La lluvia caía finísima en el corazón del barrio de la Victoria. Un trueno rugió como un dragón en la bahía malagueña y sentí el suelo vibrar bajo mis pies. En las aceras empapadas, las farolas dibujaban una escena fantasmagórica extendiendo una tenue luz sobre los tejados. Rebusqué en mi abrigo las llaves de mi padrino, que, desgraciadamente, acababa de fallecer en el hospital. Entré en el edificio para darme de bruces con la portera que, dicho sea de paso, me caía tan bien como un piano de cola cayendo en mi cabeza desde un sexto piso. Inventé una excusa para no darle explicaciones sobre la muerte de mi familiar, y subí apresuradamente las escaleras.
Una vez dentro, encendí las luces como temiendo encontrarme con su espectro. Deseché el pensamiento pero mis ojos buscaron su presencia. Se me hacía raro no verle allí, sentado, esperándome, para jugar al ajedrez y contarme las historias de su vida. Manolo Ramírez Palomo fue el soldado que mayor tiempo sirvió a la república española y, el día que se licenciaba comenzó la guerra incivil. Fue hecho prisionero en el frente por las tropas nacionales y cuando iban a darle matarile, le ofrecieron pasarse al lado de los rebeldes, lo que hizo gustoso por aquello de salvar el pellejo. Posteriormente, unos comunistas trataron de mandarlo al otro barrio pero escapó saltando por una azotea. Aquellas historias de la guerra me conmovían, y aún hoy, me hacen reír con ganas. En sus palabras, no había ni un ápice de rencor, ni un reproche a nada ni a nadie, a pesar de que había sufrido lo suyo. De sus relatos, me quedo con aquella que afirmaba haber estado a punto de cortar el árbol de Guernica, y lo hubieran conseguido si no hubiera sido por los requetés. La anécdota siempre me pareció de su invención, hasta que investigando a su regimiento, descubrí que aquello, lejos de ser una ensoñación, era tan real como el afecto que yo le tenía.
Recordaba su memoria cuando un nuevo trueno sacudió al barrio y un apagón cubrió de negrura el apartamento. La luz de mi linterna alumbró viejas fotos familiares, de otro tiempo, y de otros lugares. En una de ellas, aparecía con un mono pequeño con el que convivió en los años 50 a pesar de las protestas de mi madrina. Ni siquiera su muerte, me impedía que siguiera sonriendo. Seguí sacando del ático de mi memoria los momentos que compartí con él. De pronto, recordé que tenía que llevarme los libros que él me había legado. Tomé un libro de Dostoievsky en mis manos y comencé a leer en voz alta. Intenté imaginar lo que él estaba pensando el día en el que leyó esas páginas por primera vez, porque soy de los que piensa que cada vez que un libro cambia de manos, la mirada y el alma del anterior propietario pasan, de alguna manera, al nuevo dueño.
Deambulé por el piso buscando vaya usted a saber qué. Tal vez anhelando su presencia o sus consejos de los que me había quedado huérfano. Me faltaba algo, y solo en esos libros cubiertos de polvo. Abrí uno que sobresalía de un estante, y entonces una vieja fotografía cayó a mis pies; y allí estaba él, vestido de uniforme con una sonrisa de oreja a oreja, con un hacha en la mano junto al árbol sagrado de los vascos. Le acompañaban en la foto, dos soldados andaluces, tan risueños como mi padrino. Luego aquellos hombres compartirían bandera con gudaris que, tras traicionar a la república, fueron destinados a banderas de los nacionales donde servían esos mismos andaluces. Cosas de la historia.
Me alejé de la casa hacia la plaza de la Victoria. Seguía lloviendo, las piedras del Santuario permanecían oscuras, llorando de pena por los que nos habían dejado. El barrio estaba casi desierto y pensé en las almas que jamás volverían a pasear por sus calles. Sombras de un tiempo, voces de un pasado que solo existen en nuestros recuerdos. Era curioso, pensé, que alguien que ha sobrevivido a tiempos de guerra, muriese en la placidez de una cama. A pesar de mis pensamientos lúgubres por su muerte, la primera que realmente me tocaba de cerca, de alguna manera estaba feliz, porque había tenido la inmensa fortuna de conocerle y de ser partícipe de su vida. Me lo dio todo a cambio de muy poco. Y aún hoy, aquel soldado al que fusilaron dos veces e intentó serrar el árbol de Guernica, suele acudir a mi encuentro cuando las sombras se alargan y crece la inquietud en mi interior. Desde aquel lejano día en el que un millón de nubes vomitando electricidad cabalgaban desde el mar para tomar la ciudad, he sentido la presencia del único héroe que he conocido en mi vida. Vaya desde aquí un recuerdo por su memoria.
Sergio Calle Llorens
Soy escritor, investigador, guionista, profesor de idiomas y muchas cosas más que no caben aquí. También tengo una sección en Espacio en Blanco de RNE. El mundo se divide en dos categorías, los que tienen el revolver cargado, y los que cavan, tú cavas.
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