domingo, 1 de noviembre de 2015

AQUEL MUCHACHO

Recuerdo mi imagen de adolescente en una marquesina de autobús con una cara de panoli que asustaba. Acababa de ver a mi primer amor en los brazos de otro tipo y marché en busca de amparo a un garito junto al mar. Siempre la mar que competía con la banda sonora de mi existencia que componían Loquillo, Buddy Holly y otros muchos. No bebí mucho aquel día, en verdad la depresión siempre me conduce a la abstinencia, porque quería estar lúcido para mirar al asunto de una forma certera y fría. Decidí, tras dos horas en silencio en la barra de aquel bar con la única compañía de mi respiración profunda, que jamás me volvería a engañar una mujer. Por supuesto, aquella no fue la última vez que me ocurrió pero, al menos, pude convencerme de que mi miedo adolescente debía pasar a mejor vida.

Pasaron los años y aprendí a observar la fauna que me rodeaba. Asimilé que lo mejor era abandonar el papel de presa y convertirme en cazador adoptando el papel con una facilidad pasmosa. Era como si el rol hubiese sido escrito para mí. A las chicas, al menos a las de aquellos barrios marinos, les encantaban los niños malos cuyo único interés por ellas era estrictamente sexual. Yo era alto, muy alto, y ni siquiera cuando intentaba pasar desapercibido lo lograba del todo. Ya por entonces tenía  predilección por los disidentes y los rebeldes. Faltaba mucho para que la resaca noventera terminara desembocando  en la liturgia de la literatura. En cualquier caso, el pánico había desaparecido. De aquel miedo por la posible opinión que podía provocar mi presencia en tal o cual sitio, pasé a preguntarme por qué esa gente no me gustaba lo más mínimo. Me sentía como John Wayne en Río Bravo con mi mano en el cinto dispuesto a desenfundar si la cosa se ponía peligrosa.  No dejé pasar una falta de respeto cuando, loco de mí, pensaba que era un ataque a mi honor. Huelga decir que poco a poco fui domando a la fiera que todos llevamos dentro; viajes, lecturas, el néctar prohibido de muchas mujeres y, un deseo irrefrenable de olvidar a las personas que tanta había aprendido a despreciar.

Hoy, muchos años después de aquello, he vuelto a ver a ese chico delgado con cara de pánfilo reflejado frente a la marquesina. Curiosamente había tratado de alejar ese recuerdo en vano porque, cada dos por tres, esa imagen aparecía de forma traicionera a pesar del tiempo transcurrido. Empero, ayer volví a ver al muchacho que fue capaz de seguir caminando. Aquel niño que, pese a tenerlo todo en contra, ganó miles de partidos en canchas ajenas. El adolescente rebelde al que la mayoría no tiene nada que contar. Y de pronto un súbito orgullo conquistó mi pecho casi al mismo tiempo que hacía acto de presencia su perfume a rosas silvestres, sus mejillas de pecas y su voz aterciopelada.  De mi boca salió un sentido gracias por ser ella ingresé  en el mundo de los hombres. Donde quiera que esté ¡que Dios la bendiga!


Sergio Calle Llorens

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