Hay series
que se miran. Y hay otras que se habitan. Outlander, como la
vieja Escocia que retrata y reinventa, no se deja ver: se deja sentir.
Quien cruza sus primeros capítulos no entra solo en una ficción de época. Entra
en un territorio mítico, en una patria herida, en un amor que desafía al tiempo
—y al tiempo mismo, que se revuelve, se pliega, se rompe—. Outlander es
más que una serie: es un poema histórico, una elegía guerrera, una carta de
amor al pasado que aún sangra bajo la piel del presente.
Basada en
las novelas de Diana Gabaldon —una alquimista del tiempo narrativo—, la
serie nos ha regalado no solo una historia inolvidable, sino una puesta en
escena que acaricia cada plano como si fuera un recuerdo. La voz de Caitríona
Balfe, la mirada que es fuego contenido de Sam Heughan, la elegancia
trágica de Tobias Menzies, la fiereza conmovedora de Graham McTavish:
todos ellos han hecho carne un relato donde lo romántico no excluye lo trágico,
donde el viaje interior es tan intenso como el desplazamiento temporal.
Pero más
allá de sus protagonistas, Outlander es una carta de rebelión.
Una canción amarga sobre la masacre cultural que Inglaterra impuso a Escocia,
sobre la represión de sus clanes, la humillación de sus jefes, la proscripción
de su idioma, el gaélico silenciado a golpes de decreto, como si las
lenguas pudieran morir sin matar antes a quien las hablaba.
Cada
episodio parece repetir un mismo susurro bajo la piel del guion: no olvidéis
quiénes fuimos. Y sin embargo, no todo en la serie es historia pura. Como
toda gran ficción, se permite licencias, a veces necesarias, a veces
discutibles: las cronologías se doblan en favor de la épica; los eventos reales
se comprimen o se adornan; la medicina de Claire en el siglo XVIII,
aunque cautivadora, incurre en anacronismos inevitables. La representación de
las costumbres escocesas previas a Culloden coquetea a veces con el
romanticismo más que con el rigor, y ciertos acentos se suavizan para no perder
al espectador angloparlante. Pero qué importa, si la emoción está
intacta.
Los
viajes en el tiempo que plantea Outlander no buscan convencer desde la física
cuántica, sino desde lo emocional. No es ciencia ficción dura, sino ficción
emocional con aroma de eternidad. Lo importante no es cómo viajan. Es por
qué.
Y ahora,
ante la llegada de la octava temporada, la última, el espectador fiel
contiene el aliento. No hablaremos aquí de spoilers, solo de presagios: lo que
viene será fuego, será pérdida, será reencuentro. Porque Outlander nunca
ha tratado solo del amor entre dos personas, sino del amor a una tierra, a una
lengua, a una forma de resistir. Es un recordatorio de que la Historia la
escriben los vencedores, pero la Memoria la custodian los que recuerdan. Y
nosotros, gracias a esta serie, recordamos.
Que la
piedra se abra una vez más. Que la música suene. Y que Jamie y Claire
cabalguen, una última vez, entre las brumas de Escocia, el rugido de la
Historia y los latidos del tiempo.
Sergio Calle Llorens

No hay comentarios:
Publicar un comentario