Hay un tipo
de resentimiento que se disfraza de revolución, una especie de furia moral que
pretende salvar al mundo a base de despreciarlo. El odio, cuando se convierte
en ideología, huele a moho, a sótano cerrado y a consigna vieja. Y en España,
ese olor tiene hoy nombres propios y discursos en streaming.
Pablo
Iglesias y Pablo Echenique son, en el fondo, dos sacerdotes del rencor. Ambos se nutren del odio
como otros del incienso: lo inhalan, lo predican y lo reparten en dosis diarias
a sus fieles digitales. Dicen luchar contra el poder, pero lo único que
combaten es su propio reflejo. Y eso —ya lo decía Nietzsche— termina por
deformar el alma: quien combate monstruos corre el riesgo de convertirse en
uno de ellos.
Iglesias,
que se autoproclamó heredero de Gramsci y acabó en los platós haciendo de sí mismo, habla de
“reventar a la derecha” como quien invita a una cruzada moral. Echenique,
por su parte, defiende dictaduras caribeñas con la alegría de quien no ha
tenido que hacer cola para comprar pan. Ambos son hijos de una misma rabia
estética: la del que no soporta que el mundo no encaje en su teoría.
El odio
político tiene algo de cine malo: los buenos y los malos están definidos de
antemano, la trama no admite matices y la emoción se confunde con el ruido. En
su versión más reciente, el guion recuerda a V de Vendetta, pero
sin máscara ni elegancia, solo con mucho Twitter.
Históricamente,
el odio ha sido siempre el combustible de los mediocres. Lo usaron los
jacobinos para justificar la guillotina, los fascistas para llenar los trenes,
los comunistas para vaciar las cárceles. Todos creyeron que odiaban por una
causa noble. Ninguno entendió que el odio solo destruye lo que toca, incluso a
quien lo abraza.
En
filosofía, Aristóteles decía que el odio no busca corrección, sino
aniquilación. No
quiere convencer, quiere borrar. Por eso el discurso del odio es tan adictivo:
da sensación de poder, pero deja vacío el corazón. Lo sabía también Hannah
Arendt cuando observó que los regímenes totalitarios no se construyen solo con
miedo, sino con resentimiento. El odio organiza, da pertenencia, ofrece una
identidad a quien no sabe quién es.
Iglesias
y Echenique son, en el fondo, dos tristes. Dos hombres que han hecho del resentimiento un
oficio. No odian por amor a la justicia, sino por necesidad de sentirse
importantes. Les pasa lo que a Anakin Skywalker antes de ser Darth
Vader: confunden la ira con la fuerza, la venganza con la justicia, el
poder con la verdad. Y así terminan, respirando con dificultad bajo la máscara
del héroe caído.
Pero el odio
tiene fecha de caducidad. Se agota, como los discursos de mitin o las causas
impostadas. Lo hermoso —y esto lo aprendimos de Chaplin en El Gran
Dictador— es que la bondad siempre encuentra su camino. Entre tanto
grito, alguien enciende una vela, escribe un poema o cuenta una historia
verdadera. La esperanza, al fin y al cabo, también es una forma de resistencia.
Por eso
no puedo odiarlos. Me dan pena. Pena sincera. Porque vivir odiando debe de ser un infierno más
triste que todos los que Dante imaginó. Mientras ellos lanzan consignas como
piedras, yo prefiero seguir creyendo en la risa, en el vino compartido, en el
periodismo libre y en la palabra que consuela.
El odio es
ruido. La libertad, en cambio, es música.
Y aunque ellos desafinen, algunos seguiremos tocando.
¡Won´t get fooled again!
Sergio Calle Llorens
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