Él no creía
en las segundas oportunidades, pero la vida —esa vieja bromista— le tendió una
cita que había quedado pendiente muchos años atrás. Se reencontraron
una tarde de otoño, sin saber muy bien si eran los mismos o dos fantasmas de
quienes fueron. Ella seguía sonriendo igual, con esa naturalidad que desarmaba
a cualquiera. Él, en cambio, llevaba décadas perfeccionando el arte de fingir
que nada le dolía.
Se miraron,
hablaron, rieron. Fue hermoso. Tan hermoso que dolía. Porque había algo
en el aire, en los gestos, en las pausas entre frase y frase, que olía a final
antes siquiera de empezar. Duró lo que dura un helado a la puerta de un colegio, pero bastó para que él
recordara lo que era sentirse vivo.
A veces,
cuando las noches son largas y las canciones suenan demasiado cerca del alma,
él repite mentalmente aquella frase de una vieja película:
“I was born when she kissed me. I died when
she left me. I lived for a few weeks while she loved me.”
Y entonces
sonríe, con esa mezcla de ternura y derrota que solo tienen los que han amado
de verdad.
Porque hay heridas que no sangran: suenan. Y cada vez que escucha ciertas
guitarras, ciertas voces, ciertos acordes, sabe que no la ha olvidado. Ni podrá
hacerlo.
Pero tampoco quiere.
Porque,
después de todo, hay amores que no terminan: solo se convierten en música.
Sergio Calle
Llorens
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