Durante muchos años, miles de personas solían escribir al
22-1B de Baker Street para pedir ayuda al famoso detective Sherlock Holmes que, como piensa una gran mayoría, sólo existió en la mente de Arthur Conan Doyle. Sin
embargo, se puede afirmar que el héroe que nos encandila con
su portentosa capacidad de deducción era de carne y hueso; me refiero al Doctor Joseph Bell, pionero en el campo de la ciencia moderna. Scotland Yard incluso recurrió a su
persona para atrapar al asesino de Whitechapel; Jack el destripador.
Bell inspiró a su alumno para que éste creara una leyenda. Todo comenzó
cuando el propio Conan Doyle se convirtió en su ayudante en la Facultad de medicina de
Edimburgo. Tres años antes de que se conocieran, el médico ya colaboraba con la policía.
Éste quería aplicar la ciencia a la resolución de los crímenes. Henry Duncan-
Little John- fue el que ofreció a Bell esa oportunidad. El primer caso que
resolvió fue el de Anny Lyndsey demostrando que lo que mató a la mujer fueron
las infecciones de sus heridas por arma blanca. El trabajo de Bell como patólogo
fue absolutamente rompedor usando las autopsias para demostrar la autoría de esos crímenes. Hoy es algo normal. Antaño todo
lo contrario.
Bell aplicaba sus deducciones de una forma precisa y
avasalladora. A finales del siglo XIX, Edimburgo estaba desbordada por el crimen.
La policía no era capaz de determinar si las muertes eran asesinatos o no. Por eso su trabajo como pionero en la criminología fue tan importante. Entre 1874 y 1878 nuestro peculiar doctor
aplica sus nuevos métodos; toxicología, análisis grafológico. Los primeros
pasos de los famosos CSI. Su trabajo condujo a 10 criminales a
la cárcel en esa primera etapa.
Quienes le conocieron afirman que sus clases eran
impresionantes. Él lo llamaba el método; observar, deducir con perspicacia y
confirmar con pruebas incontestables para ratificar las deducciones. En” la Aventura de las cinco
semillas de naranja” Conan Doyle imita por completo el comportamiento del señor
Bell. Me estoy refiriendo a la anécdota en la que el galeno fue capaz de saber
donde había estado un estudiante esa misma mañana “¿Cómo ha podido saberlo Doctor? Elemental porque
en es el único lugar de Edimburgo donde
hay ese tipo de tierra. La misma que lleva en las suelas de sus zapatos".
El 2 de enero de 1878, Bell es llamado para arrojar luz en
un caso digno del grandísimo Sherlock Holmes. El misterioso asunto de Eugene
Chantrel, un adinerado lingüista francés. Un Don Juan que se volvía muy celoso
cuando su esposa hablaba con otro hombre. Un tipo que ideó un plan maquiavélico
para asesinarla. La esposa estaba catatónica cuando llegan a la case del señor
Chantrel. Éste comenzó a relatarles que había olido a gas en la habitación de
Elizabeth y, que había ordenado inmediatamente a la sirvienta que cerrara la llave del
gas. También afirmó que ella se fue a dormir pronto el día anterior porque se
sentía mal. Lo que no les aclaró es de donde procedía el escape. Entonces Bell
vio algo extraño; señales de vómito en la cama de la moribunda. Rápidamente tomó
una muestra. Además en una intoxicación por gas no es normal el vómito. Por otro
lado, el aliento de una persona que sufre un envenenamiento por gas huele espantosamente. Algo que
no ocurría en el caso de la mujer. Hoy tenemos aparatos que pasan
desapercibidos al ojo humano y que nos ayudan a entender que ha pasado en la
escena de un crimen. Es la tecnología
llamada omnicrom. Una luz ultravioleta graduada que ilumina el hierro. Un
elemento que se encuentra en nuestros fluidos; sangre, semen, saliva y… vómitos.
Pruebas irrefutables para resolver los casos. Bell sólo podía confiar en su
capacidad de observación
Elizabeth Chantrel falleció sin poder contar su secreto. La
autopsia reveló que sus órganos internos no apestaban a gas tampoco. No había monóxido de carbono que le da a la sangre un
rojo brillante. La prueba, obviamente, resultó ser negativa. Bell estaba
convencido de la culpabilidad del lingüista. Todo indicaba envenenamiento pues
entró en coma antes de morir. Justo después de vomitar. Por lo tanto eso no se
corresponde con las muertes por estricnina o arsénico. La única alternativa era
el opio. A esas alturas, la policía no tenía dudas, la muerte fue accidental.
