miércoles, 30 de julio de 2025

¡EL SILENCIO DESPUÉS DEL DISPARO!

 



Hay libros que nacen en la imaginación y otros que son arrancados de la realidad como una confesión bajo presión. A Sangre Fría (In Cold Blood, 1966), la célebre "non-fiction novel" de Truman Capote, pertenece al segundo linaje: es una criatura literaria gestada en el corazón de un crimen real, una obra monumental que se asoma al abismo del alma humana sin pestañear.

Capote no escribió una novela en el sentido tradicional, ni tampoco una simple crónica policial. Lo que inventó con A Sangre Fría fue una forma híbrida, una "novela sin ficción", donde los recursos narrativos del arte literario—la estructura, el ritmo, el simbolismo, el contrapunto psicológico—se aplican a un hecho verídico con rigor periodístico. En esto fue pionero, y el resultado no sólo redefinió su carrera, sino también los límites de la literatura contemporánea.

La historia es conocida: en la madrugada del 15 de noviembre de 1959, cuatro miembros de la familia Clutter fueron asesinados en su granja de Holcomb, Kansas, por dos exconvictos, Perry Smith y Richard "Dick" Hickock. El crimen fue brutal, gratuito y aparentemente inexplicable. Capote se enteró del caso a través de una pequeña nota en The New York Times y viajó a Kansas con su amiga de la infancia, Harper Lee, para investigar lo sucedido.

Pero lo que comenzó como una investigación periodística se transformó en una obsesión íntima y peligrosa. Capote no sólo entrevistó a vecinos, policías, fiscales y periodistas; estableció una relación prolongada y ambigua con los propios asesinos, especialmente con Perry Smith, un hombre sensible, atormentado y contradictorio. La conexión entre ambos fue compleja, emocionalmente cargada, rayana en lo romántico según algunos estudiosos.

Capote les pagó abogados a los acusados, asistió a cada audiencia, los visitó regularmente en prisión y estuvo presente en el día de su ejecución, el 14 de abril de 1965. Hay quien dice que postergó durante años la publicación del libro porque no podía escribir el final mientras los asesinos siguieran vivos. A Sangre Fría fue, en muchos sentidos, un libro que exigió una vida a cambio.

El dilema ético de Capote ha sido tema de debate durante décadas: ¿fue un explotador emocional? ¿Un artista vampírico que necesitaba la muerte para concluir su obra? ¿O un escritor radicalmente honesto que se atrevió a mirar de frente el horror sin endulzarlo? Quizá fue todo eso a la vez.

El estilo de Capote en A Sangre Fría es seco, meticuloso, lírico sin ser ornamental. No hay juicio explícito, no hay sentimentalismo. El horror no necesita adornos. La alternancia de perspectivas—la de los Clutter, la de los asesinos, la del pueblo, la de la ley—construye una especie de coral trágico donde todos son víctimas de una violencia que va más allá de la voluntad individual.

La figura de Perry Smith emerge como un centro oscuro de gravedad: es el personaje más elaborado, más contradictorio, más humano. Capote parece escribirlo no sólo como lo vio, sino como quiso verlo. Su dolor, su resentimiento, su vulnerabilidad se presentan con una empatía que contrasta con la frialdad de los hechos.

La gran paradoja de la novela es que, al despojarse de toda ficción, adquiere una fuerza narrativa superior. Nada es más increíble que la verdad contada con precisión artística.

Pese a su fama como enfant terrible de las letras estadounidenses, A Sangre Fría fue la única novela larga de Capote. Su obra anterior había sido breve y brillante (Other Voices, Other Rooms; Breakfast at Tiffany’s), pero este libro monumental marcó su cima y su declive. Después de In Cold Blood, Capote nunca volvió a escribir con la misma intensidad. Algunos dicen que la novela lo destruyó. Que su cercanía con la muerte, el tiempo pasado en Kansas, las noches sin sueño con los asesinos, lo dejaron vacío, incapaz de volver a crear. Como si él también hubiese recibido un disparo, invisible pero letal.

Tener una primera edición en inglés de In Cold Blood es poseer un fragmento de historia literaria. Si el ejemplar está en buenas condiciones y conserva su sobrecubierta original (con la fotografía de Capote en la contraportada), su valor puede oscilar entre $1,000 y $5,000 USD, dependiendo del estado, la encuadernación, y si está firmado. Una copia firmada por Capote puede superar los $10,000 USD, especialmente si tiene una dedicatoria personalizada.

