jueves, 5 de febrero de 2015

NOCHE DE TERROR


Hoy que casi toda España está cubierta por la nieve, es un buen momento para compartir una historia de terror. Vivía yo por entonces en el barrio marinero de El Palo tras mi paso por Londres. Estaba en casa con la única compañía de mi respiración profunda cuando recordé que debía bajar la basura a la calle. Una vez en el exterior me sorprendió un frío de alambique, húmedo como es de costumbre junto al mediterráneo. Además la sensación térmica era mayor por el fuerte viento que dibujaban olas espectaculares. Escuché el primer trueno tras el saludo de un relámpago y una lluvia huracanada comenzó a caer con fuerza. Decidí calentarme un rato en un bar cercano; ya saben, un par de vinos moscatel que levantan hasta a los muertos.
Allí tuve una conversación curiosa con un conocido alemán, arquitecto para más señas. Recuerdo que hablamos de la querencia contemporánea por los edificios de mal gusto. Luego terminamos conversando, vaya usted a saber por qué, sobre religión. Le dije que el problema de Dios era el mismo que el de IKEA; conseguir que personas ajenas al oficio sean capaces de montar un mueble sin que se caiga o falten piezas. Del tabernáculo al Templo de Salomón. Aquello despertó la risa de mi compañero de barra y animado me invitó a un último vino malagueño de los que eran muy partidarios los Zares de Rusia.

La lluvia había arreciado y yo solo pensaba en volver a casa pues al día siguiente, como casi siempre en diciembre, tenía que tomar un vuelo a Dinamarca para pasar la navidad. Aceleré el paso y justo cuando llegaba a mi portal, en aquella época yo tenía el pésimo gusto de vivir en un piso, escuché algo a mi espalda. Al volverme vi como en la escalera que daba al garaje comunitario una vecina de unas quince primaveras le hacía una mamada en toda regla a su novio. El chico que llegaba al éxtasis en ese momento, o tal vez por mi presencia, abrió los ojos tanto que casi se le caen de sus órbitas. Estuviera en esta, o gravitando sobre algún punto lejano de la galaxia, el caso es que la puerta de nuestro portal se abrió; allí nos topamos con un vecino de Jaén que tiraba de una silla de ruedas. En ella, iba cubierto el cuerpo sentado de una persona y, junto a la silla  el segurata de los bloques de Echeverría. El chico se enfundó su cosa. La chica se limpió la boca y yo, no pude cerrar la mía. Obviando a la parejita, el tarado de Linares nos dijo que llevaba a su mujer al médico porque le había dado un ictus. Entonces al bajar el escalón, el cuerpo se ladeó apareciendo la cabeza de su difunta esposa. La mamadora de miembros gritó y solo la amenaza del jienense de contar a su madre sus dotes de Afrodita, paralizó sus cuerdas vocales de cantante de ópera. Pedí explicaciones al vecino y al hombre de seguridad que era argentino y muy buena persona. Les juro que mis oídos no daban crédito; el marido, que era un tacaño de cojones, no tenía seguro ninguno y no estaba dispuesto a pagar por el traslado del fiambre a su pueblo. Además, allí disponía de un nicho familiar pagado. Aquello no tenía mucho sentido pero, háganse cargo, el pibe me pedía silencio porque si en la empresa se enteraban de algo así, lo ponían de patitas en la calle. De momento, y hablando de patas, la única que la había estirado era la señora de ese descerebrado. De mi boca salió una advertencia; "mire si la Guardia Civil le para con el cadáver de su mujer en la autovía, le meten un paquete que le va a salir por un ojo de la cara". No hubo forma. Finalmente, el de seguridad tuvo que ayudar al hideputa a colocar el cadáver en el coche.

Siguió lloviendo con una fuerza descomunal, así que tras terminar de hacer la maleta, me decanté por La Cartuja de Parma de Stendhal. Empero, la imagen de la difunta no se me iba de la cabeza. En ese momento miré por la ventana para ver como el argentino aguantaba estoicamente el líquido elemento en una noche tan fría. Le saludé con la mano pero no me vio. Siguió allí cubierto hasta la gola. Transcurrió una hora cuando alguien llamó a mi portero electrónico. Era él. Le abrí y subió con la rapidez de un guepardo. Estaba aterrado de frío o de miedo. Entró y me contó que había visto una sombra en la habitación donde se cambiaba o reguardaba del frío en noches como esa y, luego, se había ido la luz. Según su versión, el fantasma de la mujer quería vengarse por su acción de ayudar al marido a convertirla en turista siendo un cadáver. Le enchufé un par de whiskeys que poco a poco le fueron calmando. Me explicó que había accedido a ayudar a ese cretino porque era amigo del dueño de la agencia de seguridad y se había sentido obligado.

Como no conseguí convencerle de que todo había sido producto de su imaginación, decidí acompañarle a ver qué pasaba en esa habitación. Bajamos y antes de entrar, escuchamos un ruido en el interior. Parecía que eran unas llaves metálicas cayendo al suelo una y otra vez. Abrí la puerta y al encender la luz, allí no había absolutamente nadie. Diez segundos después la luz volvió a irse. Volvimos a escuchar ese sonido metálico al entrar con una linterna. Creí ver una sombra y asustado, salí para no volver a entrar. Nos quedamos escuchando ruidos por más de media hora hasta que tuve que acompañarle a hacer su ronda.

Arribó la madrugada y la lluvia no paraba. El argentino volvió a subir en tres ocasiones para intentar calmarse los nervios.  En un par de ocasiones dijo que se marchaba a su casa así que, como se figuran, tuve que hacer varias rondas más con él para evitar que lo echaran. En la última vimos que alguien había encendido una pequeña luz en el interior del habitáculo. Me armé de valor y entramos y algo, o a alguien, había abierto todos los cajones de los muebles que allí se encontraban. En ese momento, el rostro del amigo competía en verde con el de la difunta que a esas horas iba camino de Jaén. De pronto, una luz apareció por debajo del baño. Intenté abrir la puerta para ver quién era el bromista pero no cedió hasta diez minutos más tarde. Para nuestra sorpresa allí no había nadie. La luz se volvió a ir y tuvimos que salir corriendo. Creo que no hay peor miedo que a lo desconocido. Permanecimos juntos hasta que los ruidos cesaron. Yo aproveché para dormir un par de horas antes de ir al aeropuerto a tomar mi vuelo a Copenhague. Recuerdo que miré por la ventana de mi habitación que daba justamente donde estaba el centro de esos fenómenos extraños. Todo estaba en orden, o al menos eso parecía. Protegido de la lluvia en los bajos del edificio se encontraba mi amigo. Se le veía inquieto y no paraba de moverse arriba y abajo atento a cualquier eventualidad. Casi no pude dormir nada intentando encontrar una explicación racional en mi cerebro, sin éxito, claro.

Nunca volvieron a producirse fenómenos extraños en aquel lugar que, poco a poco, volvió a la normalidad. Al argentino, por supuesto, se le quitaron las ganas de entrar en esa extraña habitación donde vimos esas luces y escuchamos sonidos insólitos. Por su parte, el tarado de Jaén, a quien no paró la Guardia Civil, tardó todavía algunos años en marcharse al otro barrio y, la vecina succionadora de miembros no volvió a mirarme a la cara cuando nos cruzábamos por la escalera. Por mi parte, cada vez que hace frío o llueve copiosamente un escalofrío recorre mi espalda.

Sergio Calle Llorens

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