Ahora que he
perdido algo de tiempo —aunque, en realidad, no tengo tiempo que perder—, tomo
los baños de septiembre como una declaración de intenciones: la manera en que
los buenos mediterráneos aprovechamos la calidad de las aguas para inmunizarnos
de cara al invierno. A veces me lanzo al mar muy de mañana; en otras ocasiones,
al atardecer. Los colores van desde el turquesa al azul marino.
Retozando
aquí, recuerdo que los griegos tenían un vocabulario sorprendentemente rico
para nombrar la gama cromática del Mare Nostrum. Cuando el mar se
mostraba embravecido y oscuro, lo llamaban porphýreos, “purpúreo”, como
la sangre o el tinte regio. Si brillaba rojizo bajo cierta luz, era oinops,
el “mar de vino” homérico. En sus profundidades sombrías recibía el nombre de kyáneos,
raíz de nuestro “cian”. Cuando resplandecía bajo el sol, con destellos que
oscilaban entre el verde, el gris y el azul, se volvía glaukós, el mismo
adjetivo que acompañaba los ojos de Atenea. Y, al caer el día, en los matices
violetas del crepúsculo, se transformaba en ioeidés, el mar “color de
violeta”. Para Homero y sus poetas, el mar nunca fue simplemente azul: era
vino, púrpura, glauco o violeta; un ser vivo y cambiante, con ánimo propio.
Después,
como continuación natural de ese espectáculo, llegan los colores anaranjados
que despuntan en el cielo. A veces me quedo perplejo ante el intenso rojo que
tiñe el crepúsculo y siento un amor inmenso por estas tierras mágicas. En
verdad, no podría vivir sin mar. Una reflexión tan cierta como que la tierra
gira sobre sí misma.
Ante tanta
hermosura, apenas me queda tomar mi cuaderno de notas para describir lo
inenarrable: las olas rizadas, los últimos rayos de sol reflejados en la
orilla, la torre vigía que adquiere un tono dorado y esas parejas que caminan
de la mano, creando un vínculo invisible con estas playas.
Es entonces
cuando a mi mente acuden los inmortales versos de Manuel Alcántara:
El mar no
puede morir.
Se quedará navegando aunque no haya nadie aquí.
Que no, que el mar no se muere, que no se puede morir.
Seguirá que va y que viene, yendo y volviendo a venir cualquiera sabe hasta
cuándo.
Hasta que encuentre por fin la playa que está buscando.
Él no puede morir.
Se quedará navegando cuando no haya nadie aquí.
Unos versos
que resumen las obsesiones de los nacidos junto a este mar sabio, cuyos latidos
serán siempre eternos. El mar lo es todo y yo soy la nada, pero al bañarme en
sus aguas siento que llego a formar parte de algo perpetuo y universal.
¡Eternos
baños de septiembre!
Sergio Calle Llorens
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