Un club
marroquí anuncia una fiesta en Torremolinos con un cartel en el que se prohíbe
la entrada a los homosexuales. El hecho provoca protestas de indignación.
Es una ola que recorre toda la nación para poner a todo el mundo de acuerdo.
Hasta el presidente de la taifa del sur, ¿Juanma cuándo vas a llevar el
metro al parque tecnológico de Málaga como prometiste?, afirma que los únicos
que sobran son ellos, los moros, se entiende. Y se entiende por dos razones
fundamentales. La primera porque la constitución española prohíbe la
discriminación sexual de cualquier criatura. Y eso incluye, naturalmente, no
dejar pasar al club al sarasa del reyezuelo de Marruecos. La segunda,
porque Torremolinos es un rincón de la región malagueña donde los clubes
gays estaban tolerados hasta en los tiempos de Franco. Cosas de “la
primera en el peligro de la libertad”. En otras palabras, que todos coincidimos.
Empero, hay matices significativos que nos separan. Porque los que nos podemos indignar somos los
que hemos alertado durante años sobre el peligro de importar a gente que se
rige por la ley de Mahoma. Ellos, que se hacen las ofendiditas ahora
tras constatar lo obvio, deben pedirnos perdón por dejar que entre gentuza como
los del club Fátima.
Lean con atención; si importas a gente con
mentalidad del medievo tienes a Marruecos en el horizonte y eso
significa nuestro ocaso. No hay más. Pero más allá de las declaraciones de cada
cual, lo que hay que hacer es comenzar con las deportaciones de personas que
entraron en nuestro país de manera ilegal. Y no sólo eso, hay que empezar a diseñar
una ley de extranjería que castigue a cualquier individuo que entre ilegalmente
en territorio nacional. Unos treinta años en los que no podrán optar a la
residencia en España. Mi casa, mis normas. Ellos o nosotros. Democracia occidental o
invierno árabe. Europa o el Magreb. Occidente o África. Nuestro paraíso español o el mugriento reino
de Mohamed VI.
Sergio Calle
Llorens
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