Ella era un
castillo que asaltar, un puerto en el que amarrar mi nave, el fuego donde
abrasarme, el agua para calmar mi sed. Ella lo era todo y yo era la nada que todo lo podía.
Ella era el
amanecer y el ocaso, una compota de fresa en el rocío de la madrugada y un pomelo
amargo dos horas después. El blanco y el negro. La vida y la muerte. La pasión
y la indiferencia. Con ella aprendí a entender el Blues. Y con eso está dicho casi todo.
Ella no
hacía preguntas estúpidas del tipo “¿me quieres?” Porque quien presenta
esas cuestiones sólo tiene dudas y ninguna certeza. Ella simplemente se preguntaba sobre los
miles de placeres que puse a su alcance. Ella sabía y yo aspiraba a saber.
Ella no supo
cuánto la amé, pero lo sabe ahora que ha transcurrido más tiempo del que nos
gusta admitir a los dos. Después de todo, la juventud tiene sus locuras y cuando
uno es joven, lo es para siempre. Ella era una mirada embriagadora y unas
acogedoras caderas que movieron los cimientos de mi entendimiento.
Caminamos
juntos, pero siempre bailamos separados dejando una huella sonora que sigue pisando
fuerte y deja intensos suspiros de carácter melancólico: Style Council,
Depeche Mode, the Sonics, The Ramones, Madness, Spandau Ballet, Gabinete Caligari,
Os Resentidos, Danza Invisible, Loquillo, Los Rebeldes o The Kinks.
Ella terminó
con el muchacho y creó al hombre que hoy soy y está canción; walls come
tumbling down es para darle las gracias por todo. Sin ella, no habría podido saber que las buenas compañías son siempre las peores.
Ella quería ver su foto en todas las paredes y estar contra todas las paredes. Conmigo consiguió ambas cosas. Después de todo, ella me echó una mano en la escuela de la vida y yo, modestia aparte, la enseñé a doctorarse en echar todos los muros abajo. Aquellos a los que cantaba el mismísimo Paul Weller.
Sergio Calle Llorens
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