Hubo un
momento —quizás en “Thunder Road” o tal vez en “Racing in the Street”— en
que el aire se volvió más denso, casi irrespirable. No por el calor de
julio ni por la multitud emocionada, sino porque todos supimos, sin decirlo,
que estábamos presenciando algo que no volvería a repetirse de la misma forma.
Un instante detenido en el tiempo. Un adiós no pronunciado.
Bruce
Springsteen volvió a España como si el calendario no tuviera dientes, como si las décadas no
hubieran limado su voz de lija ni el brillo de sus botas. Pero claro, nosotros
sí hemos cambiado. Él también. Y ahí reside la magia melancólica de este último
concierto: fue una celebración, sí, pero también un duelo contenido.
El Boss
salió al escenario como siempre: sin ceremonias, sin artificios. Con esa energía que parece más un
acto de voluntad que una cuestión biológica. Pero sus silencios entre canciones
eran más largos. Sus gestos, más pausados. La E Street Band sonaba como una
locomotora bien engrasada, pero los rostros no mentían: ya no somos los mismos.
Cuando tocó “Last
Man Standing”, no solo hablaba de su banda. Hablaba de todos nosotros. De
los que han partido. De los que ya no estarán en el próximo tour. De los amigos
que nos acompañaron en aquellos veranos ochenteros y que hoy son solo ecos
cuando suenan los primeros acordes de “Backstreets”.
"You’re not the only one who’s lost..."
Sí, Bruce.
Lo sabemos.
Lo asombroso
de su música es que no necesita actualización. Cada canción lleva dentro su
propia nostalgia, su propio fantasma. “The River” no ha envejecido:
nosotros sí. La escuchamos sabiendo que el agua se llevó más de lo que
pensábamos. “Dancing in the Dark” ya no es un himno juvenil; ahora es un
acto de resistencia. Y “Born to Run”… bueno, ahora sabemos que a veces
no se huye, simplemente se sigue andando.
Cuando Bruce
se acercó al borde del escenario y alzó los ojos hacia el cielo abierto de la
noche española, muchos en la grada tragamos saliva. Porque allí estaba él, testigo
viviente de nuestra banda sonora vital, cantando por los que aún creemos,
contra todo, que una canción puede salvarnos por unos minutos del paso del
tiempo.
No importa
cuántas veces lo hayas visto. Este concierto tuvo algo distinto. No porque
fuera técnicamente perfecto —hubo momentos irregulares, como siempre—, sino
porque supimos que era la última vez que el milagro ocurría así.
Con él en carne y hueso. Con nosotros, aún capaces de gritar sin rompernos. Con
el aire cargado de memoria. Fue más que un concierto. Fue un ritual compartido.
Un homenaje a los que fuimos, a los que aún somos y a los que ya no están.
Ahora que
han pasado los días, sigo oyendo su voz en el eco del metro, en los cascos
mientras camino al trabajo, en los silencios antes de dormir. Bruce no necesita
despedirse porque nunca se va del todo. Pero esta vez fue diferente. Esta vez
nos miró como quien sabe que el tiempo ya no es un aliado, sino un testigo
silencioso.
Y quizás por
eso cantó con tanta furia. Por eso sonrió con esa mezcla de orgullo y tristeza.
Porque sabía que, al terminar la última nota, nos dejaba algo que ya no es
suyo: nos dejaba nuestra propia memoria. Y esa, amigos, es la clase de
legado que no se compra. Que no se repite.
Por cada noche, por cada verso, por enseñarnos que se puede envejecer sin
rendirse. Y por recordarnos que, al final, la música es lo único que no
se rompe del todo.
¡Gracias
Bruce!
Sergio Calle
Llorens
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