lunes, 13 de enero de 2014

UN CUENTO DE TERROR

En la literatura de terror, como en el periodismo andaluz, lo más potente es lo que se deja fuera. Muchos de los relatos están plagados de erratas y de atentados contra los principios básicos de la gramática. Sin embargo, todavía hay cosas potables para los amantes del género. En mi caso, siempre me han gustado los escritores que dejan al lector la escena final. Mi interés por el género comenzó en un noviembre tristón en el que leía con la luz sesgada de la otoñada; Poe, Lovercraft y Finney. Desde entonces siempre me gusta leer una buena historia de terror en la oscuridad.

Poco podía imaginar que no hay nada más terrorífico es vivir en un país en el que existe un salario mínimo para los ciudadanos y, los políticos tienen como mínimo tres salarios. En cualquier caso, la pregunta que siempre nos hacemos los amantes de lo tenebroso es por qué nos gusta tanto este tipo de literatura. Francesca, una amiga toscana de caderas finas y pechos generosos, apunta a una teoría psicológica muy potente; “las personas que disfrutan con las películas o la literatura de horror, sufrieron terrores infantiles muy traumáticos. Por consiguiente, nos recreamos en esas historias con la intención de experimentar esos miedos y poder controlarlo” En el fondo, sabemos que todo es mentira. En verdad, la florentina que sólo ha leído a Kafka para comprender el absurdo, no está tan mal encaminada. Como ella misma afirma en su italiano; ogni storia racconta una storia gia raccontanta. Y mi historia de terror cuenta la historia mil veces contada por mi madre en las largas noches de invierno.

Mi padre salía de casa muy temprano para ir a trabajar y, como un reloj, un desconocido llamaba a mi madre para declararle su amor. Era un hombre educado y jamás dijo o hizo algo que indicara que estaba loco. Lo más intrigante es que de su voz enlatada y pastosa relataba a mi mamá la ropa que ella había llevado el día anterior y los lugares que había visitado. Una vez, incluso, le dijo que se acercó a olerla y le acertó hasta el perfume que llevaba. Así, cada vez que mi padre abandonaba el domicilio familiar, el corazón de mi madre se aceleraba. De sus labios salían una especie de oración; Mare meva del meu cor…

La paranoia de mi madre sobre la identidad del acosador transcendió al círculo más íntimo de la familia. Fue así como la historia llegó a los oídos de un amigo de mi padre, policía él que, viendo como mi madre perdía peso y se sentía cada vez más asustada con las intenciones del desconocido, decidió tomar cartas en el asunto. Incluso yo, que no pasaba de dos años, sentía que algo no iba bien pues, de un sueño profundo, me despertaba sobresaltado cada vez que sonaba el teléfono aunque estaba situado muy lejos de mi habitación. Ese vínculo invisible entre madre e hijo que nos hace comprender todo.

El policía comenzó a hacer funciones de lo que hoy llamamos contravigilancia, hasta que un día, pudo localizar al desgraciado que bebía los vientos por mi señora madre que, por si no lo saben, era una rubia que entonces quitaba el sentido a los varones. Nunca más se supo del tipo. A mis progenitores les decía con una mueca dibujada en la cara: “hay cosas que es mejor no conocer nunca”. Y nunca desveló nada más. Lo único que transcendió es que el tipejo estaba casado y vivía cerca de casa. Lo mejor es que las llamadas cesaron y a los dos años, nos mudamos de casa para no volver jamás a ese barrio.

Si la teoría de Francesca es cierta, yo he tratado de recrear el miedo que me producía ver a mi madre con los ojos muy abiertos, con una mano tapándose la boca cada vez que ese maldito teléfono comenzaba a sonar aquel lejano invierno de 1970. Tal vez con las historias o películas de terror, puedo vencer ese miedo que me traspasó Consuelo hace ya tantos años. Puede que de alguna manera, yo quiera vencer esos días en los que el horizonte se tenía de rosa oscuro y el cielo azul de negro.

Todo ello explicaría mi querencia a las visitas a cementerios a la hora del crepúsculo, mis melancolías sobrenaturales, mis lecturas secretas. Y no hay mejor que una lectura que verse de aquellas cosas que tanto me aterran. Curiosamente, la mayoría de quienes practican el arte de lo inquietante suelen ir directos a la yugular, olvidando que los mejores depredadores son siempre sigilosos. Como aquel desconocido que acosaba a mi madre como un lobo en la noche sin luna.

Así que el género del terror ha sido necesario para vencer un miedo añejo y sobrenatural. Un día, tras visitar un camposanto donde supuestamente se producían sucesos paranormales, me planté en el viejo cine Echegaray. Allí según mi amiga Francesca, que por entonces era lo que los ingleses llaman a friend with benefits, se aparecía el fantasma de una joven que había muerto durante la sesión de una película de serie b. Aunque sospechaba que la historia era falsa, allí estaba yo esperando ver la figura de una bella muchacha de otro tiempo. Recuerdo como mi corazón se aceleró cuando las  luces del viejo cine se apagaron. Podía oír a la gente comiendo palomitas, incluso los pasos del acomodador que yo deseaba fueran los del espectro de la chica. De pronto, una pareja se sentó unas filas delante. Desde ese momento, olvidé al espectro y la historia que me había relatado la toscana entre las sábanas de su cama. Mis ojos comenzaron a contemplar la mujer más bella que yo había visto hasta el momento.

De algo estoy seguro, aquella noche conocí, y en primera persona, lo que significa la expresión pasar miedo. Si lo que me atrajo del género de terror fue que toma los elementos básicos de la literatura y los lleva al límite, aquella pareja me atraía por dos razones fundamentales; la primera era la belleza de la morena y, la segunda, pero no menos importante, era que al mirarlos yo sabía el terror que me esperaba en la vida. Allí, en esa butaca del hoy remozado Teatro Echegaray, quedé encerrado en una vieja y sofocante cámara oscura; la del temor al tiempo no conquistado.

No es que tuviera miedo al paso de las hojas del calendario, sino a pasar por la vida sin encontrar a una mujer tan bella que me mirara con los ojos que esa muchacha contemplaba a su novio. Era una mirada limpia y apasionada de entrega total y absoluta. Ayer que hojeaba las páginas quebradizas y amarillentas  de un viejo libro del género, con su delicioso olor a desván, me invadió una marea vertiginosa de recuerdos. Rescaté esa imagen de algún rincón del ático de mi memoria y exclamé, como Shakespeare en su Noche de Reyes, acto III, escena III, que los viajes terminan cuando los amantes se encuentran. Y de eso trata la vida, de viajar hasta encontrar  a alguien que nos mire con un amor infinito y sin reservas, porque no hay nada más terrorífico que pasar por el mundo sin haber sido amado. En verdad, lo malo de morirte no es que te quedas sin aire, sino que te quedas sin cielo. Y no imagino otro cielo que no sea en los ojos profundos de una mujer enamorada. Espero que mis lectores hayan concluido su viaje que es la mejor forma de huir del terror.

Sergio Calle Llorens



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