Pocas veces
un apellido ha sido tan contradictorio con su dueño. Gabriel Rufián, que en
cualquier otra circunstancia podría haber sido un personaje secundario en una
novela picaresca, se ha convertido en uno de los actores más estridentes de
la política española. Andaluz de cuna, pero independentista catalán de
conversión, es la prueba viviente de que el fanatismo de los neófitos no tiene
límites. Rufián es al nacionalismo catalán lo que un vegano recién
convertido al brócoli: más papista que el papa, más catalán que el pan con
tomate y más convencido de la independencia que un abertzale con GPS trucado.
Porque, ¿qué
hay más pintoresco que un tipo de Santa Coloma de Gramenet, hijo de jornaleros
andaluces, lanzando proclamas contra España con una pasión que haría sonrojar
al mismísimo Rafael Casanova? La Cataluña del seny ha dado paso a la
Cataluña del mem, y Rufián es el influencer de la bilis, el tuitero con
escaño, el azote de la lógica y el campeón de la verborrea con sobrecarga de
testosterona. Su Twitter es un manual de instrucciones para detectar fascistas,
porque, según él, están por todas partes: en el Gobierno, en la oposición, en
los periódicos, en las panaderías, en las ferreterías y, probablemente, en la
sección de congelados del Mercadona.
Pero, ¿qué
motiva esta pasión independentista en alguien que, si la Generalitat tuviera
éxito en su empeño, probablemente sería enviado de vuelta a Andalucía en un
tren nocturno? La respuesta es sencilla: la ideología del converso. Rufián
sufre el síndrome del neocatalán devoto, ese fenómeno sociopolítico que
convierte a algunos hijos de inmigrantes en radicales de la causa. Es el
fenómeno del “más independentista que nadie”, del “yo no soy charnego, yo soy
catalán de verdad”. Si el procés fuera una religión, Rufián sería su
Torquemada, quemando en la plaza pública a cualquiera que ose decir que Cataluña
nunca ha sido independiente, sino parte de la Corona de Aragón y de España.
Y ahí está
el chiste: Cataluña, ese ente mítico que algunos venden como un país
ancestralmente soberano, nunca ha existido como tal. Fue parte de la Corona
de Aragón, que se unió con Castilla, y desde entonces ha sido pieza
fundamental de España. Pero a Rufián y sus amigos eso les da igual. Porque en
su realidad alternativa, Cataluña ha sido una nación próspera, prístina y
pacífica, hasta que llegaron los malvados españoles con sus tricornios y sus
ganas de romper urnas de cartón. La historia se retuerce, se estira y se
aplasta hasta encajar en su narrativa.
Lo más
divertido de todo es que Rufián, el paladín de la igualdad y la
diversidad, milita en un movimiento que lleva décadas escupiendo frases
racistas contra los andaluces y demás castellanos. Porque, amigos, la
historia del nacionalismo catalán está llena de perlas como la de Jordi
Pujol, que describía a los andaluces como “hombres poco hechos, que viven
en la ignorancia y la miseria”. O la de Heribert Barrera, que afirmaba sin
despeinarse que “el coeficiente intelectual de los negros de EE.UU. es inferior
al de los blancos”. O la del mismísimo Quim Torra, que calificaba a
los españoles de “bestias con forma humana”. Y ahí está Rufián, el gran azote
del fascismo, abrazado a una ideología con un historial de supremacismo que
haría palidecer a un aristócrata del siglo XVIII.
Pero el gran
mérito de Rufián no es solo su capacidad para negar la historia con más aplomo
que un terraplanista, sino su maestría en el arte de la chulería. Con su estilo
de bar de carretera, sus frases de matón de instituto y su pose de rebelde sin
causa, se ha convertido en un fenómeno mediático. Es el político perfecto para
la era de Twitter: ruido sin sustancia, indignación sin profundidad, titulares
sin contenido. Y lo mejor de todo es que él mismo parece creer su personaje.
La historia
es cíclica, dicen. Y quizás dentro de unos años, cuando el procés sea un
recuerdo lejano y Rufián una nota al pie de página, alguien escriba una
tragicomedia sobre este hombre que quiso ser héroe de una causa que nunca fue
suya. Un Quijote moderno que, en lugar de luchar contra molinos de
viento, peleó contra su propio reflejo en el espejo de la historia.
Y el
epílogo, inevitablemente, lo dictará el tiempo. Porque, al final, la
independencia de Cataluña tiene algo en común con la dignidad política
de Gabriel Rufián: ambas son una ilusión que se disuelve con la luz del
día.
Sergio Calle Llorens

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