jueves, 22 de noviembre de 2018

¡50 AÑOS!


Acaba de escampar y, al fin, puedo dar una vuelta por estos campos a los que les tengo tanta querencia. Las últimas luces, marcadas por un aire melancólico, rezuman en los muros de un viejo cortijo de aspecto desvencijado.  La escena  da paso a la prendida de las primeras estrellas. Luego llega la reflexión.

Cumplo medio siglo de vida. Cincuenta años. Cuatrocientas treinta y ocho mil horas. Y no me duelen prendas en reconocer que mi existencia ha sido, en términos generales, un fracaso absoluto. En mi defensa, si es que tengo defensa alguna, está mi  absurda creencia  de que es mucho mejor fallar en algo que amo, que tener éxito en aquello que detesto.  

  En este balance  que hago sobre mi media centuria, concluyo que mi mejor versión nunca ha sido suficiente para triunfar en la vida. Soy, por decirlo escribirlo francamente, una calamidad andante. Mis mejores obras no son mis libros sino mis hijos. Versiones muy mejoradas de sus progenitores. Criaturas que, espero, sepan disculpar los continuos desvaríos de un padre azorado por los vaivenes del mar de la vida.  El resto es el fruto de una vulgaridad aplastante y definitiva que deberán perdonarme.  Especialmente mis lunas menguantes que fueron sus ilusiones crecientes.

Podría defenderme afirmando que no soy un producto de mi tiempo, sino un producto contra mi tiempo. Un marinero que navega contra la corrupción de la corriente. Un verso suelto al que algunos amarrarían, como al burro, a la puerta del baile. Sin embargo, como ustedes ya deben estar barruntando, estaría faltando a la verdad que imponen los hechos.

Sigo reflexionando sobre mis primeras cincuentas primaveras en un otoño báquico y sensual, mientras escucho el canto triste de los grillos que parecen decir que están con el agua al cuello. Contemplo, absorto, como los pájaros nocturnos vuelan buscando un lugar seco donde pasar la fría noche. Entonces, en el silencio abrumado una idea cruza mi mente: Si mi vida ha sido un completo fracaso,  qué podemos decir de las existencias de todos estos gilipollas que llevan toda una vida en el mismo trabajo, en la misma ciudad y aguantando a la misma pareja, y lo que les queda, sin saber que lo importante no son los años de tu vida sino la vida en tus años. Cobardes que, como dice la canción de Loquillo y los trogloditas, tienen miedo a volar. Yo, en cambio, he volado tan alto que todos mis aterrizajes han sido, digamos, de emergencia. Sólo de pensar en la cantidad de veces que me estrellé y, a pesar de todo, sobrevivir para contarlo, me entra la risa floja. He de reconocerlo: yo me pimplaba el néctar de la vida mientras todos estos gurruminos profesionales bebían el sueño de los justos.

¡Cincuenta años! Le digo a la anochecida justo cuando la luz de la luna, en el verde profundo de los pinos, toma un color de rubia miel.

¡A por los próximos cincuenta!

Sergio Calle Llorens

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