Contemplo la visión de la bahía malagueña con sus aguas quietas y
cristalinas. A poniente se vislumbran dos imponentes cruceros que parecen
cruzar miradas con los lugareños que contemplan la majestuosidad de esas
embarcaciones que no paran de traer turistas a la Ciudad del Paraíso. Bajan de
esos navíos los amantes de las visitas cortas y, por supuesto, suben los
precios de los establecimientos que amablemente les atienden. A levante, ajenos
a los cabreos de mis paisanos, los peces danzan bajo las aguas de color estaño.
Obviamente, estos movimientos acuáticos sólo se perciben desde la cubierta del
barco. Los pececitos, que suelen morir por la boca, no saben que,
presumiblemente, terminen en las de los turistas que pasean ahora en busca de
las delicias culinarias, y en la de los malagueños que tanto protestan por la
subida del importe de la ración de boquerones. Aquí nunca llueve a gusto de
todos. Lo único cierto es que los tres grupos señalados en líneas precedentes
mueven mucho la boca: unos para no morir, otros para vivir muy bien y, los
últimos porque afirman malvivir.
En estas autopistas marinas, cuyos misterios conocen muy pocos, es habitual
que las corrientes superficiales fluyan hacia el este, aportando aguas atlánticas
al Mediterráneo mientras las corrientes submarinas fluyen con destino al oeste,
llevando aguas mediterráneas más calientes y saladas hacia el atlántico. Con un
dominio de los vientos superficiales, también conocido por los lugareños como
de levante. Pero esta tarde corre una ligera brisa aterciopelada. De pronto se
oye la campana de un barco y nuestro Capitán otea el horizonte con sumo
interés. En estas aguas, por cierto, han ocurrido muchos desastres navales pero
la superstición de hablar de estas cosas
nunca he llegado a superarla. Se prende otra luz en el cielo y a mí se me apaga
la valentía. La noche busca la madrugada.
Tumbado en la cubierta de este modesto barco contemplo la luna a la que los
fundadores de Málaga, los fenicios, llamaban Noctiluca. Los celtas, otro pueblo
sabio y peculiar, tenían una casta sacerdotal conocida como los druidas que,
dicho sea de paso, conocemos por las barbaridades que les dedicó Julio César en
su “Bellum Gallí”. Estos versados de la naturaleza, al parecer, creían
firmemente en el poder de las palabras por lo que prohibieron poner su saber
por escrito. Así, todo su conocimiento, o el que se les presupone, fue
trasmitido de forma oral. El caso es que hasta la época cristiana, que es cuando
se empezó a escribirse de los nombres de los astros, la gente solía referirse a
ellos con eufemismos. Así que cuando aparecieron las palabras extranjeras, los
celtas se decantaron por los nuevos vocablos que no estaban en su tradición. La
prohibición del uso de los nombres de los cuerpos celestes puede ser demostrada
en la percepción gaélica de la luna. Hay
palabras para referirse a nuestro satélite en las lenguas celtas. Hoy día,
gealadh es la palabra más usada para referirse al sitio donde aterrizó el Apolo
XI. También existían otras en irlandés antiguo como ésca y la palabra que
todavía existe en manés; easyt. Utilizando el irlandés como ejemplo de una
lengua celta que fue menos influida por el latín como su prima la galesa,
podemos observar la supervivencia de una longeva tradición nativa. Así
encontramos vocablos gaélicos para cénit (buaic), niebla (neal), penumbra
(leathscail), orbe (meail). Pero la expresión que más me gustan en gaélico
irlandés, al menos en relación con las estrellas, es réaltas eljais (estrella
del conocimiento) que es como bautizaron a la estrella polar. Reflexionando
sobre esta nomenclatura, observo como la luna derrama sus rayos de plata sobre
el Mediterráneo y, de golpe, me arrodillo para elevar una vieja plegaria al Altísimo.
Sea para ti la
paz profunda de la ola del movimiento.
Sea para ti la
paz profunda del aire que fluye.
Sea para ti la
paz profunda de la tierra serena.
Sea para ti la
paz profunda de la noche apacible.
Sea para ti la
paz profunda de las brillantes estrellas.
Que los astros y
la luna viertan su luz sanadora sobre ti.
Como ven, ser de Málaga es entrar en la bahía de Málaga para terminar
amarrando en un puerto de la ciudad de Galway. Nosotros a esta forma de ser la llamamos
cosmopolitismo. Por ello, consagro a las luces del alba mi copa de vino
alumbrada junto a una dama de noche en primavera. Aquí bebemos para olvidar que
el manto perpetuo de la noche siempre alcanza. Y al pensarlo, un escalofrío
recorre mi espalda. Tal vez el peso de la soledad que viene me encoge el
alma. Seguimos navegando en una
madrugada en la que, percibo, un servidor necesita tanto una copa como la luna
al mar. Ese Mediterráneo desde donde vemos recortarse las figuras de la costa
como una fantasmagoría. De nuevo se oye la campana del barco. Luego deviene el
silencio sobre las olas pintadas de plata.
* Artículo de principios de año
Sergio Calle Llorens
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