viernes, 23 de diciembre de 2011

A CHRISTMAS CAROL


Cuando arriba la navidad me gusta releer alguno de los clásicos de Charles Dickens, el autor que atacaba a las autoridades británicas con una ferocidad nunca antes conocida. Sus novelas tienen una gran actualidad. En tiempos difíciles es una defensa encendida de la educación en contra del materialismo. En cualquier obra suya como la Pequeña Dorrit, la Casa Desolada o Grandes Esperanzas, el avispado lector encontrará un mundo lúgubre y miserable que sus protagonistas tienen que sortear como buenamente pueden. Mis favoritas siempre fueron Oliver Twist y un cuento de navidad. Recuerdo que cuando vivía en la Capital del Reino Unido, di varios paseos por el Londres de Dickens. Pasé junto al Charles Dickens Coffe, en Wellington Street donde el escrito vivió desde 1859 hasta su muerte. También degusté una cerveza inglesa en el pub “Ye olde Cheshire, legendario lugar donde no era raro encontrar entre sus mesas a Dickens. En el trascurso de esos paseos nocturnos, podía sentir a los fantasmas que perseguían al avaro señor Scrooge. Aquellas noches londinenses fueron una auténtica delicia para mi persona. En una de esas noches sin luna, me encontré con un viejo amigo de mi juventud.



Al tornar a España, mi amigo vivía en la más profunda depresión porque su novia lo había dejado por un tipo mucho más guapo que el. La verdad es que su legítima era una de esas mujeres a la que los dados siempre ruedan a su voluntad, y cuando no lo hacen, simplemente los cambia. Así, sin más. El caso es que a mi camarada se le unió el desamor con la muerte de su señor padre, y todo en esas fiestas tan señaladas. Recuerdo sus lamentos en aquella navidad de 1999 en el Parque Cementerio de Málaga. Viéndolo tan mal, accedí a acompañarlo al día siguiente para recoger las cenizas de su progenitor. Era una tarde fría pero alejada de los rigores del invierno londinense que los dos agradecimos sobremanera. Como no quería dejarlo solo, dadas las circunstancias, aproveché la ocasión para irnos de vinos por los garitos más canallas de la ciudad. Ni que decir tiene que nos echamos entre pecho y espalda más caldos de los convenientes. De la Capilla Sixtina de Málaga- La Casa del Guardia- pasando por el Quitapenas, bebimos y brindamos por la vida y por la muerte. Entonces ocurrió algo que no olvidaré mientras viva. Mi amigo olvidó los restos de su padre en el último bar. Volvimos corriendo como alma que lleva el diablo. Sin aliento explicamos al camarero lo sucedido. Éste organizó rápidamente un equipo de búsqueda por el bar. En menos de 5 minutos, la urna funeraria estaba entre nuestras manos, pero sin las cenizas. Digo yo que algún gracioso la tiró al retrete donde la encontramos. Por segunda vez en dos días, mi amigo se derrumbó. Lo que pasó después me acechará como el fantasma de las navidades pasadas de Ebenezer Scrooge.



Creo que a pesar del vino, o tal vez por su culpa, tuve la brillante idea de resolver de alguna forma el problema a mi amigo. Estaba hundido y gritando como un poseso: “Feliz Navidad, los cojones” mientras acusaba a todo los presentes de ser los causantes de haber tirado a su padre por el váter. Lo saqué de allí como pude y tomamos un taxi hacia la casa familiar. Afortunadamente aquel día no estaban en casa. Entramos y le pedí a mi amigo que me diera la urna funeraria, la cual rellené con los restos de la chimenea del día anterior. Mi amigo me miró sin dar crédito pero sin decir nada, agarró la urna y se marchó. Curiosamente estaba el otro día releyendo un libro sobre Charles Dickens cuando el teléfono sonó. Hacía más de un lustro que no sabía de mi amigo, que por cierto, sigue viviendo en Londres. Me invitaba a una ceremonia familiar para arrojar las “cenizas de su padre” a un lugar de los montes de Málaga. Aquella invitación fue como si el fantasma de las navidades presentes se me apareciera de pronto a los pies de mi cama. Les juro que no pude pegar ojo en toda la noche. Después de todo, nadie salvo mi amigo y yo, sabíamos el contenido exacto de esa urna. Temía que de alguna forma se dieran cuenta del cambiazo. Le pregunté al respecto pero me aseguró que en todos estos años, jamás confesó que la urna colocada en un lugar preferencial en la casa de su madre, tenía en realidad los restos de mi chimenea.



Acudí al lugar con cierta desazón. Saludé a mi amigo y a todos sus hermanos, y a su santa madre. A nuestros pies, para situarles, la ciudad de Málaga que a esas horas se desperezaba el sueño. Atravesamos el océano de árboles hasta que la viuda señaló el lugar donde reposarían para siempre los restos de su marido. El hermano mayor abrió la urna y lentamente fue dejando caer las cenizas- de mi chimenea- cuando de pronto una hoja de revista cayó a sus pies. Se trataba de un recorte de la publicación conocida como Supertetas. La mujer del fallecido que ya tiene muchos años encima, se agachó y tomó las fotos de una rubia despampanante con los pechos más grandes jamás vistos. “ ¿ Y esto qué es?” preguntó azorada- “Esos son dos tetazas”- respondió su hijo menor que nunca se ha caracterizado por su diplomacia- Por mi mente española pasaron múltiples pensamientos. El primero era cómo coño había llegado eso a la chimenea. A mí no me miren, que yo ya no vivía en el domicilio familiar. La segunda era que tablón no llevaría yo para no darme cuenta que en las cenizas había una página de un número del Supertetas. Y la tercera, no menos importante era cómo íbamos a explicar todo a la familia. En cualquier caso, yo estaba dispuesto a confesar cuando la madre hizo una revelación sorprendente: “Ay Manolo, después de todos estos años viviendo con una mujer plana como yo, van los del cementerio y te meten la foto de una pechugona como a ti te gustan. Y en diciendo esto, ordenó a su hijo que volvería a meter los restos de su difunto en la urna. Un hombre tan bueno merecía seguir disfrutando de esa bella mujer por toda la eternidad. Yo que estaba a punto de sufrir un infarto, agradecí al fantasma de las navidades presentes que se fuera con la música a otra parte: Cuando levanté la vista del suelo, el cortejo familiar caminaba por el bosque buscando la salida. Fue entonces cuando mi amigo y yo dijimos al unísono: “Feliz Navidad, los cojones”.



Sergio Calle Llorens

1 comentario:

  1. Laura: Que bien escribes, me encantan tus historias, sobre todo las divertidas.

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