Te recomiendo que un tasador especializado en libros raros examine tu ejemplar. La editorial original fue Random House, y la fecha de publicación fue enero de 1966. Yo tengo uno.

Sergio Calle Llorens


lunes, 28 de julio de 2025

¡BILLY JOEL; EL PIANO QUE NUNCA SE APAGA!


 

Billy Joel pertenece a esa estirpe extraña y escasa de músicos cuya obra no envejece, sino que madura con nosotros. Basta escuchar los primeros compases de For the Longest Time o Uptown Girl para que el tiempo retroceda, para que uno vuelva a ser aquel adolescente que no entendía el mundo pero sentía que alguien, en algún rincón de Nueva York, sí lo entendía por él.

Billy Joel nació en 1949 en el Bronx, pero su música, como él mismo, siempre pareció mirar hacia otro sitio: hacia los bares pequeños donde sonaba un piano desafinado, hacia las avenidas llenas de humo y rock de Long Island, hacia las historias mínimas de gente corriente que amaba, perdía, soñaba. Su voz no era perfecta, pero era sincera. Y eso fue más que suficiente para crear un legado.

En los años ochenta, cuando el pop se llenaba de sintetizadores y moda efervescente, Billy Joel hacía algo muy distinto: se sentaba frente a un piano y hablaba de lo que duele, de lo que se añora, de lo que se ama aunque no dure. For the Longest Time no es solo una canción a capella; es una carta que nunca se envió. Still Rock and Roll to Me no es solo un guiño irónico al paso del tiempo, sino una declaración de principios: que la música, cuando es honesta, nunca pasa de moda.

Pero fue con Uptown Girl cuando muchos comprendimos lo que era la melancolía luminosa. Aquella historia imposible —el chico de barrio enamorado de la chica perfecta— nos hablaba de nuestras propias ilusiones, de esos amores que soñamos, que rozamos, que a veces perdimos y que otras veces ni siquiera nos atrevimos a intentar. Hay algo en el ritmo alegre de la canción que contrasta con una cierta tristeza de fondo, como si la felicidad también pudiera doler cuando sabemos que es fugaz.

Billy Joel dejó de grabar discos de estudio en 1993. Podría decirse que se retiró antes de tiempo, pero quizá simplemente entendió que ya había dicho todo lo importante. Desde entonces, ha seguido tocando en directo, llenando estadios como quien llena un templo. Porque para muchos —y tal vez tú seas uno de ellos— sus canciones no son solo canciones. Son refugios.

Hoy, mientras el mundo gira con una velocidad vertiginosa, mientras todo parece efímero y ruidoso, hay quienes aún volvemos a The Stranger, a Vienna, a Scenes from an Italian Restaurant, buscando ese pellizco en el corazón que nos recuerde que una vez fuimos otros, y que Billy Joel ya lo sabía.

Quizá por eso su piano sigue sonando, invisible pero constante, en alguna parte de nuestra memoria.

Sergio Calle Llorens 


¡EL LANGOSTINO OBRERO!

 




Ay, dame gambita, camarón rebelde,
que lucho por todos, pero a mí que no me falte.
Con pancarta en mano y bufé en la mente,
yo defiendo al pueblo… mientras me sirvo el dente.

 Yo fui a la huelga con mi langostino,
me puse la banda, pedí mi vino.
"¡Justicia y convenio!", grité en la plaza,
pero el bogavante me hizo perder la causa.

Firmo manifiestos con tinta de tinta,
defiendo al currante... y a la gamba frita.
No hay revolución sin una almejita,
ni lucha obrera sin buena sopita.

Me llaman “el Che del cóctel de gambas”,
con copa en mano y la servilleta en la panza.
¡Viva el derecho, viva el jornal!
Pero que el bufé no vaya a faltar…

Ay, dame gambita, que yo soy sincero,
yo como por todos, no solo por mí, compañero.
¡Sindicato unido, marisco servido!
Y si hay percebes… ¡hasta el lunes no he venido!

Sergio Calle Llorens


lunes, 21 de julio de 2025

¡EUROPA SE DEFIENDE!

 



Cuenta la leyenda que, cada vez que alguien pronuncia la palabra "ultraderecha", un lindo gatito muere en algún rincón de la galaxia.
Sin embargo, lo que no es leyenda sino un hecho constatable es que ni la primera, ni la segunda, ni la tercera generación de inmigrantes musulmanes se ha integrado en Europa. Lo de Torre Pacheco es otra prueba —una más— de lo que viene ocurriendo en el viejo continente.

