lunes, 12 de julio de 2021

¡PLAYAS DE ESTEPONA!

 



He escrito en alguna ocasión, y algunos se han llevado las manos a la cabeza por ello, que mi máxima aspiración vital es coleccionar paisajes marinos. Como la memoria tiene casi tantos límites como las tarjetas que uso para mi cámara digital, me hago acompañar por un cuaderno, que no es de campo sino de playa, para plasmar las tonalidades cromáticas que cabalgan en estas olas mágicas.

 Hoy mis piernas me han traído a las orillas de Estepona; bella localidad situada en el extremo occidental de la región malagueña. Una de mis playas favoritas es la de Bahía Dorada. Un enclave ideal para los amantes de la cromatología porque las aguas aquí pasan, y sin advertencia alguna, del azul suave al verde y del verde al azul más índigo. En estas aguas, hay muchas clases de olas, pero hay unas ondulaciones intercambiables, los deportes acuáticos que, según la época, van del submarinismo a las ruidosas motos que van dando saltos cuan si fueran delfines. Por eso siempre llego a esta playa a primera hora, y es que las compañías molestas me impiden la concentración a la hora de entablar una conversación desigual con ese superior que es el mar. En realidad, más que un diálogo es un monólogo en el que el Mediterráneo habla y un servidor escucha. Y tanto me concentro en sus palabras que, sin saber muy bien cómo, he arribado a la playa contigua; la de Arroyo Vaquero que, a su vez, está unida a la Playa de Costa Natura y a Playa de Guadalobón. Es una playa tranquila de arena dorada y fina cuyo encanto se agiganta por la presencia de la torre vigía que luce altanera. Piedras que conservan la tenacidad de unas gentes en la lucha contra sus enemigos. Y hablando de enemigos, la Playa de Arroyo Vaquero ha sido galardonada, como muchas otras de la Costa del Sol, con la bandera azul. Prueba de que los de la bandera verde y blanca no han podido ensuciarla este año con sus tejemanejes administrativos.

La Playa del Cristo conforma una cala de pequeñas dimensiones de un azul dulcísimo. Setecientos metros bañados por aguas limpias y protegidos por un espigón y por las extensas arboledas.  En esta calita los niños de la localidad encuentran estupendas zonas de juego mientras sus padres se turnan en la vigilancia. Ellos alternando la lectura del periódico, también conocido como el mentiroso, con el seguimiento ocular de los movimientos de los pequeños. Ellas, cuan pulpos, con tres patas para untar las manos o con cuatro ojos para el control de los infantes. El resto de las patas las usan para preparar bocadillos, recoger las palas con las que los pequeños construyen castillos en la arena y para miles de otras cosas. Y con tanta pata realizando cosas, al final es obvio que terminen metiéndola. Los días de playa en pareja y con hijos pueden ser la antesala del divorcio.

Quiero pasar de puntillas por la Playa de la Rada porque en ella se concentra gran cantidad de bañistas lo que provoca, además de algunos sustos para los socorristas que tienen que arriesgar su vida para que la cosa no pase a mayores, que muchos nos alejemos rápidamente de ella. Hoy, en cambio, me quedo absorto oyendo la discusión entre un bañista de campo y un socorrista- la playa cuenta con el mayor dispositivo de seguridad de toda la parte occidental de Málaga- y es que el primero le afea que el otro día estuvo a punto de ahogarse y que el mozo, a pesar de que está obligado a tirarse al mar a salvarlo, se quedó en la orilla sin hacer nada. El muchacho esbozó una sonrisa sardónica antes de contestar:” cuando hay bandera roja, un socorrista no está obligado a arriesgar el pellejo porque la bandera, además de indicar peligro extremo, es un recordatorio que aquel que se lance al mar será responsable de su suerte. El socorrista, por tanto, sólo intentará salvarlo si lo estima oportuno”. El anuncio del socorrista deja sin palabras al hombre de interior hasta que, tal vez poseído por una fuerza demoníaca, comienza a echar espumas por la boca; grita, vocifera y hace grandes movimientos con las manos advirtiendo que no volverá nunca a veranear en la localidad.  Dice que el servicio de seguridad en la piscina de su pueblo es mucho mejor. El joven, paciente y educado, aguanta el chaparrón para espetarle a la cara que él se casa la semana que viene, y que no iba a poner su vida en peligro porque un papafritas del interior decidiese, a pesar de todas las advertencias, bañarse en un Mediterráneo enfadado.  Barrunto que el cateto, que ha sido capaz de comparar el servicio de vigilancia de una piscina con el de una playa, además de no bajarse del burro, seguirá anclado a la perplejidad del asno y volverá a Estepona el año que viene.

Mi paseo esteponero de hoy termina en Punta Plana. Una playa de dos kilómetros con agua clara, suave oleaje y cielos, al menos hoy, de nubes blancas errabundas. Aquí contemplo un hecho tan extraordinario como una playa de Fuengirola sin la presencia de cordobeses; es un grupo de simpáticos gorriones fornicantes. Un pajarito que ha ido desapareciendo de nuestro país por la estupidez manifiesta de aquellos que importaron aves de otras latitudes que han ido colonizando los otrora territorios querenciosos de nuestros graciosos pajarillos que ahora revolotean por la playa para colocarse, y literalmente, a dos escasos pasos de mi toalla. Uno de ellos saca pecho ante una hembra de menor tamaño a la que, en caso de preñar, dejará en busca de otra conquista femenina que echarse al coleto. Y es que el gorrión es, si aplicamos la definición más radical del feminismo actual, un sinvergüenza de calado producido, y en masa, por el pérfido heteropatriarcado. Un criminal en potencia que se desentiende de criar a la prole dejando sola a la hembra en tan difícil tarea, aunque yo creo que todas las acusaciones contra mis amigos son una burda patraña inventada por envidiosos. En cualquier caso, yo soy el primer defensor de este vivaracho pájaro cantor de plumaje con manchas negras y grises.  Unos quince centímetros de poderío que ha ido cediendo, como les decía en líneas precedentes, por la presencia de esos loros argentinos tan ruidosos que no los dejan vivir tranquilos. Me pregunto por qué me gustan tanto los gorriones, pero no hallo respuesta en mi cabeza. Sólo sé que estas tierras sin gorriones, es como un domingo en la playa sin domingas: una auténtica tragedia.

Sergio Calle Llorens

 

 

 


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