domingo, 7 de diciembre de 2014

EL BARCO


El barco se siente triste anclado en el puerto. Esa cuerda que, además, le sujeta al noray para que no se escape. No es que a la embarcación no le guste las ciudades que visita. Es más, cuentan las olas milenarias, que ama esos lugares o, al menos, siente querencia por ellos. Lo que ocurre, háganse cargo, es que las naves fueron creadas para surcar esas patrias saladas. Fuera de su medio acuático se sienten perdidas como una isla al no estar rodeada de agua por todos lados.

Veo partir a muchos barcos desde mi atalaya mediterránea y, casi siempre, me da la sensación de que cuando los vientos soplan para apoyar su partida, se sienten dichosos. Otras, en cambio, el sentimiento de tristeza que desprende es infinito cuando veo a sus marineros luchando en cubierto con un fuerte temporal sin que Neptuno haga nada por calmas las aguas. Parece que hubiera una conexión entre los hombres y esas naves.

Como animal marino que soy, he oído muchas historias de barcos naufragados, de marineros que perdieron todo tras una mala noche de cartas o, de pescadores que murieron de pena porque no pudieron volver a su medio acuático. Narraciones en esos bares de puerto con esos atardeceres rojos que componen una postal perfecta para turistas. Luego viene esos silencios que hablan más que las palabras y cada uno vuelve a mirar el oscuro vino donde se reflejan nuestros fantasmas personales. Ni la brisa marina, que sopla a veces para deleite de los sentidos, parece poder curarnos el alma. Sabemos, en lo más hondo de nuestro corazón, que los hombres somos barcos perdidos cuya existencia no se culmina si no morimos en la refriega.

El deceso de un barco ha de ser en la mar, con un fuerte viento de levante. Morir de forma gloriosa tras años y años batiéndose contra las olas. No hay nada peor que un barco que es desguazado. Nada más liberador que una batalla contra aquella vieja amante marina a la que, por supuesto, ama y odia por igual. Fallecer en tierra es la peor de las desgracias. Y cuando sus huesos van a besar, por fin, al fondo marino, todo cobra de repente sentido. Los barcos hundidos, a los que llamamos pecios, viven para siempre convertidos en santuarios secretos. A unas millas náuticas de las costas de Málaga y, más concretamente, a la altura del barrio marinero de El Palo, duerme un viejo submarino republicano hundido por la marina nazi. No soy yo muy dado a perturbar esos cementerios marinos. A nosotros, los vivos, apenas nos queda componerles poemas, canciones y cantar sus hazañas a la vera del mar, en esas viejas tabernas marineras que hoy, desgraciadamente, comienzan a desaparecer.

Un barco debe morir con las botas puestas y que los trovadores canten su buena fortuna. Lo demás son zarandajas de Disney en un mundo sin esencia. Hoy, que he venido a esta vieja taberna marinera, para hablar de libros antiguos, el silencio se apodera de todos nosotros cuando alguien eleva al cielo unos versos que hablan de barcos que zarpan, naufragan y se hunden con un doblar de huesos. Suena distante pero esos versos hablan de nuestro destino.

Sergio Calle Llorens

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