martes, 11 de marzo de 2025

¡EL ÚLTIMO BRINDIS DE ALVITE!

 



Si la noche tuviera un cronista, un detective de barra, un poeta con gabardina y mirada de naipe gastado, ese habría sido José Luis Alvite. Pero no lo fue, porque Alvite era más que todo eso. No era solo un escritor; era un tipo que escribía con la lucidez del que sabe que la vida es un piano bar a punto de cerrar. Y él, con un cigarro a medio consumir y un vaso que nunca llegaba a estar del todo vacío, era el último en salir.

De haber nacido en Los Ángeles en los años cuarenta, tal vez habría sido guionista para Bogart, escupiendo diálogos afilados como cuchillas de afeitar. Pero nació en España, y tuvo que conformarse con los periódicos, donde su pluma destilaba la misma mezcla de desencanto y elegancia que las rubias fatales que solo existen en las novelas de Chandler. Esas mujeres que te cruzas en un garito con luz tenue, que huelen a humo caro y a promesas incumplidas. Mujeres que, como la felicidad y la libra esterlina, son fugaces.

Alvite sabía que escribir era un oficio peligroso, como ser pianista en un club donde la clientela lleva más cicatrices que propinas. Se ganaba la vida con la palabra, pero sabía que la vida nunca paga lo suficiente. Quizá por eso escribía con esa mezcla de ironía y melancolía, como si cada columna fuese un último brindis con la madrugada. Sus frases eran golpes certeros, sentencias de un hombre que miraba el mundo con la resignación de quien ya ha perdido la cuenta de las veces que le han dado calderilla en lugar de gloria.

La vida le pasó como un tren nocturno que no para en la estación esperada. Enfermedad y tinta se mezclaron en sus últimos años, pero hasta el final siguió escribiendo como si le fuera la vida en ello. Porque le iba. Y cuando se fue, dejó tras de sí no solo un legado de ingenio, sino la sensación de que los buenos escritores son como los buenos detectives de novela negra: siempre llegan tarde a todo, excepto a su propia despedida.

Hoy, cuando la noche se hace larga y las luces de neón se reflejan en los charcos de la ciudad, parece que Alvite sigue ahí, en algún rincón de un bar con jazz de fondo, dejando caer una última frase mordaz mientras el camarero limpia los vasos. Porque los escritores como él nunca desaparecen del todo: siempre hay una historia más que contar, un último cigarro por encender, un brindis pendiente con la madrugada.

Sergio Calle Llorens


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