Dicen
que el talento sin clase es como una espada sin filo: puede impresionar a los
incautos, pero nunca ganará una batalla justa. Vinicius Junior, el diletante
de las bandas, se empeña en demostrar que el arte de jugar al fútbol no siempre
va acompañado del arte de comportarse como un profesional. Lo suyo es el
teatro de la burla, la chabacanería de quien se sabe amparado por los mismos
que convierten el reglamento en papel mojado y la justicia deportiva en un
guión escrito por Santiago Segura.
Ya es costumbre: el Real Madrid gana envuelto en polémica, la
afición rival hierve de indignación y, como colofón, Vinicius aparece en escena
para ejecutar su enésima pantomima, con una risa de villano de serie
B y una mueca que recuerda a los infames bufones de Shakespeare:
personajes condenados a su irrelevancia mientras los verdaderos reyes deciden
el destino del reino. Si al menos su gestualidad tuviera la elegancia de un
Iago o la mordacidad de un Falstaff, podría resultar hasta entretenido.
Pero lo suyo es la vulgaridad del que confunde provocación con carisma, del que
cree que el desdén gratuito es una muestra de grandeza.
No
es novedad que el brasileño se mueva entre la chulería y el victimismo, entre
la arrogancia del protegido y el fingimiento del perseguido. Un día se ofende
porque alguien le trata con la misma falta de respeto con la que él trata a los
demás, y al siguiente se encarga de demostrar por qué las críticas a su actitud
no son infundadas. Lo suyo es un monólogo sin matices, una sobreactuación sin
dirección. Si el fútbol fuera cine, sería un extra que cree ser el
protagonista; si fuera literatura, sería un personaje secundario convencido de
que lleva el peso de la tragedia.
El respeto, como la reputación en "Otelo", se construye
con hechos y se destruye con actitudes. Pero Vinicius nunca ha entendido
esto, quizá porque ha crecido en una burbuja donde el aplauso fácil y la
condescendencia le han hecho creer que la soberbia es una virtud y que la
educación es un concepto prescindible. No lo es. El respeto es la moneda de
cambio con la que los grandes futbolistas compran su inmortalidad. Zidane podía
ser un artista, pero también sabía cuando callar. Iniesta no necesitó
ridiculizar a nadie para conquistar el corazón de todo un país. Vinicius, en
cambio, se ha convertido en un personaje indigno de su propio talento. No
sabe ganar sin ser ruin, no sabe perder sin ser insufrible.
En un mundo justo, el Balón de Oro sería un premio reservado para
quienes no solo destacan con el balón, sino también con su comportamiento.
Vinicius, con su repertorio de desprecios y su alergia al fair play,
no será nunca más que un actor de reparto en la historia del fútbol. Puede
seguir riéndose de los demás, mofándose de las aficiones rivales y celebrando
victorias empañadas por la polémica, pero la historia, esa jueza implacable,
solo recordará que hubo un jugador con talento que nunca entendió lo que
significa ser un caballero del balón. Y cuando se apague su estrella, cuando ya
nadie le ría las gracias, solo quedará el eco de sus burlas resonando en un
vacío que él mismo se ha labrado.
Sergio
Calle Llorens
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