Suelo tomar esos autobuses metropolitanos que unen los
pueblos con la capital. Viajar en ellos supone una aventura surrealista. Me
llama la atención como siempre hay tres pasajeros que tras abonar el
correspondiente billete se quedan hablando con un paisano. La cosa no tendría
mayor importancia si no estuvieran impidiendo el paso al resto de usuarios. Si
no saben viajar en autobús, imaginen en un avión.
Ayer mismo el conductor de uno de estos vehículos tuvo que abroncar
a un orondo señor, primo por lo visto de un hipopótamo africano, que impedía la circulación de pasajeros.. Finalmente
dejó pasó a dos señoras que se adentraron en la maquina con sus carros de Ben-
Hur acompañadas de sus bebés.
Es extraordinario la atención que levantan los lactantes
entre el personal femenino. A dos palmos de la puerta de salida, la llamada de
la maternidad hacía babear a una moza ante la visión de la criatura. Al otro
lado, una señora que fue al colegio con Nefertiti, si nos atenemos a sus
arrugas, interpelaba a la mamá extranjera acerca de su niño, a pesar de que ésta
era incapaz de entenderla. La cosa era algo así; ¿Cómo se llama? La otra se
encogía de hombros. Y la señora a la carga de nuevo; Yo Chita, tú Tarzán y el
niño… Sé que podría haber hecho de intérprete pero la guiri me daba la
espalda dejando al descubierto unas
nalgas sobresalientes divididas en dos rotundos cachetes. Cada uno con su
personalidad propia. El Apocalipsis y cada vez que los movía, el problema del calentamiento global del planeta se agravaba. Junto a la mamá española, viajaba su
progenitora agarrando la mano de su nieto. A cada monería del chiquillo, la
abuela movía la cabeza como un periscopio buscando la aprobación del personal
que, a tenor de la escena, ya estaba entregado por completo riendo con los
gorgoteos del rapaz. En verdad, creo que la yaya estaba viviendo el momento más
sublime de su existencia. Por mi parte, seguía embelezado con la forastera a la
que, para su desgracia, seguía aplicando el tercer grado la mona local; ansiaba saber la edad
del niño, si comía bien, si dormía plácidamente y otras nimiedades cuando lo
relevante, digo yo, eran sus gustos sexuales, el tipo de pezones que gasta
y hasta su disponibilidad sexual tras acostar al dichoso bebé. Llegado a este
punto de la narración, quiero añadir que a mí los niños sólo me gustan cuando
son capaces de comunicar algo en alguna parla. Por lo demás, con tan poca edad
los considero un puñetero coñazo cuyos desvaríos compiten con los de los patéticos
presentadores de Canal Sur.
Al vulgo le gusta exhibir sus bebés por los paseos
marítimos, en las tiendas, en el transporte público y hasta en las redes
sociales donde, en mi opinión, a todos los que cuelgan fotos de su descendencia
de forma habitual habría que colgarles del palo mayor de un barco.
Aplicando la teoría socrática de que para desembarcar en la
isla de la sabiduría hay que navegar en un océano de aflicciones, llego a la
conclusión de que no hay peor congoja que contemplar a un monigote sin dientes con
la convicción absoluta de que un día, probablemente no tan lejano, el rapaz se
convierta en un socialista andaluz o, casi
peor, en un sindicalista gorrón. Así que hasta despejar la duda, estos
lactantes deben ser considerados como potenciales hijos de la grandísima puta.
Sergio Calle Llorens
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