Yo tengo una
colección de vinilos muy particular. Entre clásicos de doo wop que
harían suspirar a cualquier alma romántica y ediciones de rock and roll
que huelen a polvo de carretera, guardo también unas cuantas joyitas que
parecen haber salido de un sótano secreto de la historia de la música. Y no
porque desafinen, sino porque alguien, con tijeras de censor y cara de amargado
insoportable, decidió que no podían sonar.
Ahí está,
por ejemplo, “Finish in my mouth” de Helen DeSack, un título que ya de
entrada pide o bien un brindis o bien un vaso de agua urgente. O aquella perla
texturizada llamada “Your Hairy Balls”, que, más que canción, parece un
catálogo de lanas gruesas para invierno. Y, por supuesto, el mítico susurro
inconcluso de “I Let Jimmy Rub My Sween P…”, donde la tijera del pudor
corta justo cuando más queríamos escuchar.
Todas ellas,
por supuesto, prohibidas. Como si la aguja del tocadiscos fuera demasiado
delicada para soportar semejante sinceridad.
La censura
musical siempre me ha parecido un híbrido entre comedia involuntaria y tragedia
cultural. A Elvis lo querían filmar solo de cintura para arriba, no fuera a
ser que la pelvis iniciara una revolución. A los Beatles los acusaron de
esconder drogas en las estrellas del cielo. Y después llegaron estas mujeres
capaces de rimar lo indecible, recordándonos que la música también sirve para
incomodar, provocar y reírse del decoro.
Yo, lo
confieso, siento más simpatía por estas cantantes que por cualquier baladista
azucarado. Prefiero una Helen DeSack desatada antes que otra canción de manual
escolar con rima de “amor” y “dolor”. Al fin y al cabo, estas artistas
tienen más honestidad en una sola estrofa que muchos en una discografía entera.
Prohibirlas
es tan ridículo como tapar con una manta el piano de Jerry Lee Lewis para que
no arda en llamas. La música, por muy subida de tono que esté, no provoca nada
malo. Como mucho sonrojo, carcajadas o alguna anécdota que mejor no confesar en
la cena de Nochebuena.
La defensa
de estas canciones es, en realidad, la defensa de la libertad. Y la libertad,
como el buen rock and roll, no se pide por favor: se arranca, se grita y
se pone a girar a 45 rpm.
Así que,
queridos censores de ayer, hoy y siempre: si Helen quiere terminar la canción
en donde todos intuimos, que termine. Y si Jimmy frota lo que frota, que al
menos tenga un buen acompañamiento vocal en doo wop.
Porque la
libertad de expresión, como un buen vinilo prohibido, cuanto más se intenta
ocultar, más ganas entran de ponerlo en el tocadiscos y darle volumen hasta que
tiemblen las paredes.
Sergio Calle
Llorens
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