martes, 8 de julio de 2025

¡EL ÚLTIMO CONCIERTO!

 



Hubo un momento —quizás en “Thunder Road” o tal vez en “Racing in the Street”— en que el aire se volvió más denso, casi irrespirable. No por el calor de julio ni por la multitud emocionada, sino porque todos supimos, sin decirlo, que estábamos presenciando algo que no volvería a repetirse de la misma forma. Un instante detenido en el tiempo. Un adiós no pronunciado.

Bruce Springsteen volvió a España como si el calendario no tuviera dientes, como si las décadas no hubieran limado su voz de lija ni el brillo de sus botas. Pero claro, nosotros sí hemos cambiado. Él también. Y ahí reside la magia melancólica de este último concierto: fue una celebración, sí, pero también un duelo contenido.

El Boss salió al escenario como siempre: sin ceremonias, sin artificios. Con esa energía que parece más un acto de voluntad que una cuestión biológica. Pero sus silencios entre canciones eran más largos. Sus gestos, más pausados. La E Street Band sonaba como una locomotora bien engrasada, pero los rostros no mentían: ya no somos los mismos.

Cuando tocó “Last Man Standing”, no solo hablaba de su banda. Hablaba de todos nosotros. De los que han partido. De los que ya no estarán en el próximo tour. De los amigos que nos acompañaron en aquellos veranos ochenteros y que hoy son solo ecos cuando suenan los primeros acordes de “Backstreets”.

"You’re not the only one who’s lost..."

Sí, Bruce. Lo sabemos.

Lo asombroso de su música es que no necesita actualización. Cada canción lleva dentro su propia nostalgia, su propio fantasma. “The River” no ha envejecido: nosotros sí. La escuchamos sabiendo que el agua se llevó más de lo que pensábamos. “Dancing in the Dark” ya no es un himno juvenil; ahora es un acto de resistencia. Y “Born to Run”… bueno, ahora sabemos que a veces no se huye, simplemente se sigue andando.

Cuando Bruce se acercó al borde del escenario y alzó los ojos hacia el cielo abierto de la noche española, muchos en la grada tragamos saliva. Porque allí estaba él, testigo viviente de nuestra banda sonora vital, cantando por los que aún creemos, contra todo, que una canción puede salvarnos por unos minutos del paso del tiempo.

No importa cuántas veces lo hayas visto. Este concierto tuvo algo distinto. No porque fuera técnicamente perfecto —hubo momentos irregulares, como siempre—, sino porque supimos que era la última vez que el milagro ocurría así.
Con él en carne y hueso. Con nosotros, aún capaces de gritar sin rompernos. Con el aire cargado de memoria. Fue más que un concierto. Fue un ritual compartido. Un homenaje a los que fuimos, a los que aún somos y a los que ya no están.

Ahora que han pasado los días, sigo oyendo su voz en el eco del metro, en los cascos mientras camino al trabajo, en los silencios antes de dormir. Bruce no necesita despedirse porque nunca se va del todo. Pero esta vez fue diferente. Esta vez nos miró como quien sabe que el tiempo ya no es un aliado, sino un testigo silencioso.

Y quizás por eso cantó con tanta furia. Por eso sonrió con esa mezcla de orgullo y tristeza. Porque sabía que, al terminar la última nota, nos dejaba algo que ya no es suyo: nos dejaba nuestra propia memoria. Y esa, amigos, es la clase de legado que no se compra. Que no se repite.


Por cada noche, por cada verso, por enseñarnos que se puede envejecer sin rendirse. Y por recordarnos que, al final, la música es lo único que no se rompe del todo.

¡Gracias Bruce!

Sergio Calle Llorens


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