martes, 1 de diciembre de 2020

¡MI VERANO AZUL!

 


La principal característica de un marino es una saludable incertidumbre que decía Joseph Conrad. Al menos hasta que uno desembarca en Nerja y camina por sus calles sinuosas que huelen a jazmín y dama de noche. Y es que mi paso en este lugar produce ecos de tranquila sabiduría. Yo aquí he deambulado mucho con el rostro moreno y la mente en blanco. Y, a pesar de ello, no puedo olvidarme del primer atardecer que presencié a este mágico rincón. Caía la noche y yo ya me había rendido al embrujo de los geranios y las buganvillas a la hora que buscaba el pequeño Hotel Calabella que, sin ningún género de dudas, posee una de las terrazas más románticas del Mediterráneo. En uno de esos anocheceres mágicos mi novia escandinava lloró en un crepúsculo encendido. Dibujamos entonces proyectos vitales e inventamos, unas horas más tarde, posturas imposibles en la Playa del Salón que debe su nombre a la voz hebrea de Shalom donde hubo amor, paz y mucha guerra para no ser pillados in fraganti. Aquella lejana noche yo me postré, como la Playa de Calahonda al Balcón de Europa, a los pies de esa belleza rubia. Ella, creo, venía de vuelta y yo iba a alguna parte. Indefectiblemente terminamos encontrándonos en una esquinita del municipio que tiene un litoral hermoso plagado de calas recónditas. Rincones malagueños prestos a la descubierta si es que la serie, Verano Azul, no ha desvelado ya todos sus encantos.

Solíamos ir a la Playa del Chorrillo situada junto a la de Calahonda. Una pequeña cala enclavada a los pies de la Sierra de Almijara. Aguas turquesas, rocas en las que resguardarse del sol después de practicar submarinismo, una afición de la que la nórdica era muy partidaria. Una actividad que nos llevó a Calachica, o Cala de Maro, que ha sido elegida por votación popular como la segunda mejor playa del Reino de España. Aquí Pancho anunció al mundo que Chanquete había muerto en una final de verano en el que los españoles teníamos la tele encendida, y el alma rota de dolor por el fallecimiento del marino que vivía en un barco varado en tierra llamado la Dorada. Nadie pudo anticipar que al tipo que enterraban era una semilla floreciente en un verano azul que, aunque pase el tiempo, sigue envuelto en un halo de alegre melancolía. Como la que yo siento cada vez que callejeo sin rumbo y busco, sin éxito, a aquellos rostros de aquel verano que pasé de joven a hombre. Ha llovido, y mucho, desde entonces, pero lo único que no ha cambiado es la sensación de volver al pueblo cuyas playas siguen presentando una planta virginal de aguas azulísimas y turquesas. En una palabra; el paraíso.  Un marino en tierra, la tierra de un marino que ha sido elegida como el pueblo costero más bonito del país. Por una vez el pueblo no se equivocó a la hora de votar. La democracia, después de todo, es un abuso claro de la estadística.

Sergio Calle Llorens


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