Bélgica ha mejorado mucho en los últimos
años. De hecho, ha pasado de exponer a familias africanas en pequeñas jaulas de
bambú en zoológicos en la exposición universal de Bruselas en 1958, a enseñar
a Puigdemont en una casa de Waterloo. Los primeros compartían
barrotes con los monos, mientras el segundo vive en una jaula de oro a la que
algunos transeúntes no dudan en echarle cacahuetes cuando pasean junto
a sus jardines. El país de Leopoldo II, el rey que cometió las peores
atrocidades de la historia de la humanidad en el Congo, siempre ha
tenido querencia por el exotismo.
Curiosamente a los belgas les escandalizó que
su monarca no se llevase bien con sus hijas, o su gran apetito sexual que incluía
a chicas menores de edad y vírgenes, pero no hubo ningún reproche a los millones
de africanos asesinados en nombre del progreso. Incluso hoy, los belgas siguen
sin aceptar la quema de pueblos enteros, las mutilaciones de miles de personas
que no podían seguir trabajando, o las personas azotadas con un látigo hecho
con piel de hipopótamo. Un instrumento de tortura que era conocido como chicotte
en el Congo.
La historia belga, como ven, se escribe con sangre
por culpa de la codicia de un tipo al que algunos de sus contemporáneos apodaron
“Satán”. Sólo el tiempo y las
fotografías realizadas por misioneros y viajeros sacaron al mundo del engaño del
estado libre del Congo. Un embuste que Leopoldo II hizo creer al
mundo usando mucha propaganda para que pasaran por alto sus crímenes. Una vez
descubierto el pastel, el rey hizo que el Estado belga le comprase sus dominios
en África. Fue un negocio perfecto ya que cedió sus derechos por cincuenta
millones de francos de la época. Dinero que invirtió en comprar propiedades en
la Riviera francesa. Allí pudo disfrutar con su amante, Blanche Zélie Josephine
Delacroix, aflautadora de miembros desde su más tierna juventud, gastando el
dinero que le llegaba de la explotación del caucho del Congo.
Sin embargo,
los belgas no tuvieron suficiente con la muerte de diez millones de africanos,
sino que una vez el país africano accedió a la independencia, volvieron a la
carga cuando Patrice Lumumba fue designado primer ministro tras ganar
las primeras elecciones en ese desgraciado país. Y es que los belgas querían seguir
controlando la riqueza minera de su antigua colonia. Para lograrlo montaron un
guirigay apoyando la escisión de Katanga y Kasai del sur, donde había una
nutrida colonia de ciudadanos belgas, apoyando gobiernos títeres en dichos territorios.
El pobre de Lumumba solicitó ayuda a los norteamericanos que, lejos de
dar una respuesta positiva, organizaron un golpe de estado junto a los
servicios secretos de Bélgica para derrocarle. El plan terminó con el
fusilamiento de Lumumba y la toma del poder por parte de Kusabutu.
Años después los partidarios del primero quisieron tomarse la revancha, apoderándose
del norte del país. Tras ser nombrado primer ministro Moise Tshombe ,
hombre prooccidental, Estados Unidos y Bélgica apoyaron al gobierno
central con armamento y un ejército de mercenarios. La última bala de los rebeldes
fue el secuestro de ciudadanos occidentales que fueron liberados por paracaidistas
belgas el 24 de noviembre de 1964. Finalmente llegaron los asesinatos de más
ciudadanos congoleños y la dictadura de Mobutu.
Con todo lo
expuesto se puede llegar a varias conclusiones: la primera es que Leopoldo
II era un supremacista blanco y un asesino de masas sólo superado en número
de muertos por tipos como Stalin o Pol Pot. La segunda es que Bélgica
sigue explotando ese país africano como muchas otras empresas occidentales. La
tercera es que mientras los belgas, que siguen sin retirar las estatuas del
asesino sanguinario de su rey, van dando lecciones de humanidad al resto del
mundo. Otrora protegiendo a terroristas sanguinarios etarras y en la actualidad acogiendo a fugados de la justicia
española. Todo en nombre de la civilización.
No creo que
haya que retirar esas estatuas porque son un buen recordatorio de que Bélgica
es el mal personificado.
Sergio Calle
Llorens
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