Empero, un técnico de gas mandado por Bell pudo comprobar que alguien había
manipulado un tubo de gas. El problema es que no podían demostrarlo. Tendrían
que pasar 27 años para que los tribunales admitan las huellas dactilares como
prueba para resolver los casos.
Bell regresó a la escena del crimen buscando más pistas.
Finalmente descubrió que Chantrel había comprado opio en las fechas anteriores a la muerte de su legítima. Y los análisis del vómito
confirmaron su teoría. El 5 de enero de ese año, el francés fue detenido por
asesinato. Estuvo cuatro meses a la espera de juicio. Aquello fue un escándalo
porque el supuesto criminal pertenecía a la clase adinerada cuando la gran
mayoría de los asesinatos, por no decir todos, se tenían por cosas que siempre
ocurren a la gente sin cultura. La idea de un asesino de esa posición económica era novedosa y, por qué no decirlo, ciertamente sugerente..
Nuestro doctor no acudió al juicio porque siempre prefirió
quedarse en un segundo plano. Fue Little John quien presentó las pruebas.
Sherlock Holmes en “El Signo de los Cuatro” imita este comportamiento. El
lenguaje científico usado durante el juicio dejó al personal con la boca
abierta. Simplemente faltaba el móvil. La doncella irlandesa arrojó luz en ese
sentido porque al declarar que el acusado bebía mucho y gustaba de decirle a la señora que
la mataría con una dosis de opio. Finalmente el seguro de vida que le hizo a su
esposa tres meses antes de morir por 3000 libras- 85000€ de nuestra época-
pusieron el último clavo en el ataúd del afamado lingüista. Chantrel murió
ahorcado. Sus últimas palabras fueron las siguientes; “adiós Little John,
enhorabuena Joseph Bell, ambos habéis hecho un gran trabajo para verme colgado”.
Unas palabras que perseguirían al galeno de por vida. Sencillamente su secreto
había sido revelado. Justo entonces, Conan Doyle fue contratado por Bell como
su ayudante. Una decisión que cambió, y para siempre, la literatura criminal en
nuestra cultura occidental.
Conan Doyle le sirvió cerca de un año. Trascurrido ese tiempo, se instaló en
Inglaterra, el dinero que ganaba como doctor no le daba para llegar a fin de
mes. No tuvo más remedio que comenzar a escribir historias para salir de los
apuros económicos. Como la policía de entonces era muy incompetente, la astucia
y las deducciones de Bell podían ser la respuesta. En 1886, Sir Arthur creó una leyenda. La primera
descripción del personaje coincide con la de Joseph Bell.
Podemos afirmar que Sherlock Holmes no sólo existió bajo
otro nombre sino que fue fundamental en la investigación en el caso de Jack The
Ripper. El primer asesino en serie, conocido, de la historia. Bell recibió el
expediente del caso en los que se incluían fotografías y otras pruebas como la
carta titulada From Hell. La policía también incluye a los sospechosos. Henry
Ducan a su vez recibió el expediente. Ambos llegaron a la misma conclusión. El
asesino era… El problema es que el expediente de ambos doctores en los que
revelaba la verdadera identidad del criminal se perdió en un momento posterior
a 1888. Sin embargo, hay un candidato principal; Montague John Druit. El 2 de enero de 1889 su cuerpo apareció
muerto en el Támesis. Tenía los bolsillos llenos de piedras. Justo después de
su muerte, los asesinatos pararon. Se cree que al verse descubierto, se suicidó.
Yo, básicamente, estoy muy de acuerdo con aquellos que señalan a Druit como el
verdadero rostro tras el que se esconde Jack el destripador.
Sea como fuere, lo importante es que gracias a Bell y al
hombre que le dio la vida bajo la identidad de Sherlock Holmes, uno puede
seguir disfrutando con las aventuras del famoso detective. Con ese Londres
victoriano cubierto por la niebla mientras los asesinos acechan en cada
esquina. Un lujo que, en las noches de invierno junto al fuego, se ha
convertido en una de mis mejores compañías.
Sergio Calle Llorens
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