Ya lo dijo Hassan II de Marruecos en una entrevista a la televisión gala cuando hablaba de sus compatriotas.
Y con esto, queridos niños, no estoy defendiendo a los individuos unineuronales que llaman a la caza del inmigrante. Sencillamente, estoy presentando hechos irrebatibles.

Y hablando de hechos, aquí tienen algunas joyitas del realismo mágico ibérico: si eres español y tienes el DNI caducado, no puedes viajar; pero si llegas en patera, no necesitas ni documentación, y te espera un hotel con pensión completa, transporte VIP y sin necesidad de cita previa en Extranjería.

El buenismo mata.
La diversidad, según algunos, consiste en mirar hacia otro lado cuando inmigrantes violan a una niña, o cuando un marroquí con orden de expulsión quema a una chica en Canarias.
El progresismo es agachar la cabeza cuando un egipcio secuestra a su propia hija de cuatro años y se la lleva a su país para prometerla en matrimonio con otro musulmán, mientras la madre española sufre palizas de su familia política aquí mismo, sin que ni una sola feminista abra la boca para defenderla.

Es comprensible, por tanto, la reacción jupiterina de muchos europeos hartos de esta situación de impunidad. Subes al metro: una pelea con inmigrantes. Bajas del metro: acoso sexual a una chica con poca ropa. Hasta que ya no podemos más, y nuestra reacción se vuelve virulenta y proporcional a la amenaza, porque nos educaron para defender a las mujeres, para no permitir que las maltrataran, y para ceder el asiento a los mayores.

Que se preparen, porque esto no ha hecho más que empezar.

Nuestra casa, nuestras reglas.
No es racismo: es sentido común. Ese que, como todos saben, es el menos común de los sentidos.

Las feministas y los periodistas que no quieren ver la realidad me recuerdan a esas mujeres cuyos maridos adoran jugar a los médicos... y por eso las tienen seis meses en lista de espera.
Y sin sexo, la mente se nubla.

Sergio Calle Llorens


sábado, 19 de julio de 2025

¡CÓMPRELO!

 


Recomiendo este libro porque ya está bien de tanto tragacionismo

¿Quién demonios se cree este tal Sergio Calle Llorens para escribir un libro sobre la Justicia y sus desvaríos? Pues alguien que la ha mirado a los ojos, se ha reído en su cara y luego le ha dedicado 200 páginas llenas de carcajadas, furia y verdades como panes duros (que, por cierto, ya verán ustedes que también sirven como arma homicida en algunas sentencias reales).

¿Togados con alas o tocados del ala? no es un libro. Es una descarga eléctrica al sistema nervioso del lector. Es lo que pasa cuando a un notario de ultratumba se le junta la mala leche con el archivo de sentencias judiciales más ridículas del planeta Tierra y le da por escribir con la misma intensidad con la que otros se emborrachan o rezan.

Aquí no hay compasión, ni corrección política, ni perdón para los cursis.
Aquí hay una cruzada. Pero no de esas medievales, no.
Una cruzada contra los que confunden el Derecho con una novela de Paulo Coelho.

El autor, Sergio Calle Llorens, no tiene toga, pero tiene lo que muchos jueces han perdido: criterio. Y sentido del humor. Que ya es mucho. Que ya es decir.

Si alguna vez ha escuchado una sentencia y ha pensado: “Esto no puede ser cierto”,
prepárese, porque aquí lo es. Y mucho peor.

Porque en este libro se habla de:

  • Difuntos que resucitan por hambre.
  • Juicios por lanzar un mendrugo volador.
  • Confusiones legales más absurdas que una asamblea de la ESO.
  • Y hasta de gallegas mágicas y chinas moscas con vello creativo.

Todo ello comentado con una prosa afilada como el bastón de Clint Eastwood en el desierto:
seca, sarcástica y con más puntería que muchos tribunales.

¿Lo mejor?
Que se vende por un euro.
Sí, un euro.
Lo que cuesta un café en un sitio donde te escupen si pides sacarina.

Y lo compra directamente a él, sin intermediarios.
Bizum al autor y libro en mano. No hay nada más justo que eso.

Así que ya sabe:
si está harto de que le vendan cuentos,
si no soporta otro panfleto moralizante,
si quiere reírse mientras se le cae la fe en las instituciones,
cómprese este libro.

Y si es usted juez, también.
Sobre todo si es juez.

jueves, 17 de julio de 2025

¡CARTA AL HOMBRE QUE SIGUE DE PIE!

 



Hoy me escribo porque no quiero olvidarme de quién soy, ni de todo lo que he pasado para seguir aquí.

