Cuando una
persona me dice que habla castellano, automáticamente dejo de
escucharle.
Después de todo, ¿para qué prestar atención a los incultos?
Ni siquiera me molesto en remitirles a la RAE.
Cuando el
patán de turno pronuncia la palabra Latinoamérica, mi primer impulso es
salir corriendo a la velocidad de un guepardo.
No me dan ganas de recomendarle libros que le saquen, además de su triste
escepticismo, de la mentira histórica.
Expulsar al demonio de la leyenda negra… como el padre Karras en El
Exorcista… se me antoja demasiada faena.
Cuando la
lista de turno se declara progresista, pero es incapaz de relacionarse con
gentes que no pertenecen —según su propia confesión— a la misma clase social…
me retiro a tiempo.
Retirada a tiempo: victoria segura.
Cuando el
payaso de turno me toca la moral, normalmente lo dejo pasar.
Pero si me aprietan demasiado… saco la espada.
Y que Dios se apiade de mi enemigo, porque este guerrero… no piensa hacerlo.
Lo mío no es
intransigencia.
Es experiencia. Años de experiencia.
Recuerdo a aquel retrasado mental —creo que sus padres eran de Chile, se crio
en Suecia y no hablaba una palabra de nuestro idioma— que me interrumpía cada
vez que yo decía español.
“Castellano”, añadía él.
Harto de sus impertinencias, le lancé la tiza:
—Yo jamás he hablado castellano. Eso se hablaba en España hace siglos. La clase
es suya.
El resto de
los estudiantes me rogó que volviera.
También
recuerdo a aquella linda ratita que no quería pasear a mi vera porque mi
carrera universitaria no estaba a la altura de la suya.
Me faltaron piernas.
En otra
ocasión, un transalpino —con el encanto de María del Monte— interrumpió mi
clase en Education First, una secta educativa para niños ricos, para
decirme que hablaba demasiado.
La única razón por la que solté la maldita aquel día fue su interrupción.
Pensé que se trataba de otro estudiante.
Huelga decir que Gualterio Malatesta sigue teniendo pesadillas conmigo.
He perdido
la paciencia.
Solo tengo aguante en la cama.
El resto… se me antoja una cuesta más empinada que la subida al Angliru
en la Vuelta a España.
Muchos años.
Muchos tontos.
Muchas afrentas.
Y aunque
trato de controlar mi sable… a veces me es imposible.
La mano busca la empuñadura.
Una espada en cruz.
Certero ataque en diagonal… o lateralmente.
¡Y que Dios
los pille confesados!
Sergio Calle
Llorens
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