Si la
diversidad significa aceptar que las mujeres se bañen metidas en un saco —llámese
hiyab o burka en su versión más radical—, yo me niego. Esa es
la variedad que no quiero y contra la que me rebelo.
Si la
diversidad obliga a que los colegios adapten sus menús a la dieta musulmana, me
declaro en contra. No lo digo desde la ignorancia: sé que todas las primaveras
árabes terminan en invierno. Y escupo al rostro de quienes lo consienten.
Si la
diversidad implica que una banda de magrebíes apalice a un hombre por ser
homosexual, mi respuesta es clara. Soy descendiente de los que lucharon contra
los moriscos, y como ellos, saco la espada y me pongo en guardia.
Si la
diversidad significa que marroquíes y argelinos vengan a vivir del sudor de los
españoles, alzo la voz. No huyen de guerras, sino de dirigentes incapaces. Por
eso digo, sin rodeos: que se lleven su música a otra parte.
Es hora de
hablar claro. Aceptar esa supuesta diversidad equivale a regresar al tam-tam de
la tribu. No podemos convertirnos en un Senegal o en un Malí cualquiera.
Somos más. Somos parte de la historia que abolió la esclavitud antes que
nadie, mientras en África aún sigue presente bajo distintas formas.
La
inmigración es necesaria, pero con reglas. Y preferentemente de países hispanos, con quienes
compartimos lengua y cultura. Lo demás es condenar al primer mundo a la tercera
división. Es un contrasentido que mientras tanto miles de jóvenes españoles,
con preparación académica, tengan que emigrar por falta de oportunidades.
Europa nos
folla con sus políticas. España nos falla con un gobierno corrupto y un Estado
mastodóntico. Ha
llegado el momento de reaccionar. De decir basta a una diversidad que no nos
enriquece, sino que nos hunde.
¡Dixit!
Sergio Calle Llorens
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