El primer
mordisco a un cicchetto en la penumbra de una osteria junto a la
laguna es como abrir un cofre antiguo: dentro no hay joyas, sino sabores que
viajaron siglos para llegar a tu mesa. Quien crea que la gastronomía italiana
es solo pasta, pizza y tiramisú, aquí descubrirá que está en un país distinto. La
Serenissima es un puerto, un cruce de rutas, un teatro flotante donde el plato
cuenta historias de mares lejanos y mercados abarrotados. Comer en Venecia
no es repetir Italia: es escuchar su propia voz.
El viajero
que desembarca en el Rialto, con sus tenderetes de pescado que parecen cuadros
de Canaletto, notará pronto que en Venecia los sabores hablan varios
idiomas. El baccalà mantecato, crema de bacalao desalado y batido
con aceite hasta alcanzar la textura de un susurro, llegó desde las frías aguas
del Atlántico Norte, traído por mercaderes que desafiaban tormentas. Los sarde
in saor, sardinas en escabeche dulce con cebolla y pasas, son un plato
nacido de la necesidad de conservar el pescado en los días en que las galeras
podían tardar semanas en regresar.
En esta
ciudad, cada receta guarda un secreto. El fegato alla veneziana, hígado
con cebolla, recuerda que la nobleza también comía con los pies en la tierra;
el risotto al nero di seppia, oscuro como una noche sin luna en
la laguna, es una invitación a dejar que lo desconocido tiña la boca y la
memoria. Henry James lo resumió así: “Venecia me ha enseñado que la belleza
no siempre es obvia, a veces se esconde en la penumbra”.
La
diferencia con el resto de Italia es que aquí no se cocina para satisfacer,
sino para intrigar. En Roma el plato es una afirmación; en Venecia, es una
pregunta. Hay algo deliberadamente insinuante en el aperitivo de cicchetti
y ombra —pequeños bocados y un vaso de vino— que recuerda a las
novelas de Donna Leon, donde un buen vino puede acompañar una
confidencia peligrosa, o a los versos de Lord Byron cuando escribió: “Yo
desperté en Venecia, y el cielo y la mar estaban pintados para mí”.
Hasta el
dulce parece escrito con pluma de viajero: los baicoli, galletas finas
que duran semanas, eran el consuelo de los marineros que no sabían si
volverían; el fritole, buñuelo de Carnaval, es el sabor de una ciudad
que, incluso en la decadencia, celebra la vida con una máscara en la mano y
azúcar en los labios. Como dejó dicho Goethe tras probar el pan y el vino
venecianos: “En esta ciudad, todo es antiguo y, sin embargo, cada día nace
nuevo”.
Venecia
no cocina para todos: cocina para quien quiere descubrir. El viajero apurado dirá que aquí
todo es más caro; el viajero sabio entenderá que lo que se paga es el
privilegio de morder un trozo de historia, de llevarse a la boca un secreto
salino que la laguna susurra desde hace siglos.
Porque en Venecia,
incluso el pan sabe a despedida y a promesa, como una góndola que se aleja por
un canal sin nombre, dejando tras de sí un aroma de mar, de especias y de
misterio.
Sergio Calle Llorens
No hay comentarios:
Publicar un comentario