Hay
películas que no se ven, sino que se recuerdan. No se escuchan, sino que se
sienten como una melodía antigua que nos roza el corazón cuando creíamos
haberlo blindado para siempre. Corazones en la Atlántida es una de
esas raras joyas. Una historia que no se impone, sino que se insinúa. No
ruge, sino que susurra. Como el verano que se va sin darnos cuenta, llevándose
algo que no sabíamos que era importante hasta que ya no está.
Basada en
la novela homónima de Stephen King, esta adaptación cinematográfica —que hoy
puede redescubrirse en Netflix— no se atreve a abarcar toda la vastedad del libro. Pero
¿acaso podría hacerlo? El volumen original no es simplemente una novela: es un
compendio de historias, una constelación de personajes y épocas entrelazadas
por los hilos invisibles de la memoria, la pérdida, y los ritos secretos de
crecer. La película elige, sabiamente o no, centrarse en una de esas estrellas,
la más luminosa quizá, y la convierte en el eje de su universo. Se pierde en el
camino parte del tapiz, pero gana una intensidad poética que solo el cine bien
intencionado puede lograr.
La
dirección es contenida, íntima. La fotografía tiene ese tono cálido, casi dorado, que parece barnizado
con el polvo de los recuerdos. Cada encuadre parece salido de una caja de
zapatos llena de fotos antiguas, aquellas que no se digitalizan porque no deben
ser profanadas por la modernidad. Y en medio de todo, los silencios. Esos
silencios que dicen más que los diálogos, que vibran entre los personajes como
hilos tensos de algo que no se nombra pero que está, que siempre estuvo.
En la
pantalla, los personajes se mueven con la lentitud de lo eterno. Uno de ellos,
un anciano con pasado misterioso y voz que suena como si ya hubiera vivido más
de una vida, se
convierte en el faro de una niñez que se tambalea entre la inocencia y la
revelación. Su presencia es un canto a la ternura, a la sabiduría que no se
ostenta. Y el niño, esa figura que todos fuimos y que rara vez admitimos haber
perdido, se convierte en nosotros: los espectadores que miran hacia atrás y se
preguntan cuándo fue que la magia dejó de ocurrir.
Stephen
King escribió Corazones en la Atlántida como quien escribe una carta que
no piensa enviar, pero que necesita ser escrita. La película recoge ese espíritu,
aunque lo acote. No aparecen todos los relatos, no se exploran todos los ecos.
Pero lo que queda es suficiente para herir dulcemente. Para recordarnos que
hubo un tiempo —una edad dorada entre las sombras de la historia— en el que el
mundo era un lugar más denso, más verdadero, más inexplicable. Y que en ese
mundo, la amistad era una religión, la tristeza un misterio sagrado, y los
adultos, esos gigantes lejanos, a veces traían consigo respuestas... o
secretos.
Verla es
como regresar al umbral de una casa que ya no existe. Escuchar una canción que
no sabías que recordabas. Reconocer una mirada que un día te cambió para
siempre, aunque no sepas por qué.
Y si al
final uno se queda con la sensación de que falta algo, es porque falta, sí.
Pero no por omisión, sino porque hay dolores —y milagros— que solo pueden caber
en las páginas de un libro. El cine, incluso el mejor cine, a veces solo puede
sugerirlos. Y en esa sugerencia habita también su poder.
Corazones
en la Atlántida no
es una historia que se entiende. Es una historia que se lleva. Como se llevan
los veranos perdidos, los amigos que se desvanecieron como polvo al viento, y
esos amores invisibles que nunca se olvidan porque jamás llegaron a ocurrir del
todo o tal vez sí.
Sergio Calle Llorens
No hay comentarios:
Publicar un comentario