Si la noche
tuviera un cronista, un detective de barra, un poeta con gabardina y mirada de
naipe gastado, ese habría sido José Luis Alvite. Pero no lo fue, porque
Alvite era más que todo eso. No era solo un escritor; era un tipo que escribía
con la lucidez del que sabe que la vida es un piano bar a punto de cerrar. Y
él, con un cigarro a medio consumir y un vaso que nunca llegaba a estar del
todo vacío, era el último en salir.
De haber
nacido en Los Ángeles en los años cuarenta, tal vez habría sido guionista para
Bogart, escupiendo diálogos afilados como cuchillas de afeitar. Pero nació en España, y tuvo
que conformarse con los periódicos, donde su pluma destilaba la misma mezcla de
desencanto y elegancia que las rubias fatales que solo existen en las novelas
de Chandler. Esas mujeres que te cruzas en un garito con luz tenue, que huelen
a humo caro y a promesas incumplidas. Mujeres que, como la felicidad y la libra
esterlina, son fugaces.
Alvite
sabía que escribir era un oficio peligroso, como ser pianista en un club donde
la clientela lleva más cicatrices que propinas. Se ganaba la vida con la palabra,
pero sabía que la vida nunca paga lo suficiente. Quizá por eso escribía con esa
mezcla de ironía y melancolía, como si cada columna fuese un último brindis con
la madrugada. Sus frases eran golpes certeros, sentencias de un hombre que
miraba el mundo con la resignación de quien ya ha perdido la cuenta de las
veces que le han dado calderilla en lugar de gloria.
La vida
le pasó como un tren nocturno que no para en la estación esperada. Enfermedad y tinta se mezclaron en
sus últimos años, pero hasta el final siguió escribiendo como si le fuera la
vida en ello. Porque le iba. Y cuando se fue, dejó tras de sí no solo un legado
de ingenio, sino la sensación de que los buenos escritores son como los buenos
detectives de novela negra: siempre llegan tarde a todo, excepto a su propia
despedida.
Hoy, cuando
la noche se hace larga y las luces de neón se reflejan en los charcos de la ciudad,
parece que Alvite sigue ahí, en algún rincón de un bar con jazz de fondo,
dejando caer una última frase mordaz mientras el camarero limpia los vasos.
Porque los escritores como él nunca desaparecen del todo: siempre hay una
historia más que contar, un último cigarro por encender, un brindis pendiente
con la madrugada.
Sergio Calle
Llorens
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