmas de los que pensaron que podían silenciar a la prensa.
Sergio Calle
Llorens
No hay comentarios:
Publicar un comentario