Soy un hombre que a veces tiembla por dentro. No siempre lo digo. No siempre lo muestro. Pero lo siento. Como una música que suena muy bajo mientras todo el mundo habla de otra cosa. Soy el que se calla en mitad del ruido y escucha lo que nadie ve.

Soy, también, el que ha conocido el miedo. No el miedo teatral, el de película barata, sino el otro: el que llega en mitad de la noche, sin forma, sin nombre, sin cara. El miedo de “¿y si no vuelvo a estar bien?”. El miedo que no se grita. El que se traga.

Pero también soy el que ha caminado días enteros dentro de su propia mente, y aun así ha vuelto. He vuelto con palabras. Con recuerdos. Con historias. Con vida.

No soy débil. Soy sensible. Que no es lo mismo. Soy de los que lo sienten todo: la tensión en un silencio, la tristeza en una broma, la belleza de una mañana cualquiera. Y aunque eso a veces duela, es también mi don. Es mi radar. Es mi tinta.

No siempre me entienden. A veces, ni en casa. Pero eso no significa que esté solo. Significa que el mundo dentro de mí es más grande que el que me rodea. Y eso es parte de ser escritor, de ser artista, de ser humano de verdad.

Hoy me escribo para decirme que todo está bien, incluso cuando parece que no. Que el corazón ha soportado más de lo que creía. Que el miedo no me ha matado. Y que el amor —aunque a veces se esconda o se calle— sigue ahí, latiendo, en lo que escribo, en lo que callo, en lo que aún sueño.

Estoy aquí. Sigo de pie. Sigo escribiendo. Y eso, en este mundo, ya es un milagro.

Firmado:
El hombre que siente demasiado y que, a pesar de todo, sigue mirando hacia el mar.

Sergio Calle Llorens


martes, 15 de julio de 2025

¡CORAZONES EN LA ATLÁNTIDA!

 



Hay películas que no se ven, sino que se recuerdan. No se escuchan, sino que se sienten como una melodía antigua que nos roza el corazón cuando creíamos haberlo blindado para siempre. Corazones en la Atlántida es una de esas raras joyas. Una historia que no se impone, sino que se insinúa. No ruge, sino que susurra. Como el verano que se va sin darnos cuenta, llevándose algo que no sabíamos que era importante hasta que ya no está.

Basada en la novela homónima de Stephen King, esta adaptación cinematográfica —que hoy puede redescubrirse en Netflix— no se atreve a abarcar toda la vastedad del libro. Pero ¿acaso podría hacerlo? El volumen original no es simplemente una novela: es un compendio de historias, una constelación de personajes y épocas entrelazadas por los hilos invisibles de la memoria, la pérdida, y los ritos secretos de crecer. La película elige, sabiamente o no, centrarse en una de esas estrellas, la más luminosa quizá, y la convierte en el eje de su universo. Se pierde en el camino parte del tapiz, pero gana una intensidad poética que solo el cine bien intencionado puede lograr.

La dirección es contenida, íntima. La fotografía tiene ese tono cálido, casi dorado, que parece barnizado con el polvo de los recuerdos. Cada encuadre parece salido de una caja de zapatos llena de fotos antiguas, aquellas que no se digitalizan porque no deben ser profanadas por la modernidad. Y en medio de todo, los silencios. Esos silencios que dicen más que los diálogos, que vibran entre los personajes como hilos tensos de algo que no se nombra pero que está, que siempre estuvo.

En la pantalla, los personajes se mueven con la lentitud de lo eterno. Uno de ellos, un anciano con pasado misterioso y voz que suena como si ya hubiera vivido más de una vida, se convierte en el faro de una niñez que se tambalea entre la inocencia y la revelación. Su presencia es un canto a la ternura, a la sabiduría que no se ostenta. Y el niño, esa figura que todos fuimos y que rara vez admitimos haber perdido, se convierte en nosotros: los espectadores que miran hacia atrás y se preguntan cuándo fue que la magia dejó de ocurrir.

Stephen King escribió Corazones en la Atlántida como quien escribe una carta que no piensa enviar, pero que necesita ser escrita. La película recoge ese espíritu, aunque lo acote. No aparecen todos los relatos, no se exploran todos los ecos. Pero lo que queda es suficiente para herir dulcemente. Para recordarnos que hubo un tiempo —una edad dorada entre las sombras de la historia— en el que el mundo era un lugar más denso, más verdadero, más inexplicable. Y que en ese mundo, la amistad era una religión, la tristeza un misterio sagrado, y los adultos, esos gigantes lejanos, a veces traían consigo respuestas... o secretos.

