La noche en
una sala de urgencias es distinta a cualquier otra noche: no es tiempo, es
espera. Las luces no iluminan, vigilan. La respiración de los otros se mezcla
con los pitidos de las máquinas y el goteo lento de la medicación que entra por
la vena como una tregua artificial. Afuera, el mundo sigue girando. Dentro,
cada segundo duele como una confesión.
Esa madrugada,
la tensión me lanzó contra los límites de mi cuerpo como una marea furiosa.
Sentí que me deshacía. La mente se nublaba, y de esa niebla surgió ella. La
espalda desnuda como una promesa jamás cumplida. Tocaba un piano frente al
Mediterráneo, y cada nota era un eco de lo que fui, de lo que fuimos. La
última vez que la amé fue frente a ese mismo mar, quizás bajo la misma luna. No
era un sueño: era el último refugio de la memoria cuando el cuerpo ya no
responde.
En ese
momento entendí que la muerte no llega como una campana, sino como un susurro. Y no da miedo por lo que es, sino
por lo que deja sin terminar. Me sentí pequeño. Me sentí como un hombre que ha
pasado por la vida como se pasa por una estación equivocada: sin bajarse nunca
en el destino deseado.
No lloré.
Pero algo dentro de mí se quebró. Y en ese silencio interno, ella volvió a
tocar. Para mí. Por mí. Como si supiera que ese recuerdo era lo único
que podía salvarme de mí mismo.
Tal vez no
tenga un sitio. Tal vez solo tenga momentos. Ese fue uno. Uno hermoso, robado a
la oscuridad. Tan poca cosa y, sin embargo, tanto para mí. El chico con tupé en
erección cuyo reflejo debe andar perdido en alguna ola de esa mar al que tanto
amo.
Han
pasado los años. Demasiados. Nos perdimos, como se pierden las grandes cosas:
sin culpa, sin ruido.
Ella tomó otro camino. Yo, también. Nunca más volví a verla. Pero esa noche,
bajo la amenaza de un infarto, en una camilla anónima de un hospital que olía a
lejía y a resignación, su recuerdo se abrió como una flor en la oscuridad. Me
estaba salvando.
Y pensé: Si
voy a morir, que sea así. Viéndola a ella, oyendo ese piano, con el
Mediterráneo enfrente y mi juventud intacta por un instante más.
Y entonces
me sentí un perdedor. No por haber perdido la vida, sino por no haber sabido
vivirla como ella me enseñó. Porque pasé años buscando un lugar sin darme
cuenta de que, quizás, mi sitio era simplemente su risa sobre la arena, su voz
en mi oído mientras escuchábamos aquellas canciones desde un radiocasete
oxidado, o ese vestido azul flotando en las tardes de agosto.
Pero algo
cambió. Porque no morí. Volví. Estoy aquí. Respirando. Pensando en la mujer que me
destrozó el alma. Escribiendo esto.
Sergio Calle Llorens

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