Puse un viejo vinilo en mi equipo y la magia comenzó a fluir. Era la
canción del grupo Mod Los Elegantes; Me debo marchar. Un tema que se convirtió
en un himno para los seguidores de esa tribu urbana. A me mente llegaron
imágenes de ese tiempo, nostalgias de ayer. Lambretas, parcas, cazadoras de
cuero, el Sophistica y el Filo. Las guitarras rasgadas que acompañaban
ilusiones de juventud. Tocaba divertirse y juro a Dios que lo hicimos en nombre
de toda la humanidad.
Una noche mientras cantábamos aquel tema que decía que con todas las
mujeres soy tremendo, apareció ella con su magia y su estilo misterioso. Me
consiguió un mundo convencerla pero pude disfrutar de sus extravagancias hasta
una noche de enero en la que se marchó. Se llamaba, bueno qué más da como se
llamara, lo único cierto es que fue la mujer que más me confundió en la vida.
La que más me apartó de mi senda. La que más me ha despreciado. Aún hoy, y mira que ha pasado
el tiempo, se me pone un nudo en la garganta cuando la recuerdo caminando de la
mano de otro hombre. Aquella noche me convencí a mí mismo que la canción
Cadillac Solitario de Loquillo y los Trogloditas estaba escrita para mí. Nunca
sabrá el bueno de Sabino Méndez cuando le agradezco que compusiera ese himno
sentado en la ladera del Tibidabo. Como entonces, no sé si ha sido el alcohol,
pero lo cierto es que mee siguen atrapando esas
luces del puerto. Las palmeras mecidas por el viento frenético son testigos del
dolor que aún me causa ese episodio. Ella se volvió formal y una completa
desconocida y yo, como imaginan, formalicé una vida lejos de los parámetros
establecidos; poeta maldito, escritor de cuentos, articulista encendido y
letrista de canciones de las que nadie ha oído.No podría afirmar que me he encontrado porque creo que jamás me perdí. Al menos no me perdí la vida. Ahora entiendo el dolor que todo ser humano debe sentir para alcanzar la madurez. Ahora comprendo que ella fue necesaria. Todos tenemos una chica de ayer a la que añorar en noches de nostalgia extrema para comprobar que no hay nada más bello que los besos que no damos. Empero, en mi caso me quedo con la primera vez que mis labios se unieron a los suyos en aquel barrio junto al puerto. Ella olía a fresas y la ciudad a mar con esa luz que parecía un grabado de Dalí. Seguí pinchando vinilos y la noche, además de fría, se me hizo larga. Muy larga.
Sergio Calle Llorens
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