domingo, 26 de octubre de 2025

¡LOS MINISTROS DEL ODIO!


 


Hay un tipo de resentimiento que se disfraza de revolución, una especie de furia moral que pretende salvar al mundo a base de despreciarlo. El odio, cuando se convierte en ideología, huele a moho, a sótano cerrado y a consigna vieja. Y en España, ese olor tiene hoy nombres propios y discursos en streaming.

Pablo Iglesias y Pablo Echenique son, en el fondo, dos sacerdotes del rencor. Ambos se nutren del odio como otros del incienso: lo inhalan, lo predican y lo reparten en dosis diarias a sus fieles digitales. Dicen luchar contra el poder, pero lo único que combaten es su propio reflejo. Y eso —ya lo decía Nietzsche— termina por deformar el alma: quien combate monstruos corre el riesgo de convertirse en uno de ellos.

Iglesias, que se autoproclamó heredero de Gramsci y acabó en los platós haciendo de sí mismo, habla de “reventar a la derecha” como quien invita a una cruzada moral. Echenique, por su parte, defiende dictaduras caribeñas con la alegría de quien no ha tenido que hacer cola para comprar pan. Ambos son hijos de una misma rabia estética: la del que no soporta que el mundo no encaje en su teoría.

El odio político tiene algo de cine malo: los buenos y los malos están definidos de antemano, la trama no admite matices y la emoción se confunde con el ruido. En su versión más reciente, el guion recuerda a V de Vendetta, pero sin máscara ni elegancia, solo con mucho Twitter.

Históricamente, el odio ha sido siempre el combustible de los mediocres. Lo usaron los jacobinos para justificar la guillotina, los fascistas para llenar los trenes, los comunistas para vaciar las cárceles. Todos creyeron que odiaban por una causa noble. Ninguno entendió que el odio solo destruye lo que toca, incluso a quien lo abraza.

En filosofía, Aristóteles decía que el odio no busca corrección, sino aniquilación. No quiere convencer, quiere borrar. Por eso el discurso del odio es tan adictivo: da sensación de poder, pero deja vacío el corazón. Lo sabía también Hannah Arendt cuando observó que los regímenes totalitarios no se construyen solo con miedo, sino con resentimiento. El odio organiza, da pertenencia, ofrece una identidad a quien no sabe quién es.

Iglesias y Echenique son, en el fondo, dos tristes. Dos hombres que han hecho del resentimiento un oficio. No odian por amor a la justicia, sino por necesidad de sentirse importantes. Les pasa lo que a Anakin Skywalker antes de ser Darth Vader: confunden la ira con la fuerza, la venganza con la justicia, el poder con la verdad. Y así terminan, respirando con dificultad bajo la máscara del héroe caído.

Pero el odio tiene fecha de caducidad. Se agota, como los discursos de mitin o las causas impostadas. Lo hermoso —y esto lo aprendimos de Chaplin en El Gran Dictador— es que la bondad siempre encuentra su camino. Entre tanto grito, alguien enciende una vela, escribe un poema o cuenta una historia verdadera. La esperanza, al fin y al cabo, también es una forma de resistencia.

Por eso no puedo odiarlos. Me dan pena. Pena sincera. Porque vivir odiando debe de ser un infierno más triste que todos los que Dante imaginó. Mientras ellos lanzan consignas como piedras, yo prefiero seguir creyendo en la risa, en el vino compartido, en el periodismo libre y en la palabra que consuela.

El odio es ruido. La libertad, en cambio, es música.
Y aunque ellos desafinen, algunos seguiremos tocando.

¡Won´t get fooled again!

Sergio Calle Llorens

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