miércoles, 17 de junio de 2015

EL MATRIMONIO


Yo no estoy en contra del matrimonio gay por homosexual sino por matrimonio. Nadie en su sano juicio querría vivir en una institución que, en la mayoría de los casos, parece psiquiátrica. Mis familiares, muchos de ellos con muchas décadas de casorio a sus espaldas, me entienden divinamente. El himeneo me parece una idea de lo más absurda y habría que abolirla para que nadie tuviera tentaciones de caer en ella.
A veces me detengo a contemplar esas parejas en el desayuno presidido por un silencio sepulcral. Cada uno a lo suyo; una ligera lectura del articulista favorito. Una ojeada rápida al móvil. Una mirada furtiva al objeto de deseo que se pasea cerca con ganas de guerra. Cualquier cosa antes de volver a escuchar al esposo o esposa del que conocen todo lo habido y por haber. En esos momentos que analizo la escena, pienso en los millones de personas que están hasta el moño de sus parejas. Empero, la gran mayoría sigue con la farsa por miedo a la soledad, o al temor de no encontrar a nadie que le riegue la hierbabuena de forma efectiva. Ambos pensamientos me producen hilaridad. Primero porque todos los que se asustan por el aislamiento, no se dan cuenta de que en realidad tienen pánico a enfrentarse a ellos mismos. Yo encuentro mi compañía de lo más grata y, como desnudo gano mucho, el espejo siempre me lanza señales positivas. En segundo lugar, encontrar hoy pareja de baile en el tálamo es tan fácil como tomar el metro.
Personalmente mis relaciones con las mujeres tuvieron siempre un marcado interés sexual. Hoy mi apego a las señoras responde a una inclinación meramente provenzal del término. Intento imaginarlas a la luz de las velas ligeras de ropa y ojitos de cordero. De esas ensoñaciones nacen algunos poemas anémicos pero nunca deseos de bodorrio. Es tal mi desapego al matrimonio que cuando veo a una pareja, normalmente formada por dos jovencitos, caminando de la mano y viendo escaparates, los imagino en diez años a grito pelado. Y es que es un hecho que se divorcian cuatro de cada cinco parejas y, que lejos de desanimarse, el personal vuelve a insistir con el tema de las nupcias.
Pudiera ser que en el asunto de los esponsales hubiera atenuantes que yo, con mi escasa sabiduría, haya pasado por alto. No obstante en mi defensa puedo argumentar que siendo un hombre al que le gustan las cosas tangibles, la institución del matrimonio es un ataque en la línea de flotación de la felicidad de cualquiera. No es una opinión, es un suceso demostrado científicamente. Habrá excepciones, que yo no lo dudo, pero no son de este mundo.
Como buen liberal puedo aceptar que el resto de monos al que llamamos humanidad esté por el matrimonio. Al fin y al cabo, cada uno se suicida como le viene en gana. Lo único que trato de decir es que en esos libros tan sesudos de “Educación a la Ciudadanía” debería incluir un capitulo que tratase cómo divorciarse y no morir en el intento. Tal vez entonces tengamos a más gente dispuesta a gritar cuan si fueran el mismísimo William Wallace; FREEDOM.

Sergio Calle Llorens

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