martes, 15 de abril de 2025

¡RUFIÁN!

 




Pocas veces un apellido ha sido tan contradictorio con su dueño. Gabriel Rufián, que en cualquier otra circunstancia podría haber sido un personaje secundario en una novela picaresca, se ha convertido en uno de los actores más estridentes de la política española. Andaluz de cuna, pero independentista catalán de conversión, es la prueba viviente de que el fanatismo de los neófitos no tiene límites. Rufián es al nacionalismo catalán lo que un vegano recién convertido al brócoli: más papista que el papa, más catalán que el pan con tomate y más convencido de la independencia que un abertzale con GPS trucado.

Porque, ¿qué hay más pintoresco que un tipo de Santa Coloma de Gramenet, hijo de jornaleros andaluces, lanzando proclamas contra España con una pasión que haría sonrojar al mismísimo Rafael Casanova? La Cataluña del seny ha dado paso a la Cataluña del mem, y Rufián es el influencer de la bilis, el tuitero con escaño, el azote de la lógica y el campeón de la verborrea con sobrecarga de testosterona. Su Twitter es un manual de instrucciones para detectar fascistas, porque, según él, están por todas partes: en el Gobierno, en la oposición, en los periódicos, en las panaderías, en las ferreterías y, probablemente, en la sección de congelados del Mercadona.

Pero, ¿qué motiva esta pasión independentista en alguien que, si la Generalitat tuviera éxito en su empeño, probablemente sería enviado de vuelta a Andalucía en un tren nocturno? La respuesta es sencilla: la ideología del converso. Rufián sufre el síndrome del neocatalán devoto, ese fenómeno sociopolítico que convierte a algunos hijos de inmigrantes en radicales de la causa. Es el fenómeno del “más independentista que nadie”, del “yo no soy charnego, yo soy catalán de verdad”. Si el procés fuera una religión, Rufián sería su Torquemada, quemando en la plaza pública a cualquiera que ose decir que Cataluña nunca ha sido independiente, sino parte de la Corona de Aragón y de España.

Y ahí está el chiste: Cataluña, ese ente mítico que algunos venden como un país ancestralmente soberano, nunca ha existido como tal. Fue parte de la Corona de Aragón, que se unió con Castilla, y desde entonces ha sido pieza fundamental de España. Pero a Rufián y sus amigos eso les da igual. Porque en su realidad alternativa, Cataluña ha sido una nación próspera, prístina y pacífica, hasta que llegaron los malvados españoles con sus tricornios y sus ganas de romper urnas de cartón. La historia se retuerce, se estira y se aplasta hasta encajar en su narrativa.

Lo más divertido de todo es que Rufián, el paladín de la igualdad y la diversidad, milita en un movimiento que lleva décadas escupiendo frases racistas contra los andaluces y demás castellanos. Porque, amigos, la historia del nacionalismo catalán está llena de perlas como la de Jordi Pujol, que describía a los andaluces como “hombres poco hechos, que viven en la ignorancia y la miseria”. O la de Heribert Barrera, que afirmaba sin despeinarse que “el coeficiente intelectual de los negros de EE.UU. es inferior al de los blancos”. O la del mismísimo Quim Torra, que calificaba a los españoles de “bestias con forma humana”. Y ahí está Rufián, el gran azote del fascismo, abrazado a una ideología con un historial de supremacismo que haría palidecer a un aristócrata del siglo XVIII.

Pero el gran mérito de Rufián no es solo su capacidad para negar la historia con más aplomo que un terraplanista, sino su maestría en el arte de la chulería. Con su estilo de bar de carretera, sus frases de matón de instituto y su pose de rebelde sin causa, se ha convertido en un fenómeno mediático. Es el político perfecto para la era de Twitter: ruido sin sustancia, indignación sin profundidad, titulares sin contenido. Y lo mejor de todo es que él mismo parece creer su personaje.

La historia es cíclica, dicen. Y quizás dentro de unos años, cuando el procés sea un recuerdo lejano y Rufián una nota al pie de página, alguien escriba una tragicomedia sobre este hombre que quiso ser héroe de una causa que nunca fue suya. Un Quijote moderno que, en lugar de luchar contra molinos de viento, peleó contra su propio reflejo en el espejo de la historia.

Y el epílogo, inevitablemente, lo dictará el tiempo. Porque, al final, la independencia de Cataluña tiene algo en común con la dignidad política de Gabriel Rufián: ambas son una ilusión que se disuelve con la luz del día.

Sergio Calle Llorens

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