En este balcón, que se alza orgulloso
sobre la mar salada, me tomo un vermut malagueño. He llegado encima de mi
motocicleta. El aire de la tarde es húmedo y la mar se presenta algo agitada.
Frigiliana, para no iniciados, se encuentra a los pies de la Sierra de Almijara
y se asoma al Mediterráneo como un hombre a un escote que esconde unos buenos
pechos generosos. Un pueblo blanco que queda a tres vinos Moscatel de Nerja.
Un rincón idílico para artistas que esconden sus vidas pretéritas a la
espera de un golpe de suerte que, mientras llega, pueden decir que la fortuna
es caminar cada día por sus calles empedradas.
Yo suelo hacerlo cuando la tarde busca la noche. Mi rincón favorito
es la zona del Barribarto que desprende el encanto de un primer beso.
Labios ajenos a las bocas de los vecinos que intercambian opiniones a las
puertas de sus bellas casas encaladas.
Mis pasos siempre me llevan por el mismo
recorrido: el Palacio de los Condes de Frigiliana, llamado el ingenio por
los lugareños, que es la sede de la fábrica de la miel de caña de Nuestra
Señora del Carmen, la única en Europa que elabora este producto de forma
artesanal y tradicional, la iglesia de San
Antonio de Padua, al que se llega ascendiendo por la Calle Real, un templo
de estilo renacentista que cuenta en su interior con tres naves de madera,
hasta llegar a la Fuente Nueva, del siglo XXII, y la Ermita del Ecce Homo. Lo mejor de mi passeggiata es cuando
llegó al coqueto jardín botánico para empaparme de los efluvios de las plantas
que tan importantes han sido para los de esta comarca: el tomillo y el romero,
el olivo y la caña de azúcar. Y cuando
todo queda iluminado por la luz de los farolillos, Frigiliana queda sumergida
bajo un sutil encantamiento en el que el silencio se adueña de todos sus
rincones, y a un servidor se le escapa un suspiro propio de un alma enamorada.
De pronto, veo subir a una anciana cargada de bolsas por la calle empinada, y
sin perder el resuello me dice.
-
¿Le apetece un choto frito?
-
Hecho- respondo satisfecho.
-
Pues en el restaurante de mi niña lo preparan mejor que
en ningún sitio.
Luego me da las señas del mismo y yo me
quedo con esa cara de oriundo panoli que trata de disimular la turbación. Ella,
que se hace cargo del asunto, me dedica un guiño malicioso antes de seguir
subiendo por la calle empedrada con la misma energía y velocidad que suelen
tener las muchachas de veinte años. Esas que en la plazoleta del pueblo
competían por hacerse el mejor selfie de la temporada. Frigiliana siempre
depara sorpresas.
Sergio Calle Llorens
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