Mes amis,
debo confesarlo: me han llamado para resolver un crimen literario. Como un
fiel discípulo de Hércules Poirot, he tomado mi bigote más reluciente, mi
gabardina más impecable y me he adentrado en el oscuro laberinto de la mente
criminal de... ¡Agatha Christie! Sí, sí, la gran dama del misterio, la
infalible arquitecta del crimen perfecto. Pero, ah, mis fieles lectores, ¿y
si les dijera que ella misma, en más de una ocasión, se saltó sus propias
reglas? ¡Mon dieu!
Nos han
enseñado que en las novelas de Christie el lector siempre juega en igualdad de
condiciones con el detective. Las pistas están ahí, esperando ser descubiertas,
encajadas como piezas de un rompecabezas. Pero mis pequeñas grey cells
han detectado algo sospechoso: hay momentos en los que la autora, con la
astucia de un prestidigitador, se ha guardado un as bajo la manga.
¡Inaceptable! ¡Escandaloso! ¡Delicioso!
Tomemos, por
ejemplo, "El asesinato de Roger Ackroyd". ¡Oh, amantes de la literatura
criminal! Qué genio, qué osadía, qué descaro sublime. El mismísimo narrador es
el asesino, y aunque todas las pistas están ahí, la forma en que se nos
presenta la historia es un truco de alta escuela. La revelación nos hace dar un
respingo, tirando la taza de té sobre el periódico matutino. Madame
Christie, ¡esto es un golpe bajo! ¿No dijo usted que los lectores debían
saber lo mismo que el detective? ¡Ajá, atrapada!
Y no
olvidemos "Diez negritos". Aquí la trampa es tan brillante que uno casi se pone de pie
y aplaude. Todos los personajes están encerrados en una isla, muriendo uno a
uno, y cuando creemos que todo ha terminado, descubrimos que el asesino estaba
más muerto que un arenque... ¡pero solo en apariencia! Un engaño tan perfecto
que haría llorar de envidia al mismísimo Moriarty.
También tenemos
“El misterio de la guía de ferrocarriles”, donde Poirot se encuentra con un
asesino que juega con los patrones del crimen en serie para ocultar su
verdadera motivación. Aquí la señora Christie nos hace mirar en la
dirección equivocada, como un ilusionista que mueve una mano mientras oculta el
truco en la otra. ¡Astuta como un zorro con monóculo!
Entonces,
mes amis, ¿deberíamos acusarla de fraude literario? ¿Debería la ilustre dama
del crimen ser llevada ante la justicia de los puristas del género? No, no, no.
Al contrario, hay que rendirle homenaje. Porque si alguien tenía derecho
a saltarse las normas del juego, era quien mejor lo conocía. Agatha Christie
no solo las rompió: las reinventó, las manipuló y nos hizo disfrutar cada
uno de sus engaños con una sonrisa de complicidad.
Así que
guardo mi lupa, enderezo mi corbata y brindo con un buen cognac en honor a la
mayor criminal literaria de todos los tiempos. Madame Christie, usted nos
engañó a todos, y por eso la amamos aún más. C’est magnifique!
Sergio Calle
Llorens
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