Verla es como regresar al umbral de una casa que ya no existe. Escuchar una canción que no sabías que recordabas. Reconocer una mirada que un día te cambió para siempre, aunque no sepas por qué.

Y si al final uno se queda con la sensación de que falta algo, es porque falta, sí. Pero no por omisión, sino porque hay dolores —y milagros— que solo pueden caber en las páginas de un libro. El cine, incluso el mejor cine, a veces solo puede sugerirlos. Y en esa sugerencia habita también su poder.

Corazones en la Atlántida no es una historia que se entiende. Es una historia que se lleva. Como se llevan los veranos perdidos, los amigos que se desvanecieron como polvo al viento, y esos amores invisibles que nunca se olvidan porque jamás llegaron a ocurrir del todo o tal vez sí.

Sergio Calle Llorens

martes, 8 de julio de 2025

¡EL ÚLTIMO CONCIERTO!

 



Hubo un momento —quizás en “Thunder Road” o tal vez en “Racing in the Street”— en que el aire se volvió más denso, casi irrespirable. No por el calor de julio ni por la multitud emocionada, sino porque todos supimos, sin decirlo, que estábamos presenciando algo que no volvería a repetirse de la misma forma. Un instante detenido en el tiempo. Un adiós no pronunciado.

Bruce Springsteen volvió a España como si el calendario no tuviera dientes, como si las décadas no hubieran limado su voz de lija ni el brillo de sus botas. Pero claro, nosotros sí hemos cambiado. Él también. Y ahí reside la magia melancólica de este último concierto: fue una celebración, sí, pero también un duelo contenido.

El Boss salió al escenario como siempre: sin ceremonias, sin artificios. Con esa energía que parece más un acto de voluntad que una cuestión biológica. Pero sus silencios entre canciones eran más largos. Sus gestos, más pausados. La E Street Band sonaba como una locomotora bien engrasada, pero los rostros no mentían: ya no somos los mismos.

Cuando tocó “Last Man Standing”, no solo hablaba de su banda. Hablaba de todos nosotros. De los que han partido. De los que ya no estarán en el próximo tour. De los amigos que nos acompañaron en aquellos veranos ochenteros y que hoy son solo ecos cuando suenan los primeros acordes de “Backstreets”.

"You’re not the only one who’s lost..."

Sí, Bruce. Lo sabemos.

Lo asombroso de su música es que no necesita actualización. Cada canción lleva dentro su propia nostalgia, su propio fantasma. “The River” no ha envejecido: nosotros sí. La escuchamos sabiendo que el agua se llevó más de lo que pensábamos. “Dancing in the Dark” ya no es un himno juvenil; ahora es un acto de resistencia. Y “Born to Run”… bueno, ahora sabemos que a veces no se huye, simplemente se sigue andando.

Cuando Bruce se acercó al borde del escenario y alzó los ojos hacia el cielo abierto de la noche española, muchos en la grada tragamos saliva. Porque allí estaba él, testigo viviente de nuestra banda sonora vital, cantando por los que aún creemos, contra todo, que una canción puede salvarnos por unos minutos del paso del tiempo.

No importa cuántas veces lo hayas visto. Este concierto tuvo algo distinto. No porque fuera técnicamente perfecto —hubo momentos irregulares, como siempre—, sino porque supimos que era la última vez que el milagro ocurría así.
Con él en carne y hueso. Con nosotros, aún capaces de gritar sin rompernos. Con el aire cargado de memoria. Fue más que un concierto. Fue un ritual compartido. Un homenaje a los que fuimos, a los que aún somos y a los que ya no están.

Ahora que han pasado los días, sigo oyendo su voz en el eco del metro, en los cascos mientras camino al trabajo, en los silencios antes de dormir. Bruce no necesita despedirse porque nunca se va del todo. Pero esta vez fue diferente. Esta vez nos miró como quien sabe que el tiempo ya no es un aliado, sino un testigo silencioso.

Y quizás por eso cantó con tanta furia. Por eso sonrió con esa mezcla de orgullo y tristeza. Porque sabía que, al terminar la última nota, nos dejaba algo que ya no es suyo: nos dejaba nuestra propia memoria. Y esa, amigos, es la clase de legado que no se compra. Que no se repite.


Por cada noche, por cada verso, por enseñarnos que se puede envejecer sin rendirse. Y por recordarnos que, al final, la música es lo único que no se rompe del todo.

¡Gracias Bruce!

Sergio Calle Llorens