Si hay un
nombre que provoca simultáneamente pena, indignación y risa nerviosa en el
panorama del cine español contemporáneo, ese es Eduardo Casanova. Actor
reconvertido en director, su obra se ha convertido en un espectáculo tan
grotesco como insólito: vampiras con SIDA que hablan en lenguaje inclusivo,
escenarios diseñados como un carnaval de mal gusto y una narrativa que parece
salida de un cuaderno de garabatos de quinceañeros con delirios de Oscar.
Lo primero
que llama la atención es el escandaloso contraste entre las subvenciones
recibidas y la taquilla lograda. Casanova ha conseguido que fondos públicos
respalden sus proyectos, mientras sus películas apenas llenan unas cuantas
butacas y generan cifras de recaudación que harían llorar al contable de
cualquier cine independiente. Es un fenómeno casi kafkiano: dinero del
contribuyente alimentando un laboratorio de ideas mal ejecutadas, donde la
provocación se confunde con incompetencia.
Su universo
creativo desafía toda lógica. Las vampiras de Casanova no muerden por hambre de
sangre, sino por la necesidad de aparecer en todas las conversaciones de
activismo de café. Con SIDA como accesorio dramático y un lenguaje inclusivo
que parece más un truco publicitario que una herramienta narrativa, sus
películas son un desfile de elementos que no encajan ni por accidente. La
intención de visibilizar o transgredir se pierde en la maraña de diálogos
artificiales y situaciones forzadas.
Frente a
obras maestras del cine español, la diferencia es brutal. Pedro Almodóvar
construía historias humanas que conmueven y perduran; Álex de la Iglesia mezcla
humor negro y crítica social con maestría; incluso cineastas menos conocidos,
pero con oficio, logran que cada plano tenga sentido. Casanova, en cambio,
parece obsesionado con provocar sin saber qué quiere contar. Es cine de
provocación sin oficio, un juguete roto financiado con dinero público.
Su obra
genera conversación, sí, pero siempre en negativo. La crítica lo destroza y la
taquilla lo ignora. Solo un público minoritario y curioso, a veces más
interesado en el escándalo que en la narrativa, parece seguir sus proyectos. Casanova
ha conseguido algo inusual: ser famoso por ser infame, por un cine
que provoca más rechazo que admiración.
En el fondo,
Casanova es un recordatorio doloroso de lo que ocurre cuando la
subvención sustituye al talento y la provocación se confunde con creatividad.
Su cine demuestra que provocar no es arte si no hay historia, técnica ni
coherencia. Mientras los grandes del cine español nos muestran la belleza
de la narración bien hecha, él nos deja un reguero de confusión, incomodidad y
vergüenza ajena.
Y, como
colofón, una frase que resume su naufragio artístico:
“Si el
cine español fuera un examen, Eduardo Casanova sería ese alumno que copia los
apuntes y aún así suspende con honores.”
Sergio Calle
Llorens
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