“El ladrón
no roba por necesidad, sino por belleza. Y el policía no atrapa por justicia,
sino por amor al orden.” — Apócrifo, pero ojalá fuese mío.
Cierta
vez dijo Balzac que detrás de cada gran fortuna hay un crimen. Pero también, si uno mira con ojo de
poeta, detrás de cada gran crimen hay algo parecido al arte. El robo del
diamante, la docuserie de Netflix que revienta las vitrinas de lo
habitual, brilla más por la historia que por la joya misma. No es solo una
narración del delito, sino un vals entre el caos y el cálculo, entre la pasión
y la persecución.
En el año
2000, un grupo de ladrones británicos quiso hacer lo impensable: robar el
diamante más vigilado del Reino Unido —el Millennium Star, 203
quilates de tentación— en pleno corazón del milenio. Un golpe de película,
con todo: lanchas rápidas, maquinaria de construcción, y un plan milimétrico,
diseñado no solo para el robo... sino para la leyenda.
“Un buen
ladrón no busca dinero. Busca historia.” — me dijo una vez un actor que hacía
de bandido, con ojos de niño travieso.
Pero si los
ladrones son artistas del atrevimiento, los policías son artesanos de la
paciencia. Y esta historia —ah, qué historia— es también un homenaje a ellos. A
la Flying Squad, esa brigada que escucha y espera, que cambia los diamantes
por réplicas, que ve el espectáculo montarse para luego, en el último acto,
romper el telón y salir a escena.
Hay algo
romántico en ambos bandos. Porque robar un diamante no es solo cuestión de avaricia. Es, a veces,
como besar a alguien prohibido: un riesgo, una pulsión, una forma de saberse
vivo. Y atraparlo, detener esa danza perfecta en el momento justo, es como
declarar un amor imposible a gritos, con esposas en las manos.
“El mundo
se divide en dos tipos de hombres: los que sueñan con robar el mundo, y los que
sueñan con que no se les escape.” — Una frase que nadie ha dicho, pero que
todos hemos sentido.
El
robo del diamante es una crónica policial que huele a novela negra, suena a jazz, y se ve como un truco de magia
revelado en cámara lenta. Con ritmo cinematográfico y estética afilada, la
serie no toma partido: en su narrativa, tanto el ladrón como el inspector son
protagonistas de una misma pasión —la del juego, el ingenio, y la eterna
persecución entre el deseo y el deber.
Así que
cuando termines de verla, no te preguntes quién ganó. Pregúntate, más bien: ¿cuál
habría sido yo? ¿El que soñó el golpe o el que lo desbarató?
Porque, al
fin y al cabo, todos llevamos un poco de diamante en el pecho… y un poco de
detective en el alma.
Sergio Calle Llorens
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